"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Moll Flanders - Daniel Defoe

Moll Flanders Daniel Defoe Digitalizado por http://www.librodot.com Prefacio del autor Es tal la cantidad de novelas y ficciones que en estos últimos tiempos ha invadido el mundo que resulta difícil que pueda te¬nerse por real una historia en la que no se dan los nombres ver¬daderos y las demás circunstancias de la protagonista. Por esta razón tenemos que dejar que cada lector forme su propia opi¬nión sobre lo que vamos a relatar en las páginas que siguen y que acoja el relato como mejor le plazca. En esta historia se supone que la propia autora es quien la relata y en las primeras páginas expone las razones por las que considera conveniente ocultar su nombre real. Después de esta aclaración no hay ya ocasión de volver sobre ello. Es muy cierto que las palabras originales de la historia han sido cambiadas, como también ha sido ligeramente alterado el estilo propio de la famosa señora de quien se habla aquí. En ge¬neral, se ha hecho que contara su historia con palabras mucho más moderadas de las que había usado, ya que el original reci¬bido había sido escrito en un lenguaje más propio de quien sigue aún en Newgate que de quien ha sido tocado por el arrepen¬timiento y la humildad, como ella pretende que le ha sucedido posteriormente. La tarea de terminar esta historia y hacer de ella lo que el lec¬tor puede apreciar no ha sido nada fácil para el que la ha em¬prendido, puesto que ha tenido que vestirla de forma conve¬niente y ponerla en lenguaje apto para ser leído. Cuando una mujer disoluta desde su juventud y, aún más, salida de la corrup¬ción y el vicio se aviene a relatar todas sus prácticos viciosas y llega incluso a descender a las ocasiones y circunstancias espe-ciales que la llevaron a la maldad y a su progresión en el crimen durante más de medio siglo, el autor se ve apurado para darle una forma tal que no pueda nunca ser fuente de enseñanzas per¬judiciales, especialmente para los posibles lectores viciosos. No obstante, se ha tenido el mayor cuidado posible para evi¬tar que en esta nueva versión de la historia se deslizara alguna imagen lujuriosa o resultara alguna situación inmoderada, ni siquiera en sus peores muestras de expresión. Con este objeto, algunas de las partes viciosas de su vida que no podían contarse en lenguaje moderado han sido suprimidas y otras han quedado muy reducidas. Se espera que lo que resta, no pueda ofender al más casto de los lectores ni al más moderado de los oyentes, y como que de la peor historia se puede lograr el mejor provecho, esperamos que el sentido de la moral hará que el lector conserve su seriedad, incluso en aquellos momentos en que la historia pueda predisponerle a lo contrario. Para poder contar la historia de una vida reprobable, tocada luego por el arrepen¬timiento, es completamente necesario que la parte de maldad sea representada tan mala como lo comporte la historia real, a fin de que pueda realzarse y dar un sentido de belleza a la parte del arrepentimiento, que es, ciertamente, la mejor y la más brillante, si se relata con el mismo espíritu y viveza. Se dice que, al relatar la parte del arrepentimiento, no puede haber la misma viveza, la misma brillantez y belleza que cuando se relata la parte criminal. Si algo hay de verdad en este aserto, debe permitírseme que replique que es debido a que no se lee con el mismo gusto y fruición y es ciertamente demasiada ver¬dad que la diferencia no corresponde tanto al valor real del sujeto como al gusto y al paladar del lector. Pero como esta obra se recomienda especialmente a los que saben cómo leerla y cómo sacar de ella aquel provecho que se les recomienda en toda historia, confiamos que estos lectores que¬darán más complacidos con la moraleja que con la fábula, con la aplicación que con la relación y con el final del escritor más que con la vida de la persona sobre la cual se escribe. Abundan en esta historia los incidentes llenos de deleite y a todos ellos se les ha dado una aplicación provechosa. Este es un giro agradable que se les da artificiosamente al relatarlos, con lo cual se consigue instruir naturalmente al lector ya sea en un sen¬tido u otro. La primera parte de la vida lujuriosa de la protago¬nista con el joven caballero de Colchester contiene muchas face¬tas acertadas, en las que el crimen queda expuesto y se previene a los que se encuentran en circunstancias que pudieran resultar similares, del final desastroso de tales situaciones, así como de la conducta loca, desatinada y aborrecible de ambas partes, lo cual compensa sobradamente la descripción vívida que hace la protagonista de su locura y de su perversidad. El arrepentimiento de su amante en la Bath y cómo la alarma justificada, por el síntoma de enfermedad que padeció, le llevó a abandonarla. La justa advertencia que aquí se da, incluso so¬bre las intimidades más legitimas de los amigos más queridos, incapaces de guardar las resoluciones virtuosas más solemnes, sin ayuda divina, todas ellas son partes que, a un discernimiento justo, han de parecerle mucho más bellas que la concatenación amorosa de la historia que les sirve de introducción. En una palabra, como todo el relato ha sido cuidadosamente cribado para librarlo de la lenidad y la relajación que pudiera contener, resulta aplicado por entero y muy cuidado a efectos virtuosos y religiosos. Nadie puede, pues, hacerlo objeto de re-proche alguno, como tampoco puede reprochar nuestra inten¬ción al publicarlo, sin incurrir en una injusticia manifiesta. En todas las épocas, los defensores del teatro han hecho de éste el gran argumento para persuadir al público de que sus repre¬sentaciones son útiles y, por tanto, deberían ser permitidas por todos los Gobiernos, por más civilizados y religiosos que fuesen, es decir, que están aplicadas a propósitos virtuosos y que por más vívidas que sean las representaciones, no dejan de recomendar la virtud y los buenos principios y condenar y dejar expuestos toda clase de vicios y corrupción de costumbres, y de ser verdad que lo hacen cosa básica en la representación teatral, mucho ha de decirse en su favor. Este libro, en toda su variedad, se ciñe estrictamente a esta base fundamental. No hay acción malvada en ninguna parte del mismo a la que no se dé, al principio y al final, carácter de infeli¬cidad y desdicha, no sale a escena ningún villano superaltivo que no tenga un fin desgraciado o termine penitente; no se men¬ciona una cosa mala sin que la acompañe la condenación opor¬tuna en el mismo relato, como tampoco nada virtuoso que no lleve consigo su. justa alabanza. ¿Qué podría adaptarse mejor a la regla fijada para recomendar incluso aquellas representaciones a las que tantas objeciones justas se les puede oponer, tales co¬mo, por ejemplo, malas compañías, lenguaje obsceno y otras por el estilo? Sobre esta base, este libro se recomienda al lector como un trabajo en cuyas partes hallará una enseñanza y podrá extraer referencias justas y religiosas que le proporcionarán una ins¬trucción acertada, si quiere hacer uso de ellas. Todas las hazañas de esta dama famosa y sus depredaciones son otros avisos para que la gente honrada desconfíe de ella y descubra los métodos utilizados para engañar, saquear y robar a los inocentes y, por consiguiente, la manera de evitarlos. Su robo a un niño inocente que la vanidad de la madre había vestido de gala para así asistir a la escuela de danza es un buen memento para gentes en el futuro, como lo es también el robo del reloj de oro de la señorita en el parque. Obtener de una moza de la central de coches de St. Jonh's con sesos de mosquito que le entregara un paquete ajeno, el botín logrado en el incendio y la repetición del hecho en Harwich son excelentes avisos para que, en casos por el estilo, es¬temos más atentos a posibles sorpresas de toda clase. Su dedicación final a una vida más sobria y laboriosa en Vir¬ginia, al lado del deportado que había sido su esposo, es un relato altamente instructivo para todas aquellas criaturas des¬graciadas que se ven obligadas a rehacer su vida en el extranjero, ya sea por deportación u otro motivo cualquiera, enseñándoles que el trabajo y la aplicación tienen su debida recompensa, in¬cluso en las partes más remotas del mundo y que ninguna situa¬ción puede ser tan baja, despreciable y desprovista de perspec¬tivas como para impedir que un trabajo incansable pueda hacer mucho para liberarnos de tal condición y, con el tiempo, lévantar a la criatura más mezquina para que pueda aparecer nueva¬mente en el mundo, dándole un nuevo papel en el teatro de la vida. Estas son algunas de las ideas profundas que este libro puede sugerirnos y las hay suficientemente sobradas para justificar que todo hombre pueda recomendarlo y, sobre todo, para justificar su publicación. Después de este relato, quedan aún dos historias entre las más bellas, de las que aquí sólo se da alguna noción, sin entrar en detalles, pues son en verdad demasiado largas para darles cabida en el mismo volumen y, realmente, puedo decir que cada una constituye por sí sola un volumen entero, a saber, la vida de su «institutriz», como ella la llama, que, según parece, en pocos años había pasado por los grados eminentes de dama, pros¬tituta y alcahueta, o sea, lo que se llama también comadre y am¬paro de parteras, prestamista, traficante de menores, encubri¬dora de ladrones, receptora de las «compras» de los ladrones, o sea de géneros robados, y, en suma, ladrona también ella e ins¬tructora de ladrones y, a pesar de todo, penitente al final. La segunda es la vida de su marido deportado, un salteador de caminos, que, según parece, durante doce años se dedicó con éxito a cometer toda clase de villanías por donde iba, y tuvo aún la suerte de salir bien librado al final, puesto que marchó como desterrado voluntario y no como convicto. Su vida ofrece una variedad increíble. Pero, como he dicho antes, las dos vidas son demasiado exten¬sas para tener cabida aquí y ni siquiera puedo prometer que sal¬gan más adelante. En realidad, no podemos decir que esta historia alcance hasta el fin de la vida de la famosa Moll Flanders, como ella misma se denomina, ya que nadie puede escribir su propia vida hasta el fin, a menos que le fuere dado hacerlo después de muerto. Pero la vida de su esposo, escrita por una tercera persona, es un relato completo de los dos, del tiempo que vivieron juntos en aquel país y de cómo volvieron a Inglaterra, después de ocho años, durante los cuales amasaron una gran fortuna, y donde vivió ella según parece, hasta una edad muy avanzada, sin ser una peni¬tente tan extraordinaria como lo era al principio. Lo que sí parece cierto es que siempre habló con horror de su vida de antaño y de todos sus lances. Muchas cosas placenteras sucedieron en la última etapa, en Maryland y en Virginia, y que hacen que esta parte de su vida resulte muy agradable; sin embargo, no están contadas con la misma elegancia que las que ella misma relata. Esto es un motivo más para que terminemos aquí. M i verdadero nombre es tan conocido en los registros y en los anales de Newgate y en el Old Bailey, donde todavía hay pen¬dientes algunas cosas relativas a mi conducta particular, que no es de esperar que lo ponga ni que cuente la historia de mi familia en esta obra. Tal' vez después de mi muerte se conozca, pero, ahora, no sería conveniente, ni siquiera en el caso de que se concediera un perdón general, incluso sin excepción alguna de personas o delitos. Será, pues, suficiente que les diga que, como algunos de mis compañeros peores que no están ya en situación de poder per¬judicarme por haber salido de este mundo, por vía del cadalso o de la cuerda, la gente me conocía por el nombre de Moll Flanders. Y así es como les ruego que me permitan que me nom¬bre hasta que me atreva a declarar quién he sido, así como quién soy. He oído contar que en una nación vecina, no sé si será en Francia o donde quiera que sea, existe una orden del rey, según la cual, cuando un criminal es condenado, ya sea a muerte, a galeras o a deportación, si deja algún niño, que, por lo general, queda sin recursos, por la pobreza de sus padres o por haberles sido confiscados sus bienes, el Gobierno se hace cargo inmedia¬tamente de él y lo mete en un hospital que se llama la Casa de los Huérfanos, donde los niños en estas condiciones son criados, vestidos, alimentados e instruidos y, cuando están en condicio¬nes de salir, los colocan en industrias o en otros servicios, de manera que puedan proveer sus propias necesidades con una con¬ducta honrada y laboriosa. Si esto se hubiese hecho en nuestro país, yo no habría sido una pobre niña desolada, sin amigos, sin vestidos, sin ayuda ni vale¬dor en el mundo, como era mi destino serlo, por lo cual, no sólo quedaba expuesta a grandes miserias, aun antes de que fuera capaz de comprender mi situación o de saber cómo remediarlo, sino que me llevaba a una forma de vida que no sólo era escan¬dalosa en sí misma, sino que, inevitablemente, conducía a _una rápida destrucción, tanto del cuerpo como del alma. Pero aquí las leyes son muy distintas. Mi madre fue juzgada y condenada por un robo tan insignificante que casi no vale la pena mencionarlo; en suma: por haber aprovechado la oportunidad de tomar prestadas a cierto pañero, de Cheapside, tres piezas de holanda fina. Las circunstancias del hecho son dema¬siado largas para repetirlas, pero, además, las he oído contar tantas veces de distinta manera que difícilmente puedo estar se¬gura de cuál es la verdadera versión. Sea como sea, todos convienen en que mi madre hizo constar el estado en que se hallaba y habiéndose comprobado que, en efecto, esperaba un hijo, se le concedió una tregua de siete meses. Durante este tiempo me trajo al mundo, y cuando estuvo repuesta, se le confirmó, como se dice, la sentencia que pesaba sobre ella, pero se le concedió la gracia de ser deportada a las plantaciones. Yo tenía entonces medio año de edad y mi madre me dejó. Y lo malo es que me dejó en malas manos. Por tratarse de cosas sucedidas en los primeros días de mi vida, no puedo contar nada por mí misma, sino solamente por lo que he oído. Basta que les diga que por haber nacido en un lugar tan poco feliz, yo no tenía parroquia a la que acudir para mi nutrición en la infancia. Tampoco puedo dar ningún detalle de cómo logré sobrevivir, sino solamente mencionar que algún pa¬riente de mi madre cuidó de mí un cuanto tiempo como nodriza, pero no sé nada en absoluto a expensas ni bajo la dirección de quién. Lo primero que puedo recordar, porque es lo primero que logré saber de mí, son mis andanzas errabundas con una tribu de esas gentes a las que se les llama gitanos o egipcios. Sin em¬bargo, creo que estuve poco tiempo con ellos, porque no llega¬ron a decolorar o teñir mi piel, como suelen hacer con los niños pequeños que llevan con ellos en sus correrías. Tampoco puedo decir cómo llegué a estar con ellos ni cómo pude dejarlos. Fue en Colchester, de Essex, donde nos separamos y tengo una cierta noción de que los dejé yo, es decir, que me escondí y no quise ir más con ellos, pero no puedo afirmar nada en con¬creto sobre este particular. Lo único que recuerdo es que al ser cogida por los agentes parroquiales de Colchester, les dije que había llegado a la ciudad con los gitanos, pero que no había querido seguir más con ellos, por lo cual me habían dejado, pero que no sabía adónde habían ido. Ellos no podían esperar que yo lo supiera, y por más que recorrieron la comarca en su busca no los encontraron. Había llegado a un punto en que iba a tener cubiertas mis necesidades, pues aunque por mandato de la ley yo no podía ser una carga parroquial en ninguna parte de la ciudad, cuando mi caso fue conocido y se vio que era demasiado pequeña para hacer trabajo alguno, ya que no tenía más de tres años, los ma¬gistrados se compadecieron y ordenaron que se me atendiera de algún modo, de manera que pasé a ser como uno de los nativos del lugar sin haber nacido en él. En la provisión que hicieron para mí tuve la suerte de que me mandaran a nodriza, como ellos decían, o sea a la casa de una mujer que era muy pobre, desde luego, pero que había estado en mejor situación y que, para vivir modestamente, aceptaba cuidar de niños que se hallaban en la situación en que yo estaba, atendiéndolos en todas sus necesidades, hasta que llegaban a la edad en que se suponía que ya podían ponerse a servir o ganarse su propio sustento. Aquella mujer tenía también una pequeña escuela, en la que enseñaba a los niños a leer y a trabajar, y como antes había vivido en mejor situación, como ya he dicho, educaba a los niños con mucho arte y con gran cuidado. Pero lo que es aún mejor, los educaba religiosamente, pues era una mujer muy piadosa, limpia y muy de su casa, de buenos modales y buen comportamiento. Así es que con la sola excep¬ción de la comida sencilla, el alojamiento basto y los vestidos malos, se nos criaba de una manera tan modosa y elegante como si hubiéramos ido a la escuela de danza. Estuve allí hasta los ocho años. Cuando llegó la noticia de que los magistrados (creo que era así como los llamaban) habían ordenado que fuera a servir, me llenó de terror. Poco era el ser¬vicio que podía yo hacer, fuera donde fuera que. me mandasen, a no ser recados y servir de ayudante a alguna cocinera. Todo esto me llenaba de espanto, porque sentía una gran aversión a ir de servicio, como llamaban a hacer de criada. Aunque era tan joven, le dije a mi nodriza, que así es como la llamábamos, que creía poderme ganar el sustento sin ir a servir, si ella me lo permitía. Me había enseñado a trabajar con la aguja y a hilar estambre, que es la ocupación principal en aquella ciudad, y le dije que si que¬ría seguir teniéndome yo trabajaría para ella y trabajaría mu¬cho. Seguí hablándole casi diariamente de mi trabajo y, en suma, no hice más que trabajar y llorar todo el día, lo que apenó tanto a la buena señora, que, al final, llegó a estar preocupada por mí porque me quería mucho. Ún día entró en la habitación donde nosotros, pobres críos, es¬tábamos trabajando y se sentó junto a mí, no en su lugar habi¬tual de maestra, sino como si quisiera ver cómo trabajaba. Yo estaba haciendo una labor que ella me había mandado. Recuerdo que cosía unas camisas que le habían encargado. Al cabo de un rato, empezó a hablarme: -Vos, niña tonta -me dijo-, estáis llorando siempre. De¬cidme, ¿por qué lloráis? -Porque se me llevarán de aquí -dije yo- y me pondrán a servir y yo no puedo con el trabajo de una casa. -Bueno, chiquilla -dijo ella-. Aunque no podáis hacer ahora el trabajo de una casa, aprenderéis con el tiempo. Ade¬más, al principio, no van a poneros a hacer cosas duras. -Sí lo harán -dije yo-. Y si no puedo hacerlo todos me pe¬garán y las criadas me obligarán a hacer los trabajos duros y yo no soy más que una niña pequeña y no podré hacerlo. Y me eché a llorar otra vez, hasta que ya no pude hablar más. Esto conmovió a mi buena nodriza y fue entonces cuando de¬cidió que yo no iría aún a servir. Me dijo que no llorara más y me prometió que hablaría con el señor alcalde para que no fuese a ser¬vir hasta que fuera mayor. Desde luego, esto no me satisfizo porque pensar que tenía que ir a servir era tan espantoso que si me hubiesen asegurado que no iría hasta que tuviese veinte años, me habría dado lo mismo... Habría estado llorando todo el tiempo con el solo consuelo de que, al fin, tenía que ser. Cuando vio que de ningún modo me calmaba, empezó a en¬fadarse conmigo. -Pero, ¿qué es lo que queréis? ¿No os digo que no iréis a servir hasta que seáis mayor? -Sí -repuse-, pero al fin tendré que ir. -¿Qué? ¿Cómo? -protestó entonces ella-. ¿Está loca esta chica? ¿Qué quisierais ser? ¿Una dama? -Sí -dije yo. Y volví a echarme a llorar hasta que me quedé otra vez sin habla. Como pueden pensar, esto hizo que la anciana se echara a reír. -Bien, señora, ciertamente -dijo mofándose de mí-. Vos quisierais ser una dama. Por favor, decidme. ¿Cómo lo haréis para llegar a ser una dama? ¿Lo haréis con la punta de los dedos? -Sí -contesté con toda inocencia. -Bueno, ¿cuánto podéis ganar? -me preguntó-. ¿Cuánto ganáis con vuestro trabajo? -Tres peniques cuando hilo -dije yo- y cuatro peniques cuando puedo hacer trabajo de costura. -¡Ay, pobre dama! -dijo otra vez riendo-. ¿Y qué ha¬réis con esto? -Me mantendrá -dije yo- si me dejáis que sigo viviendo con vos. Y lo dije en un tono de súplica tan patético, que, según me dijo luego la señora, hizo que su corazón se apiadase de mí. -Pero erijo ella-. Esto no os mantendrá ni servirá para compraron vestidos, y, entonces, ¿quién deberá comprar los ves¬tidos de la joven dama? -Entonces, trabajaré más -dije yo- y todo será para vos. -¡Pobre niña! Eso no os bastará -repuso-. Difícilmente os llegará para comprar unas chucherías. -Entonces, no compraré chucherías -repliqué con toda mi inocencia-. Dejadme que viva con vos. -Pero, ¿podréis vivir sin vituallas? -dijo ella. -Sí -dije otra vez, como' un crío que era, según pueden su¬poner, y llorando desconsoladamente. No había ningún artificio en todo esto. Fácilmente puede ver¬se que era espontáneo. Iba acompañado de-tanta inocencia, pero también de tanta pasión, que, al final, también la anciana se echó a llorar y lloró tanto como yo. Después me cogió y me sacó de la clase. -Venid -me dijo-. No iréis a servir, viviréis conmigo. Por el momento, aquello me tranquilizó. Algún tiempo después fue a visitar al alcalde y hablando con él de sus cosas salió a relucir mi historia, que mi buena nodriza contó por entero al alcalde. A éste le agradó tanto, que llamó a su esposa y a las dos niñas para que la oyeran, y puedo asegu¬rarles que todas se divirtieron mucho con ella. Sin embargo, aquella vez no pasó nada. Sólo fue cuando, de repente, se presentó la señora alcaldesa y sus dos hijas en la casa para visitar a mi anciana nodriza y para ver la escuela y los niños. Cuando habían estado recorriendo las clases un rato, la alcaldesa dijo a mi nodriza: -Bien, señora, decidme, por favor, ¿dónde está aquella pe¬queña niña que quiere ser una dama? Al oírlo, me sentí aterrada, aunque no supe ni sé por qué. La señora alcaldesa se llegó hasta mí. -Bueno, señorita -me dijo-, ¿y qué trabajo es el que estáis haciendo ahora? La palabra «señorita» pertenecía a un lenguaje que difícil¬mente se oía en la escuela, de manera que me quedé preguntán¬dome qué cosa triste me estaría llamando. No obstante, me levanté e hice una reverencia, y ella cogió el trabajo que tenía yo en la mano, lo miró y dijo que estaba muy bien. Después me cogió una mano. -Bien -dijo-. Esta niña puede llegar a ser una dama; nadie puede decir lo contrario. Tiene unas manos muy finas y deli¬cadas. Esto me gustó mucho, pueden estar ustedes seguros. Pero la señora alcaldesa no se detuvo aquí, sino que, después de devol¬verme mi labor, se metió la mano en el bolsillo, me dio un chelín y me recomendó que pusiera gran cuidado en mi trabajo y apren¬diera a hacerlo muy bien, y que, a su juicio, podía darse el caso de que yo llegara a ser una dama. Pues bien, en aquella época, mi buena y anciana nodriza, la señora alcaldesa y todos los demás no me comprendían en abso¬luto, porque para ellos la palabra dama significaba una cosa com¬pletamente distinta de lo que yo quería decir; porque lo que yo quería decir cuando hablaba de ser una dama, es que aspiraba a ser capaz de trabajar por mi cuenta y ganar lo suficiente para huir del peligro de ir a servir y lo demás; en cambio, ellos pensaban en una vida de grandezas y de lujos, en una posición elevada y no sé qué otras cosas. Cuando la alcaldesa se fue, entraron sus dos hijas y pregun¬taron también por la dama y estuvieron un buen rato hablando conmigo, y yo les contesté con mis maneras inocentes, pero siem¬pre que me preguntaban si quería ser una dama, contestaba que sí. Finalmente, una de ellas, me preguntó qué era una dama. Esto me sumió en una gran confusión, pero, finalmente lo ex¬pliqué en sentido negativo; es decir, que era la mujer que no iba a servir, a hacer trabajos caseros. Se mostraron muy amables conmigo y les agradó mi ingenua charla, la que, según parece, les divirtió un poco y también me dieron dinero. El dinero se lo di todo a mi maestra-nodriza, como yo la lla¬maba, y le dije que cuando llegase a ser una dama le daría todo mi dinero al igual que hacía ahora. Por ésta y otras manifesta¬ciones mías, mi anciana tutora empezó a comprender qué era lo que yo quería decir por ser una dama y lo que entendía por este calificativo y que era tan sólo poder ganarme el pan con mi tra¬bajo, y, finalmente, me preguntó si, en efecto, era así. Yo le dije que sí, e insistí mucho en ello, pues hacer esto era ser una dama, porque, añadí, había una mujer que remen¬daba puntillas y planchaba sombreros de señoras y yo quería ser como ella. -Ella -advertí- es una dama y la llaman señora. -¡Pobre niña! -comentó mi buena nodriza-. No cuesta mucho ser una dama como ella porque es una mujer de mala fama y ha tenido dos o tres bastardos. No comprendí nada de esto, pero contesté: -Estoy segura de que la llaman señora y de que no va a servir ni hace trabajos caseros. Y, muy convencida, insistí en que debía de ser una dama y yo quería serlo igual que ella. También de esto se enteraron las señoras, como es lógico, y les hizo mucha gracia y, de vez en cuando, las hijas del alcalde venían a verme. Al llegar, preguntaban dónde estaba aquella pe¬queña dama, lo cual me hacía sentir muy orgullosa de mí misma. Esto duró mucho tiempo. Aquellas señoritas siguieron visitán¬dome y a veces traían a otras. Así llegó a conocérseme en casi toda la ciudad. Tenía entonces diez años y empezaba a apuntar en mí algo de la futura mujer. Era muy seria y humilde, de buenos modales y como había oído decir a las señoritas que era muy bonita y que sería una mujer muy hermosa, pueden estar seguros de que, el oírlo, me hizo sentir un poco orgullosa. No obstante, este or¬gullo no tenía aún malos efectos para mí. Sólo que, como a menu¬do me daban dinero y yo se lo daba a mi institutriz, ella, muy honesta, lo gastaba todo en mí, comprándome sombreros, ropa interior y guantes y cintas y yo iba siempre muy primorosa y lim¬pia, pues esto sí que lo tenía, que aunque llevara andrajos siem¬pre iba limpia, pues cuando estaban sucios yo misma los lavaba. Como digo, mi buena nodriza, cuando me daban dinero, muy honestamente lo gastaba en mí y luego les contaba a las señoras lo que había comprado con su dinero, lo que hacía que le dieran más. Sin embargo, un día fui llamada por los magistrados, según creí, para que me pusiera a servir, pero entonces yo ya me había convertido en una trabajadora tan buena y las señoras eran tan generosas conmigo que era evidente que ya podía mantenerme a mí misma, es decir, que podía ganar lo suficiente para que mi nodriza pudiera mantenerme. Así, pues, les dijo que si se lo per¬mitían, ella se quedaría con la dama, como así me llamaban, para ser su ayudante y enseñar a los niños, cosa que yo era muy capaz de hacer, porque yo era muy aplicada con mi trabajo y tenía buena mano para la aguja, aunque fuese todavía tan joven. Pero la bondad de las señoras de la ciudad no terminó aquí, pues cuando llegaron a enterarse de que ya no me mantenía la asistencia pública, me dieron dinero más a menudo que antes, y a medida que fui haciéndome mayor me proporcionaron trabajo para hacer para ellas, como ropa interior y puntillas para remen¬dar y sombreros para arreglar y no sólo me pagaron por hacerlo sino que me enseñaron cómo podía hacerlo, de manera que en¬tonces sí que fui una dama de verdad en el sentido que yo en¬tendía esta palabra, tal como había deseado serlo. Por aquel entonces, tenía ya doce años y no sólo me pagaba mis vestidos y daba dinero a mi nodriza para mi manutención, sino que también tenía dinero para mí. Las señoras también me daban a veces vestidos suyos o de sus niñas y medias y enaguas y todo ello mi nodriza me lo adminis¬traba tal como lo haría una verdadera madre, me lo cuidaba y me obligaba a remendar las prendas, volverlas y arreglarlas de la mejor manera posible, porque era una magnífica ama de casa. Finalmente, una de las señoras se prendó tanto de mí que quiso que fuera a vivir en su casa un mes, según dijo, para que estuviese con sus hijas. Ahora bien, como mi buena anciana le dijo que, aunque esto era muy bondadoso de su parte, a menos que decidiera quedarse conmigo para siempre, me haría más mal que bien. -Bien -dijo la señora-, esto es verdad. Por tanto, me la llevaré a casa una semana a fin de poder ver cómo mis hijas y ella congenian, y si me gusta su carácter ya le diré lo que sea. Entretanto, si alguien viene a verla como acostumbran, puede usted decirles simplemente que está en mi casa. Así se hizo prudentemente y yo fui a casa de la señora, y tan bien me encontraba allí con las señoritas y ellas estaban tan en¬cantadas conmigo, que me costó mucho trabajo dejarlas y, asi¬mismo, ellas se mostraron muy poco dispuestas a separarse de mí. No obstante, me fui y viví casi un año más con mi honrada nodriza y entonces empecé ya a ser una gran ayuda para ella porque ya tenía casi catorce años, era alta para mi edad y parecía una mujercita. Pero le había cogido gusto a la vida elegante de la casa de la señora y ya no me encontraba tan bien como antes en mi antiguo alojamiento y pensaba que era en verdad estu¬pendo ser una dama de verdad, porque ahora tenía ya una noción completamente distinta de antes de lo que era una dama, y como pensaba, tal como he dicho, que era estupendo ser una dama, por esto me gustaba estar entre damas y, por tanto, deseaba volver a vivir allí. Cuando tenía catorce años y tres meses, mi buena nodriza, a la que mejor debiera llamar madre, cayó enferma y murió. En¬tonces me encontré en una situación verdaderamente triste, por¬ que de la misma manera que no se necesita mucho para poner fin a la familia de una persona cuando el cuerpo de un padre o una madre ha sido llevado a la sepultura, también una vez ente¬rrada la pobre mujer los bedeles se llevaron inmediatamente a los chicos de la parroquia, la escuela fue cerrada y los que asistían a ella no pudieron hacer otra cosa que quedarse en sus casas hasta que los mandaran a otra parte. El resto, su hija, una mujer casada con seis o siete chiquillos, vino e inmediatamente se lo llevó todo y, al llevárselo, no tuvieron ninguna atención conmigo. Se limitaron a burlarse de mí y a decir que la pequeña dama podía arreglárselas ella misma, si así lo deseaba. Yo estaba terriblemente asustada y sin saber qué hacer, porque se me echaba de mi casa a la inmensidad del mundo y, lo que era aún peor, la honrada anciana tenía en su poder veintidós che¬lines míos, que eran todo el capital que la pequeña dama tenía en el mundo, y cuando se los pedí a la hija, se enfadó conmigo y me dijo que ella no tenía nada que ver con aquello. La verdad es que la buena mujer le había dicho a su hija que aquel dinero era de la niña y me había llamado una o dos veces para dármelo; pero, desgraciadamente, yo estaba fuera de la casa y cuando volví ella no estaba ya en situación de poder ha¬blar. No obstante, la hija fue después honrada y me los dio, pero al principio me trató muy cruelmente. Entonces fui en realidad una pobre dama y fue precisamente aquella misma noche en que iban a echarme a la calle, porque la hija se llevó todo el ajuar y yo no tenía un cobijo donde ir ni un trozo de pan que comer. Pero parece que alguno de los vecinos, que se enteraron de lo que pasaba, sintió tanta compa¬sión de mí que avisaron a la señora en cuya compañía había es-tado yo una semana, como he dicho antes, y ella mandó inmedia¬tamente a su camarera a buscarme y dos de sus hijas vinieron con la camarera sin haber sido mandadas. Me 'fui, pues, con ellas, con todos mis objetos y con el corazón alegre como pueden pen¬sar. El miedo de mi situación me había causado tanta impresión que ya no quería ser una dama, sino que estaba dispuesta a ser una sirvienta y, además, cualquier clase de sirvienta que los de¬más creyeran conveniente. Pero mi nueva señora, de una generosidad que superaba en mucho a la buena mujer con quien había estado antes, la supe¬raba en todo e incluso en cuestión de dinero. Bueno, en todo excepto en honradez. Y digo esto, porque aunque mi nueva se¬ñora era completamente justa, no debo nunca dejar de consignar en toda ocasión que la primera, aunque pobre, era tan completamente honrada como pueda ser posible que lo sea cualquiera. Acababa de ser acogida, como he dicho, por aquella buena dama, cuando la primera señora, es decir, la alcaldesa, mandó a dos de sus hijas para que cuidaran de mí, y otra familia que me había conocido cuando yo era la pequeña dama, también man¬dó a por mí, después de la otra, de manera que estaba muy soli¬citada, como pueden ver, y, además se mostraron muy disgus¬tadas, sobre todo la señora alcaldesa, de que su amiga se hubiese quedado conmigo, porque, según decía, yo era suya por derecho, ya que ella había sido la primera que se había preocupado algo de mí. Pero los que me tenían, no quisieron separarse de mí, y en cuanto a mí, aunque hubiese estado muy bien tratada con cualquiera de las otras, no podía estar mejor de lo que estaba. Allí seguí hasta que estuve entre los diecisiete y dieciocho años y tuve la oportunidad que pueden imaginarse de poder edu¬carme. La señora tenía maestros en casa para que enseñaran a sus hijas a bailar y a hablar francés y a escribir y otros para ense¬ñarles música, y como yo estaba siempre con ellas, aprendí tan rápidamente como ellas; y aunque los maestros no eran para mí, aprendí por imitación y preguntando todo lo que ellas apren¬dieron por enseñanza directa. Así aprendí a bailar y a hablar francés tan pronto como ellas y a cantar mucho mejor, porque yo tenía mejor voz que ellas. No pude llegar a tocar el clavicordio y la espineta tan bien, porque yo no tenía un instrumento mío para practicar y sólo podía usar el de ellas en los intervalos en que quedaba libre, lo cual no era nunca seguro. No obstante, aprendí a hacerlo bastante bien y, finalmente, las señoritas tuvie¬ron dos instrumentos, es decir, un clavicordio y una espineta, y ellas mismas me enseñaron. En cuanto a danza, era casi inevitable que me ayudaran a aprender las danzas rurales, porque me necesitaban siempre para ser su pareja y, por otra parte, estaban tan dispuestas a enseñar¬me todo cuanto ellas habían aprendido como yo a aprenderlo. De esta forma, como digo, tuve toda la ventaja de la educación que sólo podría haber conseguido de haber tenido tan buena cuna como aquellas jóvenes con las que vivía; y, en algunas cosas, les llevaba ventaja, aunque ellas eran mis superiores, pero eran unos dones de la naturaleza, que toda su fortuna no podía darles. En primer lugar, yo era de apariencia mucho más her¬mosa que cualquiera de ellas; segundo, yo estaba mejor formada, y tercero, cantaba mejor, o sea que tenía mejor voz. Y con esto no expreso el concepto en que me tenía yo misma, sino la opi¬nión de todos los que conocían a la familia. Junto con todo esto, tenía la vanidad común de mi sexo, es decir, que estando considerada como muy bonita o, si ustedes quieren, como una gran belleza, yo lo sabía muy bien y tenía de mí misma una opinión tan buena como pudiera tenerla cual¬quiera. Me gustaba especialmente oír hablar de mí, lo que me ocurría no pocas veces y era una gran satisfacción para mí. Hasta este momento, la historia de mi vida resulta muy suave y en esta parte de la misma no sólo tenía yo la reputación que da vivir con una familia muy buena, una familia notable y respe¬tada por todos por su virtud, por su sobriedad y por todo cuanto tiene valor, sino que tenía también el prestigio de una jovencita muy cuerda, modesta y virtuosa y así había sido siempre. No había tenido nunca ocasión de pensar en nada que no fuera así ni de saber lo que representaba la tentación del mal. Pero aquello de lo que me sentía yo más vanidosa, fue preci¬samente mi perdición o, mejor dicho, mi vanidad fue la causa de que me perdiera. La señora de la casa donde yo estaba tenía dos hijos, jóvenes caballeros que prometían mucho y de un com¬portamiento extraordinario, y fue mi infortunio estar bien con los dos, pues ellos se comportaron conmigo de una manera muy distinta. El mayor, un caballero alegre que conocía la ciudad tan bien como el campo y aunque tenía la veleidad suficiente para hacer cualquier cosa de mal estilo, tenía demasiado juicio para pagar sus placeres demasiado caros, me tendió la trampa que hace caer a todas las mujeres, es decir, aprovechó todas las ocasiones para decir que yo era muy bonita, muy agradable, de muy buen porte y otras cosas por el estilo. Y esto lo hizo tan sutilmente, como si hubiese sabido la forma de coger a una mujer en su red igual que si se tratase de una de las perdices que cogía cuando iba de caza, porque se las arreglaba de modo que hablaba con sus hermanas cuando, aunque yo no estuviese allí, él sabía que yo lo estaba oyendo. Sus hermanas le decían quedamente: -¡Callad, hermano, que va a oíros! Ella está ahí, en la habi¬tación de al lado. Entonces él bajaba la voz y hablaba más quedamente, como si pensara entonces que yo no podía oírlo, pero luego, como si ya se hubiese olvidado de ello, hablaba de nuevo en voz alta y yo, que tanto me gustaba oírlo, no hacía más que -- buscar ocasio¬nes de escucharle. Después de haber cebado así el anzuelo y haber encontrado tan fácilmente el sistema de hacerse a cada momento el encontradizo conmigo, empezó otro juego más audaz. Ún día, entró en la habi¬tación de su hermana cuando yo estaba allí, ayudándola a coser un vestido y me saludó con un aire muy alegre. -¡Oh, misss Betty! -me dijo él-. ¿Cómo estáis, miss Betty? ¿No os arden las mejillas, miss Betty? Yo le hice una reverencia y me ruboricé, pero no contesté nada. -¿Qué es lo que os hace hablar así, hermano? -Bueno -dijo él-. Es que hemos estado media hora ha¬blando de ella. -Bien -repuso su hermana-. Nada malo podéis decir, de ello estoy segura, de manera que no tiene importancia lo que hayáis estado hablando.. -No erijo él-, nada de hablar mal de ella, sino que, por el contrario, hemos estado hablando mucho y bueno. Puedo aseguraros que se han dicho muchas cosas bonitas de miss Betty y especialmente que es la jovencita más hermosa de Colchester y que en la-ciudad se empieza ya a brindar por su salud. -Me sorprendéis, hermano -dijo la hermana-. Betty sólo necesita una cosa, pero es como si lo necesitase todo, porque las cosas están ahora contra nuestro sexo; y si una joven tiene belle¬za, nacimiento, educación, ingenio, sentido, modales, modestia y todo ello en forma extremada, pero no tiene dinero, no es na¬die y es igual que si lo necesitara todo, porque el dinero es lo único que recomienda ahora a una mujer. Los hombres tienen todo el juego en su mano. El hermano menor, que también andaba por allí, exclamó: -¡Alto, hermana! Vais demasiado de prisa. Yo soy una ex¬cepción de vuestra regla, os lo aseguro. Si un día encuentro una mujer tan llena de perfecciones como decís, os aseguro que no me preocuparé del dinero. -¡Oh! erijo la hermana-. Pero entonces pondréis gran cuidado en que no os agrade una sin dinero. -Esto es lo que no sabéis erijo el hermano. -Pero, hermana -dijo el mayor-. ¿Por qué os quejáis tanto de los hombres que van en busca de una fortuna? No sois vos de las que les falte fortuna, aunque puedan faltaros otras cosas. -Os comprendo, hermano -replicó con viveza la señorita-. Suponéis que tengo el dinero y que lo que necesito es la belleza, pero tal como están los tiempos, el primero servirá perfectamen¬ te sin la segunda, de manera que tendré el mejor de mis vecinos. -Bueno -dijo el hermano menor-, pero nuestros vecinos, como los llamáis, pueden también fastidiaros, pues muchas veces, a pesar del dinero, la belleza puede robar un marido y cuando acontece que la doncella es más guapa que la señora, muchas veces hace tan buen negocio como ella y va en coche antes que ella. Pensé que ya era hora de que yo me retirara y les dejara y así lo hice, pero no fui tan lejos como para dejar de oír todo cuanto dijeron y, entre ello, muchas cosas bonitas para mí, que sirvieron para halagar mi vanidad; pero, como pronto descubri¬ría, no era el mejor camino para aumentar la consideración de la familia, porque la hermana y el hermano pequeño tuvieron una gran discusión, y como él dijo algunas cosas desagradables para ella con respecto a mí, por su conducta posterior conmigo pude darme cuenta de que se resentía de ellas, lo que, en verdad, era injusto porque yo nunca había pensado en nada de lo que ella sospechaba de su hermano menor. En realidad, el hermano ma¬yor, con su estilo distante y remoto, había dicho muchas más cosas, así como en broma, pero que yo era lo suficiente tonta para creer que eran de veras o hacerme la ilusión de unas espe¬ranzas que hubiese debido suponer que no se realizarían nunca y que quizás él no había pensado jamás. Sucedió un día que tal como él acostumbraba hacer bajó co¬rriendo las escaleras hacia la habitación donde sus hermanas so¬lían sentarse a trabajar, y como empezó a llamarlas antes de en¬trar en la habitación, cosa que también acostumbraba hacer, y yo estaba sola en la habitación, me dirigí a la puerta y dije: -Señor, las señoras no están aquí. Han bajado al jardín. Cuando me adelanté para decirlo, él llegaba precisamente a la puerta y me cogió en sus brazos como si fuera por casualidad: -¡Oh, miss Betty! -me dijo-. ¿Estáis aquí? Esto es aún mejor. Quiero hablar con vos más bien que con ellas. Y sin soltarme, me besó tres o cuatro veces. Me debatí una y otra vez para huir, pero él me tenía cogida muy fuerte y aún volvió a besarme hasta que casi no pudo respi¬rar y entonces se sentó y me dijo: -Querida Betty, estoy enamorado de vos. Debo confesar que sus palabras me encendieron la sangre. Sentí que mi corazón se agitaba y me llené de confusión, lo que seguramente se debía reflejar muy bien en mi cara. Repitió luego varias veces que estaba enamorado de mí y mi corazón dijo, como si fuera con palabras, que me gustaba oírlo. Cuando dijo: «Estoy enamorado de vos», mi rubor contestó claramente: « ¡Quisiera que lo estuvieseis, señor! » Sin embargo, aquella vez no pasó nada. Sólo fue una sorpresa y, cuando él se marchó, en seguida me recobré. El se habría que¬dado más tiempo conmigo, pero se le ocurrió mirar por la ventana y vio que sus hermanas venían por el jardín. Entonces se des¬pidió, me besó otra vez, me dijo que era una cosa muy seria y que ya oiría hablar otra vez de él muy pronto, y así se fue, dejándome muy contenta, aunque sorprendida. Si no hubiese habido algo desgraciado en el asunto, yo habría estado acertada, pero mi error estaba en esto, que yo me tomaba aquello en serio y el caballero no. Desde aquel momento, en mi cabeza comenzaron a agitarse ideas extrañas y puedo decir en verdad que yo no era la misma. Tener un caballero como aquél, que me dijese que estaba ena¬morado de mí y que yo era una criatura encantadora, eran cosas que no sabía cómo soportar y mi vanidad se elevó hasta el último grado. Es verdad que tenía la cabeza llena de orgullo, pero como no sabía nada de la maldad de la gente, no sentía temor alguno por mi seguridad ni por mi virtud. Si mi dueño hubiese querido aprovecharse de mi ignorancia podría haberlo hecho tomándose cualquier libertad que hubiese creído conveniente, pero no se dio cuenta de la ventaja que tenía, lo que fue una suerte para mí en aquel momento. Después del primer ataque, no pasó mucho tiempo sin que en¬contrara una oportunidad de cogerme de nuevo y casi en igual situación. En realidad, había poco de casualidad por parte de él, pero sí de la mía. Las señoritas se habían marchado de visita con su madre; su hermano estaba fuera de la ciudad, y en cuanto a su padre estaba en Londres desde hacía una semana. Me había estado vigilando con tanta atención que sabía dónde me encontra¬ba, cuando yo ni siquiera sabía que él estaba en casa. Subió rápida¬mente la escalera y al ver que yo estaba trabajando, entró directa¬mente en la habitación y empezó a hacer lo mismo que la vez anterior. Me cogió entre sus brazos y estuvo besándome por lo menos un cuarto de hora seguido. La habitación donde yo estaba, era la de la hermana pequeña, y como en la casa no había más que las sirvientas, que estaban en el piso de abajo, él se mostró más atrevido, más rudo. En de¬finitiva, que empezó a meterse seriamente conmigo, pues tal vez me encontró algo fácil, porque Dios es testigo de que no le opuse ninguna resistencia mientras me tuvo en brazos y me besaba. Bueno, la verdad es que yo estaba demasiado encantada para ha¬cerle mucha resistencia. No obstante, como llegásemos a estar cansados los dos de esta clase de juego nos sentamos, y él me habló mucho rato. Me dijo que estaba encantado conmigo y que no podía descansar ni de día ni de noche hasta que me hubo dicho cuánto me amaba y que si yo era capaz de amarle y lo hacía feliz sería su salvación y muchas otras cosas bonitas. Yo le dije muy pocas cosas, pero fácilmente se dio cuenta que era una tonta y que yo no compren¬día en absoluto lo que pretendía de mí. Después se puso a pasearse por la habitación y cogiéndome de la mano me hizo pasearme con él; y poco a poco fue cogiendo ventaja hasta que me echó encima de la cama y allí me besó con mucha violencia. Sin embargo, debo decir que no empleó ninguna violencia conmigo, sólo me besó mucho. Después de esto, le pa¬reció que oía a alguien que subía por la escalera, saltó de la cama, me hizo levantarme haciéndome grandes manifestaciones de amor, pero me dijo que era un afecto honesto y que no quería causarme daño alguno. Seguidamente me puso cinco guineas en la mano y se fue escalera abajo. Yo estaba más confundida por el dinero que antes lo había estado por el amor y empecé a sentirme tan elevada que escasa¬mente me daba cuenta del terreno en que pisaba. Estoy muy inte¬resada en esta parte de mi historia, porque si llega a ser leída por alguna joven inocente podría aprender a guardarse del mal que le puede acarrear un conocimiento prematuro de su propia belleza. Si una joven llega a creer que es hermosa no dudará nunca de la sinceridad del hombre que le diga que está enamorado de ella. Si se cree lo suficiente encantadora para cautivar al hom¬bre, es lógico que acepte buenamente los efectos de su creencia. Aquel joven, había encandilado su inclinación al mismo tiempo que mi vanidad y como debió darse cuenta de que había tenido una oportunidad y no la había aprovechado, debió de arrepen¬tirse, pues volvió al cabo de media hora más o menos y se puso a intentar convencerme, como antes, sólo que con menos pala¬bras. Para empezar, cuando entró en la habitación, se volvió y cerró la puerta. -Miss Betty -me dijo-, antes me pareció que alguien su¬bía la escalera, pero no era así. No obstante, si me encuentran en esta habitación con vos, no me encontrarán besándoos. Le dije que no sabía quién podía subir por la escalera porque creía que no había nadie más en la casa que la cocinera y la otra doncella y nunca subían por allí. -Bien, querida -dijo-. Pero, de todas maneras, es mejor asegurarse. Se sentó y empezó a hablar. Y ahora, aunque seguía encandi¬lada desde su primera visita y hablé muy poco, él se portó como si pusiera palabras en mi boca diciéndome que me amaba apasio¬nadamente y que, si bien no podía hablar de ello hasta que lle¬gase a entrar en posesión de la hacienda, estaba resuelto a hacer¬me feliz entonces y serlo también él. Me dijo que quería casarse conmigo y muchas otras cosas bonitas por este estilo, de las que yo, pobre tonta, no comprendía la verdadera finalidad, pero me porté como si no hubiese otra clase de amor que el que lleva al matrimonio. Al hablar él de matrimonio, yo no encontraba lugar ni me sentía con fuerzas para decir que no, pero aún no habíamos llegado hasta este punto. Llevábamos un buen rato sentados cuando de pronto se levan¬tó y dejándome casi sin respiración con sus besos, me echó de nuevo sobre la cama, pero como entonces estábamos los dos muy encandilados, llegó más lejos de lo que la decencia me permite contar. Yo no podía negarle nada en aquel momento, aunque hu¬biese tomado mucho más de lo que ofrecía. No obstante, aunque se tomó muchas libertades conmigo, no llegó a lo que se ha dado en llamar el último favor. Debo hacerle justicia diciendo que ni siquiera lo intentó. De esta propia renun¬ciación hizo un argumento para sus libertades, en otras ocasiones después de ésta. Cuando esto hubo terminado, se quedó muy poco rato, pero puso en mi mano casi un puñado de oro y me dejó haciendo mil protestas de su pasión por mí y de que me amaba por encima de todas las demás mujeres del mundo. No encontrarán ustedes extraño que ahora empezara yo a pen¬sar, pero mis reflexiones eran, ¡ay! muy poco sólidas. Tenía yo una cantidad casi ilimitada de vanidad y de orgullo y muy poca cantidad de virtud. Es cierto que, a veces, me pregunté a mí misma qué era lo que mi señor pretendía, pero no pensé en nada más que en las bellas palabras y en el oro. Si quería casarse conmigo o no, no me parecía un asunto de gran importancia, ni tampoco mis pensamientos llegaron a suge¬rirme la necesidad de intentar algún arreglo para mí hasta que él vino a hacerme una especie de proposición formal, como verán más adelante. Así, pues, de esta forma inconsciente, me entregué a la posi¬bilidad de arruinar mi vida, sin el más pequeño cuidado. Debo ser un ejemplo para todas aquellas jovencitas que dejan preva¬lecer su vanidad sobre su virtud. No hubo nunca nada más estú¬pido por ambas partes. Si yo me hubiera portado como debía y hubiese resistido como requieren la virtud y el honor, el caba¬llero habría desistido de sus ataques al ver que no tenía ninguna posibilidad de lograr su deseo o me habría hecho proposiciones de matrimonio serias y formales, en cuyo caso el que le hubiese reprochado algo no habría podido reprocharme nada. En defi¬nitiva, si me hubiera conocido y hubiese visto lo fácil que era conseguir el fin que se había propuesto, no habría tenido que romperse tanto la cabeza, sino sólo darme cuatro o cinco gui¬neas y se habría acostado conmigo la vez siguiente que hubiese venido. Y si yo hubiera sabido sus designios y lo difícil que pensaba él que era ganarme, podría haber hecho un trato con él; y si no hubiese capitulado por un casamiento inmediato, podría haberlo hecho por una manutención hasta el casamiento y podría haber tenido lo que hubiese querido. El era ya excesivamente rico, además de lo que tenía aún que heredar, pero yo había abandonado toda clase de pensamientos como éste y sólo me dejaba llevar por el orgullo de mi belleza y de ser amada por tal caballero. En cuanto al oro, me pasaba horas enteras mirándolo. Contaba las guineas una y otra vez cada día. Nunca una pobre criatura vanidosa estuvo más envuelta por todos lados como lo es-taba yo sin considerar lo que me esperaba y que tenía la ruina en mi puerta. En realidad, creo que deseaba aquella ruina, pues no hacía nada por evitarla. Entretanto, yo tenía la suficiente astucia para no dar lugar a la menor sospecha por parte de la familia ni que pudieran ima¬ginar que tenía el menor trato con el joven caballero. Casi nunca lo miraba en público y solamente le contestaba cuando me habla¬ba en presencia de alguien. A pesar de esto, de vez en cuando teníamos alguna pequeña entrevista, en la que no teníamos tiem¬po más que para cambiar una palabra o dos, y alguna vez, un beso, pero no encontrábamos nunca una oportunidad para lo ma¬lo que queríamos hacer, considerando especialmente que él ha¬cía más circunloquios de lo que precisaba. No conocía mi pensa¬miento y como la cosa le parecía difícil, en realidad en difícil la convertía. Pero como el diablo es un tentador infatigable nunca deja de encontrar una oportunidad para el mal que incita a cometer. Úna tarde, él estaba en el jardín con sus dos hermanas menores cuando encontró manera de deslizarme una nota en la mano en la ,que me decía que el día siguiente me pediría públicamente que fuera a hacerle un recado en la ciudad para él y que luego nos veríamos en alguna parte. Así, pues, después de la comida, estando allí sus hermanas, me dijo con toda seriedad: -Miss Betty, he de pediros un favor. -¿Qué es? -preguntó su hermana menor.. -Bueno, hermana -repuso él gravemente-. Si no podéis prescindir de miss Betty hoy será lo mismo cualquier otro día. Desde luego, podían prescindir de mí sin ningún inconvenien¬te y la hermana se excusó por haber preguntado de qué se tra¬taba. El lo había hecho simplemente por rutina y sin darle nin¬guna importancia. -Pero, bueno, hermano -dijo la hermana mayor-. Tenéis que decirle a Betty de qué se trata. Si es algún asunto privado que no debemos oír, podéis llamarla fuera. Allí está. -Pero, hermana -dijo el caballero con toda seriedad-, ¿qué queréis decir? Sólo deseo que vaya a la calle Mayor a una tienda (y sacó su cuello postizo). Contó entonces una larga historia de dos preciosas corbatas por las que había ofrecido dinero y quería que yo fuera y le hiciera el favor de comprarle una corbata para el cuello que mostraba para ver si aceptaban mi dinero por las corbatas, ofre¬cer un chelín más y regatear con ellos. Después me dio unos re¬cados más y siguió así con varias pequeñas cosas que hacer, para dar ocasión a que pudiese estar mucho rato fuera. Cuando me hubo explicado todos los encargos, les contó una larga historia de una visita que iba a hacer aquella tarde a una familia que todos conocían y donde encontraría a algunos amigos y que todos estarían contentos de verse y muy formalmente pidió a sus hermanas que fueran con él. Ellas se excusaron a causa de las visitas que iban a recibir aquella tarde. Esto también lo había tramado él. Acababa de hablarles y de darme a mí los recados cuando su criado se le acercó para decirle que el coche de sir W... H... acababa de detenerse a la puerta. Corrió abajo y volvió a subir inmediatamente: -¡Vaya! -exclamó-. Todo mi gozo se ha estropeado de una vez. Sir W... acaba de mandarme su coche y desea hablar conmigo de un asunto serio. Parece que sir W... era un caballero que vivía a unas tres mi¬llas fuera de la ciudad, a quien él había hablado ex profeso el día anterior para que le prestara su coche para un asunto particular, diciéndole que viniera a buscarle alrededor de las tres. Y el caba¬llero lo hizo así. Mi señor pidió inmediatamente su mejor peluca, su sombrero y su espada y dio orden a su criado de ir a la otra casa y presentar sus excusas, lo que era simplemente un pretexto para mandar a su criado fuera, y se preparó para subir al coche. En el momento de marcharse, se paró y me habló con mucho interés de sus reca¬dos, encontrando oportunidad de decirme en voz baja: «Sal pronto, querida, tan pronto como puedas hacerlo.» Yo no dije nada, limitándome a hacerle una reverencia, la misma que le habría hecho por sus palabras en voz alta. Al cabo de un cuarto de hora, yo también salí. No me cambié el vestido que llevaba, pero llevaba en el bolsillo una capucha, un antifaz, un abanico y un par de guantes de manera que no pudiera haber la menor sospecha. El me esperaba en el coche en una callejuela de de¬trás de la casa por la que sabía que yo tenía que pasar y había indicado al cochero a dónde debía dirigirse, que era un lugar llamado «Mile End», donde vivía un amigo suyo. Entramos y vi que allí había todo lo conveniente para ser lo malos que quisié¬ramos. Cuando estuvimos solos empezó a hablarme muy gravemente y a decirme que no me llevaba allí para traicionarme; que su pasión por mí, no le permitiría abusar de mí; que había decidido casarse conmigo tan pronto entrase en posesión de la hacienda y que, entretanto, si yo accedía a quererle, me mantendría muy honorablemente. Hizo mil protestas de su sinceridad y de su afecto por mí y aseguró que nunca me abandonaría y, si puedo decirlo, perdió el tiempo en mil preámbulos más de los que nece¬sitaba hacer. No obstante, como me apremiaba a que le contestara le dije que no tenía motivo para dudar de la sinceridad de su amor después de tantas protestas, pero... Al llegar aquí me callé, como si quisiera que él adivinara el resto. -Pero, ¿qué?, querida mía -dijo él-. Ya me imagino qué es lo que quieres decir: «¿Qué pasará si tengo un niño?» ¿No es esto? Pues bien, cuidaré de ti y te proveeré en todo y al niño también. Y para que veas que hablo en serio, aquí tienes esto en prenda. Y sacó una bolsa de seda con cien guineas y me la dio. -Y te daré una igual cada año -dijo- hasta que nos case¬mos. Mi cara cambiaba continuamente de color a la vista de la bol¬sa y también con el fuego de su proposición, de manera que no podía articular palabra y él se daba perfecta cuenta de ello. Me puso la bolsa en el seno y yo no sólo no ofrecí ninguna resisten¬cia sino que le dejé hacer todo lo que quiso y cuantas veces quiso. Así labré de una vez mi ruina, porque, desde aquel día, habiendo perdido mi virtud y mi modestia, ya no me quedaba nada que pudiera recomendarme a la bendición de Dios o a la ayuda de los hombres. Pero las cosas no terminaron aquí. Volví a la ciudad, hice los recados que me había encargado en presencia de sus hermanas y estaba de regreso a casa antes de que nadie pudiera pensar que tardaba mucho. Mi caballero no volvió hasta muy tarde por la noche, como me dijo que iba a hacer. Así es que no hubo la menor sospecha de lo que había ocurrido. Después de aquel día tuvimos frecuentes oportunidades de repetir nuestro pecado, principalmente por combinaciones de él, especialmente en casa, cuando su madre y las señoritas salían de visita, lo que él vigilaba tanto que nunca se le escapaba. Siempre sabía cuándo iban a salir y nunca dejaba de cogerme sola y con toda seguridad. Así bebimos la copa de nuestros pla¬ceres durante casi medio año, y con gran satisfacción por mi parte, sin que se anunciara el temido niño. Pero antes de que este medio año acabara de transcurrir, el hermano menor, del cual he hecho mención al principio de este relato, también empezó a insinuarse y una tarde que me encon¬tró sola en el jardín inició una historia de la misma clase, asegu¬rándome que estaba enamorado de mí y, en suma, me propuso leal y honorablemente casarse conmigo, y esto antes de hacerme ninguna oferta de otra índole. Me quedé confundida ante un dilema muy complicado, por lo menos, para mí. Resistí obstinadamente a la proposición y empleé para ello toda clase de argumentos. Le hice ver la desi¬gualdad de la unión, la forma como sería tratada por su familia, la ingratitud, que significaría mi conducta a los ojos de su padre y su madre, que me habían acogido en su casa de una manera tan generosa y cuando yo estaba en condiciones tan bajas y, en suma, le dije todo lo que pude imaginar para disuadirlo de su designio, excepto decirle la verdad, lo que ciertamente habría puesto fin a la cosa, pero que no podía de ningún modo mencionar. Entonces sucedió algo que yo no esperaba en verdad y que me puso en un gran apuro. Aquel joven caballero, que era un hom¬bre serio y honesto, no pretendía nada de mí que no lo fuese también, y procediendo como le aconsejaba su propia inocencia no fue nada cuidadoso en hacer que su inclinación hacia miss Betty fuera un secreto para la casa como lo era la de su hermano. Y aunque no explicó a sus familiares que me había hablado de ello les dijo, sin embargo, lo suficiente para que sus hermanas pudie¬ran darse cuenta de que me amaba. También lo vio la madre y aunque no me dijo nada, le habló a él, y yo me di cuenta inme-diatamente de que la actitud de ellas hacia mí había cambiado. Vi la nube, aunque no pude prever la tempestad. Me fue fácil, como digo, darme cuenta de que la actitud de las mujeres de la casa conmigo había cambiado y empeorado de día en día, hasta que, por mediación de la servidumbre, me enteré de que, dentro de poco, sería invitada a marcharme. De momento no me sentí alarmada. Tenía la plena seguridad de que había quien proveería ampliamente por mí y consideraba por otra parte que tenía motivos para creer que no tardaría en esperar un niño y entonces me vería obligada a marcharme sin pretexto alguno. Algún tiempo después el caballero más joven tuvo oportuni¬dad de decirme que la inclinación que sentía por mí había llega¬do a conocimiento de la familia. Dijo que no me culpaba porque sabía perfectamente cómo se había sabido. Su manera clara de hablar había sido la causa, y que no había hecho un secreto de su afecto por mí, como hubiera debido hacer, y la razón de ello era que había llegado aun punto en que si yo lo aceptaba, les diría a todos abiertamente que quería casarse conmigo; que era verdad que su padre y su madre se resentirían de ello y no nos tratarían bien, pero que él ya estaba en condiciones de poder vivir y podría mantenerme tan dignamente como yo podía espe¬rar, y que, en definitiva, como no creía que yo me avergonzara de él, estaba decidido a no avergonzarse tampoco de mí y no tenía reparo alguno en honrar en aquel momento a la que pen¬saba honrar después haciéndola su esposa, de manera que sólo tenía que darle mi mano y él respondía de todo lo demás. Verdaderamente me encontraba en una situación terrible y me arrepentía con todo mi corazón de mis intimidades con el hermano mayor, no por un reflejo de mi conciencia, sino en con¬sideración de la felicidad de que podría haber disfrutado y que yo misma había hecho ahora imposible. Como ya he dicho, no tenía grandes escrúpulos de conciencia, pero aun así no podía pensar en ser una esposa para un hermano y una prostituta para el otro. Pero entonces me vino a la memoria que el primer hermano había prometido hacerme su esposa cuando heredara las propie¬dades, y volví a pensar lo que varias veces había pensado, que no me había dicho una palabra más de hacerme su esposa, desde que me había hecho su amante. Esto, hasta aquel momento y aunque había pensado varias veces en ello, como digo antes, no me había causado perturbación alguna, ya que no daba la menor muestra de haber disminuido su afecto, como tampoco había < disminuido su asignación, aunque él mismo había tenido la dis¬creción de indicarme que no gastara ni un solo céntimo en vesti¬dos o en cualquier demostración extraordinaria, porque nece¬sariamente habría de causar extrañeza en la familia, ya que todos sabían que no podía hacer grandes dispendios con mis ingresos corrientes. Pensarían que tendrían que ser debidos a alguna amis¬tad particular, lo que inmediatamente les habría hecho sospe¬char. La verdad es que me encontraba en un gran aprieto y real¬mente no sabía qué hacer. La dificultad principal estribaba en esto: que el hermano pequeño no sólo me había puesto en estre¬cho asedio, sino que lo hacía en una forma que todos lo notaban. El solía entrar en la habitación de su madre o en la de sus her¬manas, sentarse y hablar mil cosas de mí y dirigiéndose a mí ante sus propios ojos y cuando estaban todos allí. Esto se hizo tan evidente que toda la casa hablaba de ello y su madre le re¬convino un día. La actitud de la familia hacia mí cambió com¬pletamente y la madre me hizo algunas indicaciones como si tuviera intención de separarme de la familia, es decir, en inglés claro, echarme a la calle. Desde luego, yo estaba segura de que todo esto no podía ser un secreto para su hermano, sólo espe¬raba que no llegara a pensar, como en realidad nadie pensaba, que el hermano menor me había hecho alguna proposición. Pero como era fácil comprender que la cosa llegaría más lejos, vi tam¬bién que era de absoluta necesidad que yo hablara con él o que fuera él quien me hablara a mí; no sabía qué sería lo mejor, es decir, si yo debía hablar primero o si debía esperar que me ha¬blara él. Después de una detenida consideración, porque ya empezaba a considerar las cosas muy seriamente, después de pensarlo dete¬nidamente, como digo, resolví hablarle yo primero. No tardó mucho en presentarse la ocasión de hacerlo, porque el día si¬guiente su hermano fue a Londres por algún negocio y la familia estuvo fuera de la casa, de visita, y él, como ya había sucedido antes y sucedía a menudo, vino a pasar una hora o dos conmigo como era su costumbre. Apenas entró y se sentó, vio claramente que mi semblante estaba alterado, que no me portaba con él de la manera alegre y placentera a que lo tenía acostumbrado y que había estado llorando. Cuando se dio cuenta de ello me preguntó con palabras cariñosas qué me había pasado y qué era lo que me atormentaba. Si hubiese podido, habría aplazado la explicación, pero no podía disimular, de manera que después de resistir un rato sus apre¬mios para que le dijera lo que, dentro de lo posible, estaba dis¬puesta a decir, confesé que era verdad que algo me atormentaba y era de una tal naturaleza que no podía ocultárselo y, sin em¬bargo, no sabía tampoco cómo decírselo; que se trataba de algo que no sólo me había sorprendido, sino también conturbado en gran manera, y que no sabía qué camino tomar, a menos que él me aconsejara. Me dijo con gran ternura que fuese lo que fuese no debía dejar que me atormentase porque él me protegería con¬tra el mundo entero. Empecé a hablar veladamente y le dije que temía que las se¬ñoras hubieran tenido alguna información secreta de nuestras relaciones porque era fácil darse cuenta de que su conducta hacia mí había cambiado mucho y habíamos llegado ya a aquel mo¬mento en que frecuentemente me encontraban faltas y muchas veces se apartaban de mí, aunque yo no les había dado nunca el menor motivo. Además, hasta entonces siempre solía dormir con la hermana mayor, y últimamente me habían mandado a dormir sola o con una de las criadas y varias veces había oído que hablaban de mí en una forma nada bondadosa. Lo que acababa de confirmar mis sospechas era que una de las criadas me había asegurado que había oído decir que me iban a echar y que no era bueno para la familia que yo siguiera viviendo en aquella casa. Cuando él oyó esto se sonrió y yo le pregunté cómo podía to¬márselo tan a la ligera cuando necesariamente tenía que saber que si llegaban a descubrir lo nuestro yo quedaría deshonrada para siempre y que incluso a él lo perjudicaría, aunque no lo arruinase como a mí. Le eché en cara que era como todos los de su sexo, que cuando tenían el honor de una mujer en sus manos, muchas veces era para ellos objeto de broma y se lo tomaban como si fuera una bagatela y consideraban la ruina de la infeliz que había satisfecho su deseo como una cosa sin importancia. Al verme así tan seria cambió inmediatamente de tono y me dijo que sentía que yo tuviera aquella opinión de él; que creía no haberme dado nunca el menor motivo para ello, ya que siem¬pre había tenido en tanta estima mi reputación como la suya propia; que estaba seguro de que nuestras relaciones habían sido llevadas con mucha habilidad y que nadie de la familia tenía la más pequeña sospecha de ellas; que si sonrió cuando le expuse mi pensamiento fue por la seguridad que tenía de que nuestras relaciones no eran en absoluto conocidas ni sospechadas, y que cuando me dijera las razones que tenía para estar tranquilo sonreiría como él porque estaba seguro de que me daría una satis¬facción total. -Este es un misterio que no puedo comprender -le dije-. ¿Qué satisfacción puede darme verme arrojada de la casa? Si nuestras relaciones no han sido descubiertas, no sé qué puedo haber hecho yo para cambiar la disposición de toda la familia hacia mí o para que me traten en la forma que lo hacen ahora cuando me trataban antes con tanta ternura como si yo fuera su propia hija. -Bueno, chiquilla dijo-. Desde luego es verdad que es¬tán inquietos con vos, pero no tienen la menor sospecha de lo nuestro tal como es por lo que respecta a vos y a mí. Están tan lejos de sospechar de nosotros que de quien sospechan es de mi hermano Robin. Están convencidos de que os hace el amor. El tonto ha sido él mismo quien se lo ha metido en la cabeza, por¬que les está hablando continuamente de ello y convirtiéndose en algo risible. Creo que hace mal en proceder así; porque no se da cuenta de que los está vejando y hace que dejen de ser buenos con vos, pero es una satisfacción para mí por la seguridad que me da de que no sospechan nada en absoluto, lo que espero será de gran satisfacción para vos. -Y así es -dije-, pero esto no es lo que me atormenta, aunque también estaba preocupada por todo ello. -¿Qué es, pues? -preguntó. Yo me eché a llorar hasta el punto que no podía articular pa¬labra. El hizo todo lo que pudo para tranquilizarme, pero, al final, empezó a presionarme para que le dijera de qué se trataba. Por fin le contesté que me parecía que debía decírselo también y que él tenía derecho a saberlo. Además, necesitaba su consejo, pues estaba en tal perplejidad que ya no sabía qué camino tomar. Así, pues, le conté todo lo que ocurría y le dije lo imprudentemente que había obrado su hermano al mostrar sus intenciones, por¬que si lo hubiera guardado secreto, como debiera haber hecho en un asunto como éste, yo podría haberle rehusado firmemente, sin darle razón alguna del porqué y, con el tiempo, habría ce¬sado en sus solicitudes. Pero había tenido la vanidad de dar por descontado que yo no rehusaría y además se había tomado la libertad de enterar a toda la casa de su resolución de hacerme suya. Le expliqué con qué tesón le había resistido y también le conté sus sinceros y honorables ofrecimientos. -Mi caso es doblemente difícil -concluí-. Si tu familia me quiere mal porque él desea casarse conmigo, aún me querrá peor cuando sepa que lo he rechazado. Entonces dirán que debe de haber algo más en ello y se descubrirá que estoy unida a al¬gún otro, pues de no ser así no rechazaría una unión tan favora¬ble para mí. Estas palabras mías lo sorprendieron en verdad. Me dijo que, en efecto, era una situación difícil la mía y no veía cómo podría salir de ella, pero que lo pensaría y que la próxima vez que nos reuniésemos, me diría qué resolución podíamos tomar. Entre¬tanto, deseaba que no le diera a su hermano ni el consentimiento ni una negativa rotunda sino que lo mantuviese en suspenso algún tiempo. Hice como que me sobresaltaba al oírle decir que no le diera mi consentimiento. Le dije que sabía perfectamente que yo no tenía consentimiento alguno que dar; que él se había compro¬metido a casarse conmigo y que yo me consideraba comprome¬tida con él, puesto que había venido diciéndome que yo era su esposa y yo me tenía completamente por tal, como si la cere¬monia se hubiese efectuado ya, y que era por decisión suya que yo obrara así, pues él había procurado persuadirme de que me considerara esposa suya. -Bueno, querida mía -repuso cuando acabé de hablar-. No os preocupéis por esto ahora. Si no soy vuestro marido, seré para vos tan bueno como pudiera serlo un esposo. No dejéis que estas cosas os atormenten ahora. Dejadme que profundice algo más en este asunto y la próxima vez que nos encontremos podré decirós algo más. Con esto me tranquilizó lo mejor que pudo, pero yo noté que estaba muy pensativo y aunque fue muy amable conmigo y me besó mil veces y más aún, según creo, y me dio dinero, no hizo nada más durante, el tiempo que estuvimos juntos, que fue algo así como dos horas, lo que verdaderamente me extrañó mucho teniendo en cuenta lo que solía hacer y la oportunidad que entonces teníamos. Su hermano no volvió de Londres hasta cin¬co o seis días después y pasaron dos más hasta que tuve una opor¬tunidad de hablar con él particularmente. Aquella tarde me repitió lo que hablaron, en una larga entrevista que tuvimos los dos, lo que, hasta donde puedo recordar, fue poco más o menos como cuento a continuación. El le dijo que había oído rumores extraños que le concernían, relativos a que hacía el amor a miss Betty. «Bien», contestó el hermano enfadado. «Así es, en efecto. Y, ¿qué? ¿Hay alguien que tenga que ver nada con todo esto?» «No -dijo .su hermano-; no os enfadéis, Robin, no pretendo meterme en vuestros asuntos. Pero sé que nuestra madre y nuestras hermanas han estado tratando mal a la pobre chica por esta causa, y lo siento como si me pasara a mí mismo.» -Esperad un momento -añadió su hermano-. ¿Habláis en serio? ¿Queréis realmente a la chica? Ya sabéis que vos po¬déis hablarme con entera libertad. -Pues bien -repuso Robin-. Os hablaré con entera fran¬queza. La quiero de veras por encima de todas las mujeres del mundo y la tendré, digan o hagan los demás lo que quieran. Creo que la chica no me rechazará. Me dolió el corazón al oír esto, porque aunque era lo más racional pensar que yo no lo despreciaría, mi conciencia me de¬cía que debía rechazarlo y que el hacer esto era mi propia ruina, pero sabía que tenía que hablar de una manera distinta, de ma¬nera que lo interrumpí diciendo: -¡Vaya! ¿Conque cree que no puedo rechazarlo? Pues se va a encontrar con que sí puedo. -Bien, querida -dijo él-; pero dejadme que os cuente lo que ha pasado entre nosotros y luego podréis decir lo que querais. Siguió contando y me dijo que su hermano había replicado lo siguiente: -Pero, ¿acaso no sabéis que ella no tiene nada, y que podríais escoger entre varias damas con buenas fortunas? -No se trata de esto -dijo Robin-. Quiero a la chica y no quiero casarme para dar gusto a mi bolsillo sino a mi corazón. -De manera, querida -añadió- que ya veis que no hay ma¬nera de oponerse a sus intenciones. -Sí, sí -repliqué-. Ya veréis como yo puedo oponerme. He aprendido a decir «no» ahora, cosa que no había aprendido antes. Si el lord más encopetado me ofreciera ahora casarse con¬migo, podría contestarle alegremente con una negativa. -Pero, querida -dijo él-, ¿qué podéis decirle ahora? Ya sabéis como vos misma dijisteis cuando hablamos la vez anterior, que os harán muchas preguntas y la casa estará pensando cuál puede ser la razón de que rechacéis una oferta tan ventajosa. -Bueno -objeté-, puedo hacer callar todas las bocas de una vez diciéndole a él y a ellos también que ya estoy casada con el hijo mayor. Al oír mis palabras sonrió, pero pude darme cuenta de que se sobresaltaba y no podía disimular la turbación que le habían producido. No obstante, replicó: -Bien, aunque esto pueda ser verdad en cierto modo, supon¬go, no obstante, que bromeáis cuando habláis de darle una con¬ testación como ésta. No es conveniente por ningún motivo. -No, no -dije ligeramente-. No revelaré nuestro secreto sin vuestro consentimiento. -Pero, ¿qué le diréis cuando se sorprenda de veros contraria a una alianza que aparentemente sería en favor vuestro? -¡Vamos! -dije-. ¿Creéis que no sabré qué decir? En pri¬mer ligar, no estoy obligada a dar razón alguna. Por otra parte, puedo decirles que ya estoy casada y pararme aquí, y éste será también un punto final para él porque después de esto ya no tendrá ningún motivo para hacerme más preguntas. -Sí -dijo él-, pero la casa entera os estará pinchando con¬tinuamente, incluso mi padre y mi madre, y si os negáis decidi¬damente a darles una explicación se considerarán desligados de vos y, además, entrarán en sospechas. -Bueno, y, ¿qué puedo yo hacer? ¿Qué querríais que hicie¬ra? Ya me sentía en un aprieto antes, como os dije, estaba suma¬mente perpleja y os puse al corriente de todo para que me acon¬sejarais lo que debía hacer. -Querida mía -me dijo-, he estado reflexionando mucho sobre todo esto, como podéis suponer, y aun cuando el consejo que voy a daros tiene mucho de mortificante para mí y en el primer momento puede pareceros extraño, después de pensarlo bien, no veo mejor camino para vos que dejarlo que siga, y si veis que lo dice de corazón y con toda seriedad, aceptad su ofre¬cimiento y casaos con él. Al oír estas palabras, lo miré horrorizada y me puse pálida como la muerte, sintiéndome a punto de desplomarme de la silla donde me sentaba. El, al verme en aquel estado, se asustó y dijo en voz alta y en un tono muy compungido: -Querido mía, ¿qué es lo que os pasa? ¿Por qué os ponéis así? Siguió diciendo cosas por el estilo, y a fuerza de sacudirme y de llamarme, me recuperé algo. De todos modos, tardé algún tiempo en recobrar completamente los sentidos y aún tardé unos minutos en poder hablar. Cuando estuve ya completamente repuesta, él empezó a ha¬blar de nuevo: -Querida -me dijo-, ¿qué es lo que tanto os ha sorpren¬dido en lo que os he dicho? Querría que lo pensarais con toda seriedad. En este caso podréis daros perfecta cuenta de cómo reacciona la familia. En cambio, si se tratase de mí, se volverían completamente locos. Sería mi ruina igual que la vuestra. -Sí -dije yo hablando algo airadamente-. ¿Y todos vues- cros juramentos han de convertirse en nada por temor al des¬agrado de vuestra familia? ¿No os puse siempre esta objeción por delante y vos la desechasteis con ligereza, como si estuvie¬seis por encima de ella y no le dierais valor alguno? ¿Y ahora llegamos a esto? ¿Es ésta vuestra fe, vuestro amor y la firmeza de vuestras promesas? El seguía perfectamente tranquilo a pesar de todos mis re¬proches y yo no se los escatimaba. Al fin replicó: -Querida, no he roto aún ninguna promesa de las que os hice. Os dije, en efecto, que me casaría con vos cuándo recibiera mi herencia, pero, como veis, mi padre, es un hombre sano y fuerte y puede vivir aún treinta años, sin ser más viejo que muchos de los que vemos por la ciudad. Vos nunca me propu¬sisteis que nos casáramos antes, porque sabíais que podía ser mi ruina. En cuanto a lo demás, no me he portado mal, pues me parece que no os ha faltado nada. No podía negar ninguna de estas afirmaciones. En realidad, no tenía nada que objetar. -Pues entonces -dije, sin embargo-; ¿por qué queréis que dé un paso tan horrible como es dejaros, si vos no me habéis dejado a mí? ¿No permitiréis que haya amor y afecto por mi parte cuando lo ha habido tanto de la vuestra? ¿No os he co¬rrespondido? ¿No os he dado pruebas de mi sinceridad y de mi pasión? El sacrificio de mi honor y de mi modestia que he hecho por vos, ¿no son una prueba de que estoy ligada a vos por unos lazos demasiado fuertes para que puedan ser rotos en un ins¬tante? -Pero oíd, querida -dijo él-, podéis entrar en una esfera segura, aparecer en seguida con honor y esplendor, y el recuerdo de lo que hemos hecho puede quedar envuelto en un silencio eterno, como si nunca hubiese sucedido. Vos tendréis siempre mi respeto y mi sincero afecto, que será honesto y perfectamente justo para mi hermano. Seréis mi querida hermana, como ahora sois mi querida... Se quedó callado de repente y me miró. -Vuestra querida prostituta -dije yo-. Esto es lo que ha¬bríais dicho si hubierais seguido hablando y hubieseis podido decirlo sin ningún temor. Os comprendo bien. No obstante, quie¬ro que recordéis las largas conversaciones que hemos tenido y las muchas horas y molestias que os habéis tomado para persuadir¬me de que siguiera considerándome una mujer honesta, que pen¬sara que era vuestra esposa, aunque no fuese así a los ojos del mundo y que lo pasado entre nosotros era un matrimonio tan efectivo como si nos hubiéramos casado públicamente ante el capellán de la parroquia. Sabéis, y no podéis dejar de recordarlo, que éstas eran vuestras palabras cada vez que me estrechabais entre vuestros brazos. Pensé por un momento que esto era quizá demasiado fuerte para él, pero lo remaché con lo que sigue. El permanecía inmóvil y sin decir nada, yo seguí hablando: -No podéis creer sin cometer la mayor de las injusticias que yo he cedido a vuestras insinuaciones sin sentir por vos un amor indiscutible e inconmovible a todo cuanto pudiera suceder des¬pués. Si tenéis de mí un concepto tan poco honorable, debo pre¬guntaron qué acción mía ha podido datos motivos para creer una cosa semejante. El siguió mudo y yo seguí hablando: -Si he cedido, pues, a las importunidades de mi afecto y he llegado a creer que yo era realmente vuestra esposa, ¿cómo po¬dré ahora dar por falsos todos estos argumentos y llamarme a mí misma vuestra prostituta o vuestra querida, que es la misma cosa? ¿Podéis transferir mi afecto? ¿Podéis mandarme que deje de amaros y ordenar que lo quiera a él? ¿Creéis que está en mi poder hacer un cambio así simplemente por vuestra comodidad? No, señor. Esto es imposible y cualquiera que sea el cambio que pueda haberse producido por parte vuestra, yo os seré siem¬pre fiel. Prefiero, puesto que se ha llegado a esta lamentable situación, ser vuestra prostituta a ser la esposa de vuestro hermano. Pareció complacido y emocionado por mis palabras y me dijo que él seguía donde estaba, que no había faltado a ninguna de las muchas promesas que me había hecho, pero que en este asun¬to, se presentaban tantas cosas terribles, que, sobre todo por mi interés, se le había ocurrido aquello como un remedio tan efec¬tivo que nada podía ser mejor. Me aseguró que había pensado que esto no sería separarnos completamente porque podíamos querernos como amigos toda la vida y quizá con más satisfacción que la que nos producía la situación en que ahora estábamos, por las cosas que podían pasar; que creía poder decir que yo no po¬día nunca pensar que él traicionaría un secreto, lo cual, sólo podía ser la ruina de los dos si llegaba a descubrirse; que sólo tenía que hacerme una pregunta que podía resultar un obstáculo, pero que si yo contestaba negativamente, no podía por menos de pen¬sar que aquél era el único camino que podía yo tomar. Adiviné cuál era la pregunta que quería hacerme, si estaba se¬gura de no estar encinta. En cuanto a esto le dije que no tenía que preocuparse, porque hasta aquel momento no había nada de aquello. -Pues entonces, querida -dijo-, ahora no tenemos tiempo de seguir hablando. Pensadlo detenidamente; yo solamente pue¬do seguir con la misma opinión acerca de cuál es el mejor ca¬mino que podéis tomar. Con esto se despidió muy de prisa, porque en el momento en que se levantó, su madre y sus hermanas estaban llamando a la verja. Me quedé con una gran confusión de espíritu. El se dio per¬fecta cuenta de ello el día siguiente y todo el resto de la semana, porque era el martes por la tarde cuando hablamos. No tuvo ninguna oportunidad de estar conmigo hasta el domingo siguien¬te, cuando, sintiéndome indispuesta, no fui a la iglesia, y él, dan¬do una excusa por el estilo, se quedó en casa. Entonces, me tuvo otra vez hora y media con él repitiéndome los mismos argumentos o, por lo menos, otros tan parecidos que no serviría de nada volverlos a anotar. Por fin le pregunté qué opinión tenía de mi modestia para llegar a suponer que yo po¬dría dar cabida ni por un momento a la idea de acostarme con dos hermanos y le aseguré que esto no lo haría nunca. Y añadí que incluso si me decía que no volvería a verlo nunca, lo cual sería para mí tan terrible como la muerte, no podría aceptar una idea tan deshonrosa para mí y tan baja para él. Por tanto, le supliqué que si le quedaba un poco de respeto y de afecto hacia mí no me hablara nunca más de ello o que sacase su espada y me matase. Pareció sorprendido al ver mi obstinación, como él la llamaba, y me dijo que no era buena para mí y tampoco para él; que lo que ocurría era una crisis inesperada e imposible de prever por cualquiera de nosotros y que él no veía otro camino para salvarnos los dos de la ruina que el que me había indicado, y que si yo no lo seguía era porque no lo quería como él había llegado a creer. Y con una frialdad desacostumbrada añadió que si yo no quería que me hablase más de ello, no sabía que tuviésemos nada más de qué hablar. Y diciendo esto se levantó para marcharse. Yo me levanté también, con la misma indiferencia, pero cuando se acercó para darme un beso que había de ser el de des¬pedida, rompí a llorar con tanta fuerza que aun cuando hubiese querido hablar no habría podido y sólo podía decirle adiós apre¬tándole la mano, pero sin dejar de llorar con vehemencia. Esto lo conmovió sensiblemente, por lo que se sentó de nuevo y me dijo muchas cosas amables para calmar mi exceso de pasión, pero siguió encareciéndome la necesidad de aceptar la proposi¬ción que me había hecho. No obstante, me dijo que si yo seguía negándome, él proveería por mí, pero dejando bien claro que prescindiría de mí en lo principal incluso como amante, ya que hacía cuestión de honor no acostarse con la mujer que, por lo que él preveía, podía llegar a ser la esposa de su hermano. La pérdida de él como galán no representaba tanto para mí como su pérdida como amigo, ya que lo quería hasta la locura, y la idea de perder aquello en que confiaba y sobre lo cual había basado mis esperanzas, de que un día fuese mi esposo, me ate¬rraba. Estas cosas me oprimían la mente de tal manera que caí muy enferma con una fiebre altísima y durante algún tiempo nadie de la familia creyó que saliera con vida de aquel trance. Llegué realmente a estar muy mala delirando siempre, y siem¬pre con el temor de que en mi desvarío pudiera decir algo en perjuicio de él. Me sentía desgraciada al verlo y lo mismo le ocu¬rría a él al verme a mí, porque en realidad me quería apasiona¬damente. Pero los dos sabíamos que no había posibilidad alguna para nuestro amor, ni para presentarlo como un sentimiento decente. Estuve en cama casi cinco semanas, pues aunque la violencia de la fiebre cedió bastante antes, fueron varias las veces que volví a tener, y dos o tres veces dijeron los médicos no poder hacer ya nada más, por mí, sino que debían dejar que la propia naturaleza combatiera el mal procurando reforzarla con cordiales para que yo pudiera resistir lo más posible. Al fin de las cinco semanas se inició una mejoría, pero me quedé tan débil, tan cambiada, tan melancólica y era la mía una mejoría tan lenta que los mé¬dicos temieron que degenerara en una consunción. Lo que más me enojó fue que expresaron su opinión de que yo estaba muy deprimida, que algo me perturbaba, en suma, que debía de estar enamorada. Con esto, todos los de la casa se emprendieron la tarea de interrogarme y presionarme para que les dijera si era verdad que estaba enamorada y de quién. Como es lógico, lo negué rotundamente. Ún día, en la mesa, tuvieron una discusión sobre este punto, que pudo haber sido causa de una seria disensión como, en efec¬to, lo fue por algún tiempo. Estaban sentados todos a la mesa, menos el padre y yo, que estaba enferma en mi habitación. Cuan¬do empezaron a hablar, que fue cuando acababan de comer, la señora, que me había mandado algo de comer, dijo a la cama¬rera que subiera a mi habitación para preguntarme si había teni¬do suficiente. La camarera bajó poco después diciendo que yo no había comido ni la mitad de lo que ella me había mandado. -¡Ay! -dijo la señora-. ¡Pobre muchacha! Me temo que no va a ponerse buena nunca más. -Bueno -dijo el hermano mayor-. ¿Y cómo quieren que se ponga buena? ¿No dicen que está enamorada? -Yo no lo creo -dijo la señora. -No lo sé -dijo la hermana mayor-. No sé qué pensar de ello. Han dicho tanto que es tan hermosa y tan encantadora y no sé cuántas cosas más, que ella se lo ha creído. Todo esto le ha rastornado la cabeza a la pobre criatura y quién sabe lo que pue¬de resultar de esto. Por mi parte, no sé qué pensar de todo ello. -Pero, hermana -dijo el hermano mayor-, tenéis que re-conocer que es muy hermosa. -Sí, bastante más hermosa que vos, hermana -intervino Robín-, y esto es lo que os mortifica. -Bueno, bueno, esto no hace el caso -dijo la hermana-. La chica está bastante bien y ella lo sabe asimismo bastante bien, pero no es preciso que se lo digáis para que se sienta aún más orgullosa. -No estamos hablando de si es orgullosa -dijo el hermano mayor-, sino de si está enamorada. Es posible que esté enamo¬rada de sí misma. Parece que esto es lo que creen mis hermanas. -Quisiera que estuviese enamorada de mí -dijo Robín-. Muy pronto le haría pasar la pena. -¿Qué quieres decir con esto, hijo? -exclamó la señora an¬ciana-. ¿Cómo puedes hablar de esta forma? -¡Cómo, señora! -repuso Robín seriamente-. ¿Creéis que dejaría a la pobre muchacha que muriera de amor, y sobre todo, por un amor que tendría tan cerca de ella? -¡Pero, hermano! -protestó la hermana segunda-. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Aceptarías una criatura que no tiene ni un penique? -Por favor, chiquilla -dijo Robín-, la belleza es una dote y cuando la acompaña el buen humor es una dote doble. Qui¬siera que como dote vuestra tuvierais la mitad de lo que tiene ella de las dos cosas. Esto hizo callar a la hermana menor, pero la mayor no se calló. . -Veo -dijo mordazmente- que aunque Betty no esté ena¬morada, mi hermano sí lo está. Me extraña que no se haya de¬clarado a Betty. Estoy segura de que ella no le dirá que no. -Los que acceden cuando son solicitados -dijo Robín- lle¬van un paso de ventaja sobre los que no acceden porque no son solicitados y dos pasos de ventaja a los que acceden antes de ser solicitados. Esto es una buena contestación para vos, hermana. Esto indignó a la hermana, que montó en cólera y dijo que las cosas habían llegado a tal punto que ya era hora de que yo dejase la familia, y que si no estaba en condiciones de ser echada, es¬peraba que el padre y la madre lo tomasen en consideración para cuando me pusiera buena. Robin replicó que esto era asunto del amo y de la dueña de la casa, los cuales no necesitaban que alguien con tan poco juicio como tenía la hermana mayor, les enseñara nada. La cosa llegó mucho más lejos. La hermana contestó ofendi¬da y Robín me defendió y se burló de ella, pero el resultado para la pobre Betty fue perder mucho terreno en el aprecio de la familia. Cuando me enteré de lo sucedido lloré mucho y la se¬ñora subió a verme porque alguien le dijo que estaba yo tan preo¬cupada por todo ello. Yo me quejé de que era muy duro para mí que los médicos me hubiesen colgado aquel sambenito, pues no tenían fundamento alguno; y que aún lo era más, conside¬rando las circunstancias en que estaba yo con la familia; que es¬peraba no haber hecho nada para que disminuyera la estimación que me tenía ni haber dado motivo para el altercado entre sus hijos e hijas y que estaba en mejores condiciones de pensar en un ataúd que en estar enamorada y le rogué que no permitiera que su opinión de mí cambiase por las faltas de los demás, sino solamente por las mías propias. Ella comprendió la razón de lo que le dije, pero contestó que puesto que había habido una discusión entre ellos y que su hijo menor había hablado con ardor, deseaba que yo fuese sincera con ella y le contestara una sola pregunta, si había algo entre su hijo Robert y yo. Con todas las muestras de sinceridad que me fue posible hacer, les dije que no había ni había habido nunca nada y que Mr. Robert había hablado y bromeado, tal como tenía por costumbre, y que yo lo tomaba como era, pues cono¬cía su manera airosa y amable de hablar sin significado especial alguno, y le aseguré nuevamente que entre nosotros no había ni el más pequeño asomo de lo que temía y que los que habían sugerido otra cosa me habían hecho un gran perjuicio a mí y ningún bien a Mr. Robert. La señora quedó completamente satisfecha y me besó y me habló cariñosamente diciéndome que debía de tener cuidado con mi salud y no preocuparme por nada, y así se despidió. Pero cuando llegó abajo se encontró con el hermano y las hermanas enzarzados de mala manera. Ellas estaban muy enfadadas porque él les echaba en cara que eran feas, que nunca habían tenido novios ni les habían hecho la pregunta de ritual y que eran tan des¬caradas como para casi ser ellas las que sé declarasen. Las ridi¬culizó comparándolas conmigo que era bonita, simpática y que cantaba mejor que ellas y bailaba mejor y era más guapa y al hacer esto, no omitió nada malo que pudiera vejarlas y la verdad es que llevó la cosa demasiado lejos. La señora llegó cuando estaban más encendidos y para poner fin al altercado les contó la conver¬sación que había tenido conmigo y cómo yo le había dicho que no había nada entre Mr. Robert y yo. -Ahí es donde está el error -dijo Robin-, porque si no hubiese mucho entre nosotros estaríamos más juntos de lo que estamos. Le dije que la amaba con toda mi alma, pero no pude lograr que la pícara creyera que lo decía en serio. -No sé cómo esperabais lograrlo -dijo la madre- porque nadie podría creer que cuando habláis así a esa pobre chica, cu¬yas circunstancias conocéis tan bien, lo hacéis en serio. Pero os ruego, hijo mío -añadió ella-, que me digáis la verdad. Puesto que me decís que no pudisteis hacerle creer que, hablabais en serio, ¿qué es lo que debemos creer? Divagáis tanto cuando ha¬bláis que nadie sabe si lo decís en broma o en serio; y así como estoy segura de que la muchacha me ha dicho la verdad, también deseo que lo hagáis vos y me habléis seriamente, de forma que pueda confiaren vuestras palabras. ¿Hay algo en todo lo que de¬cís, o no? ¿Habláis en serio o en broma? ¿Estáis realmente pren¬dado de ella o no? Es un asunto muy importante y quisiera que pudierais tranquilizarnos. -Por mi fe, señora -dijo Robin-, que es en vano querer paliar la cosa ni decir más mentiras. En este asunto hablo tan en serio como pudiera hacerlo un hombre a punto de ser colgado. Si Betty dijera que me ama y que está dispuesta a casarse conmi¬go, mañana mismo por la mañana la tendría cogida para tenerla y guardarla en vez de desayunar. -Bien erijo la madre-, entonces ya hemos perdido un hijo. Y lo dijo con un tono lúgubre, como si la apenara mucho. -Espero que no, señora -repuso Robin-. Ún hombre no se pierde nunca cuando lo encuentra una buena esposa. -Pero, hijo mío -dijo la anciana-, ¿no sabes que es una pordiosera? -Pues entonces, señora, tiene aún más necesidad de caridad -dijo Robin-. La sacaré de la parroquia y ella y yo mendiga¬remos juntos. -No está bien bromear con estas cosas erijo la madre. -No bromeo, señora --dijo Robin-. Vendremos y pedire¬mos vuestro perdón y vuestra bendición, señora, y la de mi padre. -Esto es totalmente ajeno a la cuestión -dijo la madre-. Si lo decís en serio, estáis perdido. -Temo que no -dijo él-, porque temo, en verdad, que ella no me quiera. Después de todo lo que ha dicho mi hermana, creo que nunca podré llegar a persuadirla. -Esto sí que es bonito, en verdad. Tampoco está ella tan fuera de sus cabales. Betty no es tonta -dijo la hermana me¬nor-. ¿Creéis que ha aprendido a decir «no» más que las demás personas? -No, miss Pocoseso -dijo Robin-. Miss Betty no es tonta, pero puede estar comprometida por otro lado, y entonces, ¿qué? -No -dijo la hermana mayor-, no podemos decir nada a esto. ¿Quién debe ser entonces? No sale nunca de casa. Ha de ser, pues, entre vosotros. -Nada tengo que decir a esto -dijo Robin-. Ya se me ha examinado bastante. Ahí está mi hermano. Si ella debe de estar comprometida entre nosotros, pregunten a él. Esto obligó al hermano mayor a pensar rápidamente y llegó a la conclusión de que Robin había descubierto algo. No obstan¬te, evitó mostrarse turbado. -Por favor -dijo-, no vayáis a complicarme en vuestras historias. Yo no entro en este juego. No tengo que decir nada a miss Betty ni a ninguna otra miss Betty de la parroquia. Y con esto se levantó y salió. -No -dijo la hermana mayor-. Me atrevo a hablar por mi hermano. Conoce el mundo mejor que los demás. Así terminó la cosa, pero el hermano mayor se quedó muy turbado, pues llegó a la conclusión de que su hermano había des¬cubierto algo y empezó a dudar de si yo tenía algo que ver con ello, pero por más que hizo no encontró la manera de llegar hasta mí. Llegó a estar tan perplejo que resolvió hablar conmigo fuese cual fuese el resultado. Con este fin, se las arregló de modo que un día después de comer vigiló a su hermana hasta que vio que su¬bía al piso superior y corrió tras ella. -Por favor, hermana erijo-, ¿dónde está esa enferma? ¿No se la puede ver? -Sí -dijo la hermana-, creo que sí podéis, pero primero dejad que entre yo, y ya os avisaré. Así, pues, vino a mi puerta, me avisó y después lo llamó a él. -Hermano -le dijo-, ya podéis entrar, si queréis. El entró y hablando con un tono campanudo dijo: -Bien. ¿Dónde está esa enferma enamorada? ¿Cómo estáis, miss Betty? Yo me habría levantado de la silla, pero estaba tan débil que no pude. El se dio cuenta y su hermana también, y ella dijo: -No os esforcéis en poneros de pie. Mi hermano no quiere que hagáis cumplidos, sobre todo ahora que estáis tan débil. -No, no, miss Betty, por favor, quedaos sentada -dijo él. h Y se sentó en otra silla y pareció como si estuviera muy alegre. Habló de muchas cosas intrascendentes con su hermana y con¬ migo, con el propósito de divertir a su hermana y, de vez en i cuando, volvía al punto principal, dirigiéndose a mí. -¡Pobre, miss Betty! Debe de ser muy triste estar enamora¬ da. ¡Ved en qué estado os ha dejado! Por fin, yo dije algo: -Me agrada veros tan contento, señor. Pero creo que el doc¬tor podría haber encontrado algo mejor que hacer, que gastarme esta bromita. Si no hubiese estado enferma más que por esta causa, conozco demasiado bien el refrán para haber dejado que viniera. -¿Qué refrán? -preguntó él-. ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Dice así: «Cuando la causa es amor, es un pollino el doctor.» ¿No es así, miss Betty? Yo sonreí y no contesté. -Bueno -dijo él- yo creo que ha quedado probado que la causa es el amor, porque poca cosa es lo que el doctor parece haber podido hacer por vos. Os reponéis muy lentamente, según dicen. Temo que haya algo en ello, miss Betty; temo que estéis enferma de lo incurable y esto es el amor. Yo sonreí y dije: -No, señor, ésta no es mi enfermedad. Hablamos mucho por este estilo y de otras cosas también de poca importancia. Luego me pidió que les cantara una canción y yo le dije que se habían terminado para mí los días en que podía cantar. Por fin, me preguntó si me gustaría que tocara algo con su flauta. Su hermana dijo que creía que me perjudicaría y que mi cabeza no podría aguantarlo. Yo hice una reverencia y dije que no, que no me perjudicaría. -Por favor, señora -dije-, no se lo impida. Me gusta mu¬cho la música de la flauta. Entonces ella dijo: -Bueno, pues hacedlo, hermano. -Querida hermana -dijo-, soy muy perezoso, por favor, llegaos a mi armario y traedme la flauta que está en el cajón. Y le indicó un cajón en el que estaba seguro que no la encon¬traría de forma que así estuviera más tiempo buscándola. Tan pronto se hubo marchado la hermana, él me contó todo la historia de lo que su hermano había dicho de mí y de que le pasó el asunto a él y de su preocupación sobre ello, la cual era el motivo de que hubiese tratado de verme. Le aseguré que yo nun¬ca bahía abierto la boca, ni a su hermano ni a nadie, y le dije lo mala que estaba; que mi amor por él y su proposición de que olvidase mi afecto por él y lo transfiriese a otro, había minado mi salud y que más de mil veces deseé mucho más morir que recobrarme y tener que debatirme en las mismas circunstancias de antes y que este despego de la vida era la razón de mi lenta recuperación. Añadí que preveía que, tan pronto como me hubie¬se restablecido, tendría que dejar la familia y que en cuanto a casarme con su hermano, aborrecía el solo pensamiento de hacer¬lo después de lo que había tenido con él y que podía estar bien seguro de que nunca más vería a su hermano por esta causa; que si quería romper todos sus votos, juramentos y compromisos con¬migo sería algo a debatir entre su conciencia y su honor y él mismo, pero que no quería que nunca pudiera decir que yo, a quien él había persuadido que me considerase y llamase su esposa y a quien yo le había dado la libertad de usar de mí como si real¬mente lo fuera, no le era tan fiel como podría serle una esposa, fuese cual fuere la conducta de él para conmigo. Iba él a replicar y había dicho ya que lamentaba que no le fuera posible persuadirme e iba a decir más, pero oyó que su hermana volvía, como también la oí yo. No obstante, aún pude contestar unas palabras, diciéndole que nunca podría convencer¬me de que, amando a un hermano, me casara con el otro. Movió la cabeza y dijo: -Entonces, estoy arruinado -refiriéndose a sí mismo. En este momento, entró su hermana en la habitación y le dijo que no podía encontrar la flauta. -Bien -dijo él alegre-, mi pereza no me sirve. Se levantó y fue a buscarla, pero también volvió sin ella, no porque no pudiera encontrarla, sino porque su mente se hallaba turbada y no tenía intención de tocar; y, además, el recado a que mandó a su hermana, tenía otra finalidad, pues lo único que de¬seaba era hablarme, lo que logró, aunque sin gran satisfacción por su parte. Por la mía, sentí una gran satisfacción por haberle podido ex¬poner mi sentir con toda libertad y completa honestidad, como he contado, y aunque el resultado no fue totalmente el que yo quería, es decir, obligarle aún más a mí, sin embargo, le quitó toda posibilidad de dejarme, a no ser a costa de quebrantar gra¬vemente su honor y faltar a la fe de caballero que tantas veces había invocado comprometiéndose a hacerme su esposa tan pron¬to como entrara en posesión de su anhelada hacienda. Después de esto, pasaron todavía varias semanas antes de que empezara a andar por la casa y comenzara a ponerme bien, pero seguí melancólica, silenciosa, triste y reservada, lo cual asom¬braba a toda la familia, con excepción de él, que conocía la causa. No obstante, pasó mucho tiempo antes de que hiciera caso algu¬no de ello y yo, tan reacia a hablar como él mismo, me portaba muy respetuosamente con él, pero nunca procuraba hablarle pa¬labra alguna que fuera particular. Esto duró dieciséis o diecisiete semanas, durante las cuales esperaba cada día verme despedida por la familia a causa del dis¬gusto que habían tenido, a pesar de que yo no tenía en ello culpa alguna y tampoco esperaba saber nada más de aquel caballero, a pesar de todas sus promesas y votos solemnes, sino verme arruida y abandonada. Finalmente, fui yo quien abrió el camino para mi salida de la familia. Ún día que la señora me estaba hablando muy seriamente sobre las circunstancias de mi vida y de cómo mi enfermedad había dejado una tristeza en mi espíritu, de manera que no era ya la misma de antes, la anciana me dijo: -Temo, Betty, que lo que os dije con respecto a mi hijo ha influido algo en vuestro espíritu y que estáis melancólica por culpa de él. Por favor, ¿queréis decirme cómo está el asunto entre vosotros, si es que puedo saberlo? Por lo que respecta a Robin, no hace más que burlarse cuando le hablo de ello. -Pues, en verdad, señora -contesté-, la cosa está como yo no quisiera que estuviese y seré muy sincera con vos, sea lo que sea que luego me suceda por ello. Mr. Robert me ha propuesto varias veces casarse conmigo, que es lo que yo no podía esperar, dadas mis circunstancias, pero siempre me he resistido y quizás en términos más duros de lo que me correspondía, considerando el respeto que debo sentir por todos los miembros de la familia. Pero, señora, yo nunca podría olvidar mis obligaciones para con vos y toda la familia hasta el punto de dar mi consentimiento a algo que sé que ha de ser molesto para vos, y éste es el argumento que he esgrimido ante él y le he dicho definitivamente que nun¬ca podía albergar un pensamiento de tal naturaleza, a menos que tuviera vuestro consentimiento y también el de su padre, a quie¬nes estoy ligada por tantas obligaciones indeclinables. -¿Es esto posible, Betty? -dijo la anciana señora-. Enton¬ces, habéis sido mucho más justa con nosotros de lo que nosotros hemos sido con vos, porque os hemos considerado como una especie de trampa para mi hijo y yo tenía el encargo de haceros una proposición para que os marcharais por temor de que fuera así. No os la había hecho todavía, porque pensaba que no esta¬bais aún completamente bien y temía que, como os disgustaría mucho, fuera motivo de una recaída. Todos sentimos afecto por vos, aunque no tanto como para permitir que fuerais la ruina de mi hijo, pero si es tal como decís, veo que os hemos tratado muy mal. -En cuanto a la verdad de lo que le he dicho, señora -dije yo-, os ruego lo preguntéis a vuestro propio hijo. Si él quiere hacerme justicia, os contará la historia tal como os la he contado yo. La señora me dejó en seguida para contar a sus hijas la historia tal como se la había contado yo, y ellas quedaron muy sorprendi¬das, tal como había yo supuesto. Úna dijo que nunca lo hubiera creído; otra dijo que Robin era un loco, y la tercera dijo que no creía una palabra de ello y que estaba segura de que Robin con¬taría la historia de manera distinta. Pero el padre, que estaba decidido a llegar al fondo de la cuestión antes de que yo tuviera oportunidad de poner a su hijo al corriente de lo que había pa¬sado, resolvió que ella hablase inmediatamente con su hijo y, a este fin, mandó a por él. Robin había ido a casa de un abogado de la ciudad por un pequeño asunto particular suyo y, al recibir el aviso, volvió inmediatamente. Cuando llegó, lo esperaban todos juntos. -Robin, sentaos -dijo la madre-. Os he de hablar. -De todo corazón, señora -dijo Robin alegremente-. Es¬pero que sea referente a una buena esposa, porque en este as¬pecto estoy muy mal. -¿Y cómo puede ser esto? -repuso la madre-. ¿No dijis¬teis que estabais resuelto a caseros con Betty? -Sí, señora -dijo él-, pero hay quien ha prohibido las amonestaciones. -¿Prohibido las amonestaciones? ¿Y quién puede ser? -Pues la misma Betty-dijo Robin. -¿Y cómo es esto? -dijo su madre-. ¿Se lo habéis pre¬guntado? -En verdad que sí, señora -contestó Robin-. Se lo he pe¬dido en todas las formas cinco veces desde que estuvo enferma, y estoy derrotado. Ella no quiere capitular ni ceder bajo ninguna condición, exceptuando sólo aquella que yo no puedo conceder. -Explicaos erijo la madre-, porque me siento sorpren¬dida. No os comprendo. Espero que no estéis hablando en serio. -Señora -continuó él-, la cosa está bien clara para mí. Ella dice que no quiere. ¿No está esto suficientemente claro? Yo creo que está claro y, además, es duro para mí. -Bueno, pero -objetó la madre- habláis de condiciones que no podéis conceder. ¿Qué es lo que quiere? ¿Úna dote? Su asignación de viudedad, debería estar en relación con su dote, pero ¿qué capital aporta ella? -No, en cuanto a capital, es suficientemente rica. No tengo nada que decir en lo que concierne a este punto. Soy yo el que no puede cumplir sus condiciones y está firmemente decidida a no tenerme sin ellas. Aquí las hermanas interrumpieron. -Señora erijo la hermana segunda-, es imposible hablar seriamente con él. Nunca da una contestación directa a nada. Es mejor que lo dejéis correr y no le habléis más. Ya sabéis cómo libraros de ella si creéis que hay algo. Robin se encendió algo con la rudeza de su hermana, pero se contuvo y contestó con buenos modales. -Hay dos clases de personas con las que no es posible con¬tender, señora: una persona sabia y un loco. Es muy triste que me vea empeñado con las dos a la vez. La hermana más joven dijo entonces: -En efecto, debemos estar locas, según la opinión que nues¬tro hermano tiene de nosotras, si puede pensar que nos vamos a creer seriamente que ha pedido a Betty que se casara con él y ella ha rehusado. -Contesta y no contestes, dijo Salomón -replicó el herma¬no-. Cuando he dicho a nuestra madre que se lo he pedido no menos de cinco veces y que el resultado fue que me ha rechazado positivamente, pienso que una hermana no ha de poner en duda la verdad cuando la madre no lo ha hecho. -Mi madre, como bien has visto, no lo ha entendido -dijo la segunda hermana. -Hay cierta diferencia -dijo Robin- entre querer que lo aclarara y decirme que no lo cree. -Bien, pero, hijo mío erijo la anciana-, ¿estáis dispuesto a dejarnos sin saber cuáles son estas condiciones tan duras? -Señora -dijo Robin-, ya lo habría hecho si no me hubie¬sen molestado con estas interrupciones. Las condiciones son que le. asegure el consentimiento de mí padre y el vuestro. Sin esto, asegura que no quiere oír hablar más de esto. Estas condiciones, creo yo, nunca estaré en condiciones de poderlas cumplir. Espero que con esto, mis hermanitas impulsivas se considerarán ahora contestadas y se ruborizarán un poco. Y no tengo más que decir, hasta que se hable de nuevo. Esta contestación sorprendió a todos, aunque a la madre me¬nos, por lo que yo le había dicho ya. En cuanto a las hijas, que¬daron en silencio durante un buen rato. Después la madre dijo con cierta vivacidad: -Bien, ya se me había dicho esto antes, pero no podía creer¬lo. Si es así todos hemos juzgado mal a Betty y ella se ha por¬tado mejor de lo que yo esperaba. -Si es así -dijo la hermana mayor-, se ha portado en ver¬dad de una manera magnífica. -Confieso -dijo la madre- que no es en absoluto culpa de ella si él ha sido tan loco para enamorarse, pero darle la con¬testación que le ha dado supone mayor respeto hacia vuestro padre y hacia mí de lo que yo hubiera podido creer. Tendré a la muchacha una mayor consideración por ello mientras viva. -Pero yo no -dijo Robin-, a menos que deis vuestro con¬sentimiento. -Lo pensaré -dijo la madre-. Puedo aseguraros que si no hubiesen otras objeciones que hacer, esta conducta suya ayudaría mucho a que yo diera mi consentimiento. -Desearía que lo lograra del todo -repuso Robin-. Si pen¬sarais en hacerme feliz tanto como habéis pensado en hacerme rico, pronto daríais vuestro consentimiento. -Pero, Robin -dijo su madre de nuevo-, ¿estáis hablando realmente en serio? ¿Estáis tan dispuesto a conseguirlo como pensáis? -Realmente, señora -dijo Robin-, creo que es muy duro que me preguntéis sobre este extremo, después de cuanto he dicho. No diré que la consiga. ¿Cómo puedo resolver este punto, cuando ya veis que no puedo conseguirla sin vuestro consenti¬miento? Además, no estoy obligado a casarme, pero esto sí que lo digo con toda seriedad: nunca tendré otra mujer, si puedo evitarlo, de manera que podéis determinar por mí. Betty o nadie es mi decisión y el caso es que decidiréis vos, señora, siempre exceptuando que mis bien intencionadas hermanas no tengan voto en ello. Todo esto resultaba terrible para mí, porque la madre empezó a ceder y Robin la iba asediando para acabar de decidirla. Ade¬más, se aconsejó con el hermano mayor, el cual hizo uso de todos los argumentos del mundo para persuadirla a que consin¬tiera alegando el amor apasionado de su hermano para mí, mi atención generosa para la familia al rechazar tantas ventajas para mí por un delicado punto de honor y mil cosas. Y en cuanto al padre, que era un hombre metido de lleno en la vorágine de los asuntos públicos y en hacer dinero, estaba raramente en casa y pensaba en todo cuanto él consideraba más esencial, dejando to¬das estas cosas en manos de su esposa. Pueden ustedes comprender fácilmente que estando así el asunto, completamente aclarado todo, según creía cada uno, como creían también saber cómo iban las cosas, no era difícil ni peligroso para el hermano mayor, de quien nadie sospechaba, po¬der acercárseme con más facilidad que antes, pues incluso la madre, haciendo precisamente lo que él quería, le propuso que hablara conmigo diciéndole: «Puede ser, hijo mío, que vos veáis más lejos que yo en este asunto y comprobéis si, en efecto, ha sido tan desinteresada como Robin dice que lo ha sido, o no.» Esto era lo mejor que él podía desear, por lo que fingió acceder a la petición de la madre, y ésta me llevó personalmente a su propia habitación, me dijo que su hijo tenía que hablar conmigo por habérselo pedido ella y nos dejó juntos cerrando la puerta. El vino a mí, y, tomándome en sus brazos, se puso a besarme tiernamente. Después dijo que debía tener una larga conversa¬ción conmigo y que había llegado el momento de que yo misma me hiciera feliz o desgraciada para toda la vida; que la cosa había llegado ya tan lejos que si no podía acceder a su deseo, sería la perdición de los dos. Luego me contó toda la historia de Robin, como la llamaba él, y de su madre y sus hermanas, tal como he relatado antes, y me dijo: -Ahora, querida mía, considerad lo que será casaros con un caballero de buena familia, en buenas circunstancias y con el consentimiento de toda la familia y disfrutar de todo lo que el mundo puede ofreceros, y, por el contrario, pensad en lo que es hundirse en las circunstancias tenebrosas de una mujer que ha perdido la reputación, y que, aunque yo pueda ser un amigo par¬ticular para vos, mientras viva, seré siempre sospechoso, de ma¬nera que vos temeréis verme y yo temeré teneros. No me dio tiempo de replicar y continuó diciendo: -Lo que ha pasado entre nosotros, niña, mientras los dos estemos conformes en hacerlo así, puede ser enterrado y olvida¬do. Cuando seáis mi hermana, yo seré siempre vuestro amigo sincero sin inclinación a mayor intimidad. Sostendremos conver¬saciones honestas sin reproches entre nosotros por haber obrado indebidamente. Os ruego que lo toméis en consideración y no seáis un estorbo en vuestro propio camino hacia la seguridad y la prosperidad. Y para demostraros que soy sincero, os ofrezco ahora mismo quinientas libras para hacer algo como reparación por las libertades que me he tomado Ion vos, que consideraremos como locuras de nuestra vida y de las que espero podamos arre¬pentirnos. Dijo todo esto con palabras mucho más emotivas de lo que me es posible expresar y con tanta mayor fuerza de argumenta¬ción de lo que yo pueda repetir. Únicamente recomiendo a los que leen esta historia que supongan que lo mismo que me tuvo hora y media con sus palabras igual contestó a todas mis obje¬ciones y reforzó su peroración con todos los argumentos que pue¬de imaginar el ingenio humano. No puedo decir, sin embargo, que nada de lo que me dijo me impresionara tanto como para tomar una decisión, hasta que, finalmente, me dijo bien claro que si rehusaba sentía tener que añadir que no podría seguir conmigo en el plan que estábamos; que aunque me amaba tanto como antes y que él era tan agrada¬ble como siempre, el sentido de la virtud no lo había abandonado hasta el punto de permitirle yacer con la mujer a quien su herma¬no cortejaba para hacerla su esposa, y que si se separaba de mí, con mi negativa, aparte de lo que pudiera hacer por mí en el as¬pecto de manutención por el compromiso que había contraído, esperaba que no me sorprendería si se veía obligado a decirme que no me vería más, ya que esto no podía, en modo alguno, esperarlo de él. Escuché esta última parte con muestras de sorpresa y turba¬ción y tuve que esforzarme para no caerme, porque en verdad le amaba hasta un punto difícil de imaginar. El se dio cuenta de mi turbación y me -instó a considerar seriamente el asunto; me aseguró que era la única manera de guardar nuestro mutuo afec¬to; que en esta nueva situación podíamos querernos como ami¬gos, con todo el cariño y con un amor sin mácula, fuera de todo reproche nuestro y de toda sospecha de los demás; que siempre reconocería que me debía su felicidad, y que sería mi deudor mientras viviera y que pagaría esta deuda mientras le quedara aliento. De esta manera, en suma, me llevó a una especie de vaci¬lación, pues me representaba en vívidas imágenes, que mi ima¬ginación agrandaba aún más, los peligros de ser lanzada a un ancho mundo como una prostituta despreciable, pues no era más que esto y quizás expuesta como tal, con poco para poder pro¬veerme, sin un amigo ni un conocido en el mundo, fuera de aquella ciudad, donde no podía ni pensar en quedarme. Todo esto me aterrorizaba en alto grado y él tuvo buen cuidado, en toda oca¬sión, de hacérmelo ver con los colores más negros que era posi¬ble pintarlo. Por otra parte, no cesaba de exponerme con toda clase de detalles la vida fácil y próspera que iba a tener como esposa de su hermano. Contestó a todo cuanto pude yo decir de resultas de mi afecto o como consecuencia de compromisos anteriores, explicando la necesidad que teníamos ahora de tomar nuevas medidas, y en cuanto a sus promesas de casamiento, me dijo que las circuns¬tancias las habían anulado, por la probabilidad de convertirme en la esposa de su hermano antes de que llegase el tiempo fijado de que fuera la suya. Así, en pocas palabras, puedo decir que razonó hasta hacerme perder mi razón; rebatió todos mis argumentos y empecé a dar¬me cuenta de un peligro que me acechaba y que antes no había considerado: el verme abandonada de los dos y dejada sola en el mundo para arreglármelas por mí misma. Esta idea y su poder de persuasión prevalecieron por fin para dar mi consentimiento, aunque no sin mucha repugnancia, de manera que era fácil de ver que iría a la iglesia como una oveja va al matadero. También tenía ciertas aprensiones de que mi esposo, por el que, debo decir de paso, no sentía el menor afecto, me pidiera explicaciones sobre otro punto, cuando se acostara conmigo la primera vez. Pero el hermano mayor solucionó este punto, no sé si intencionadamente o no, haciéndole beber mucho antes de acostarse, de manera que aquella primera noche tuve la satisfacción de meterme en la cama con un borracho. Cómo lo hizo no lo sé, pero llegué a la conclusión de que lo había hecho para que su hermano no pudiera juzgar la diferencia entre una doncella y una mujer casada. El caso es que nunca tuvo noción alguna de ello ni sus pensamientos se vieron turbados por esta causa. Debo ahora volver un poco atrás. El hermano mayor, cuando hubo logrado convencerme en la forma que he dicho, su nuevo paso fue convencer a su madre y no cesó hasta que obtuvo su aquiescencia y logró que se mantuviera pasiva en todo el asunto, incluso sin avisar al padre más que por correo, de manera que consintió que nos casáramos privadamente y quedó a su cargo convencer luego al padre. Luego habló con su hermano convenciéndole del gran servicio que le había hecho y cómo había logrado que su madre diera el consentimiento, lo cual era verdad, aunque no lo había hecho para prestarle un servicio a él, sino a sí mismo; pero le engañó a él con tanta habilidad que logró un amigo fiel que aún le dio las gracias por haberse quitado de encima a su amante para echársela en sus brazos como esposa. Así es, ciertamente, como el interés borra toda clase de afectos y de esta forma' tan natural los hom¬bres abandonan el honor y la justicia e incluso el cristianismo, para obtener su seguridad. Debo volver ahora al hermano Robin, como todos le llamá¬bamos siempre, el cual, habiendo obtenido el consentimiento de su madre, como dije, me vino con la gran noticia y me contó la historia entera con tal sinceridad que debo confesar que me dolió ser el instrumento para abusar de un caballero tan honrado. Pero no había otro remedio; quería tenerme y yo no podía decirle que era la amante de su hermano, que era el único medio de alejarlo. Por tanto, fui cediendo gradualmente con gran satisfacción por su parte y he aquí que, finalmente, me casé con Robert. El pudor me prohíbe contar los secretos del lecho conyugal, pero nada mejor pudo haber pasado para mí, que lo que antes he dicho, o sea, que mi marido estuviese tan bebido cuando vino a la cama, que a la mañana siguiente no podía recordar si había te¬nido algo que ver conmigo o no y me vi obligada a decirle que sí que había hecho lo que tenía que hacer, aunque no había sido así, a fin de evitar que pudiera preguntar. Los detalles complementarios de mi familia o de mí misma, durante los cinco años que estuve viviendo con mi esposo, no tienen mucho que ver con la historia que estoy contando. Unicamente debo decir que tuve dos hijos de él y que, al cabo de cinco años, murió. Fue realmente un buen esposo para mí y vivimos muy felices juntos, pero como no había recibido gran cosa de la familia y durante el poco tiempo que vivió no hizo fortuna, mi situación no quedó en gran cosa, ni mi patrimonio mejoró mucho con aquella unión. En realidad, yo había guardado las quinientas libras que su hermano se había comprometido a pagarme para que consintiera en casarme con su hermano, y esto con el dinero que había ahorrado de lo que anteriormente me había dado y, más o menos, una cantidad igual de mi marido, me quedó un capital de unas mil doscientas libras en el bolsillo. Afortunadamente, mis dos hijos me fueron pronto quitados de las manos por el padre y la madre de mi esposo y debo decir que esto fue todo lo que obtuvieron de Mrs. Betty. He de confesar que no me sentí muy desconsolada por la muerte de mi esposo. En verdad, no lo había querido como debía de haberlo hecho o como correspondía en atención a las bondades que de él recibía, pues era un hombre tan tierno, bueno y agra¬dable como podía desear cualquier mujer. Pero su hermano se¬guía en mi pensamiento, por lo menos, mientras estuvimos en el campo, lo que era para mí una continua pesadilla, y nunca estuve en la cama con mi esposo que no deseara estar en los brazos de su hermano, y aunque él nunca me ofreció ninguna inti¬midad de esta clase después de mi boda y se comportó como un buen hermano, a mí me era imposible considerarlo así. En suma, que, en mi fuero interno, cometí cada día adulterio e incesto con él, lo que seguramente era tan pecaminoso como si efectiva¬mente lo hubiese llevado a cabo. Antes de morir mi esposo, el hermano mayor se casó y como nosotros nos habíamos trasladado a Londres la madre nos escri¬bió para que fuéramos y estuviésemos presentes en la boda. Mi marido fue, pero yo pretexté hallarme indispuesta y que no me era conveniente viajar, de manera que me quedé en casa, porque, en realidad, no podía soportar ver cómo el hermano mayor se daba a otra mujer, aunque sabía que yo no podría tenerlo nunca. Como he dicho, me encontraba libre en el mundo y como toda¬vía era, según decían todos, joven y hermosa, cosa que también creía yo, y con una fortuna apreciable en el bolsillo, me tenía a mí misma en gran concepto. Fui cortejada por varios comercian¬tes de posición y muy especialmente por uno, que trataba en telas, en cuya casa me alojé después de la muerte de mi esposo, porque su hermana era conocida mía. Allí tenía una gran libertad y la oportunidad de estar alegre y frecuentar cualquier compañía que me gustara, porque la hermana de mi patrón era la mujer más loca y más alegre que he tratado y no tan cuidadosa de su virtud como yo había creído al principio. Ella me hizo entrar en un mundo de gente alocada e incluso trajo a casa algunas perso¬nas de las que a ella le gustaban para que vieran a su bonita viuda, como le gustaba llamarme, y cuyo nombre se me dio luego públi¬camente. Como que la fama y la locura pronto se encuentran, allí recibí atenciones maravillosas y tuve gran abundancia de ad¬miradores, de los que se llaman enamorados, pero entre todos ellos, no logré encontrar uno aceptable. En cuanto a lo que todos querían, me era ya muy conocido para caer en trampas de ninguna clase. Yo había cambiado mucho. Tenía dinero en el bolsillo y nada que decir. Úna vez había sido engañada por esa trampa que se llama amor, pero el juego se había terminado. Estaba decidida a casarme, o nada. Y además, el casamiento tenía que ser muy de mi gusto. Es cierto que me gustaba la compañía de hombres de talento y alegres, galantes y de muy buena figura, y muy a menudo era obsequiada por ellos, aunque también lo era por otros; pero una observación atenta me hizo ver que los hombres más bri¬llantes eran los que hacían las proposiciones más torpes, es decir, más torpes desde mi punto de vista. Y, por el contrario, las me¬jores proposiciones llegaban de los hombres más torpes y desagra¬dables del mundo. No era contraria a los comerciantes o tenderos, pero prefería uno que tuviera también algo de caballero; que cuando quisiera llevarme a la Corte o al teatro pudiera ceñirse una espada y aparentar ser tan caballero como cualquier otro, y no al que llevara sobre su chaqueta la marca de los cordones del delantal o sobre su peluca la marca del sombrero; que cuando ciñera la espada demostrara no estar acostumbrado a ella y que se le conociera su ocupación por su porte. Por fin encontré ese ser anfibio, un tendero-caballero, y como justo castigo de mi tontería fui cazada, como si dijéramos, en la misma trampa que yo había preparado. Y digo esto porque no fui engañada, sino que me engañé a mí misma. El era también un gran pañero. Mi amiga quería haberme ajustado con su hermano, pero cuando llegó el momento de ha¬cerlo pareció resultar que él me quería por amante y no por es¬posa, y yo me mantuve fiel a mi principio de que una mujer con dinero no debe darse nunca como amante. Lo que me conservó honesta fue, por tanto, mi orgullo, no mis principios, ni mi dinero, ni mi virtud, aunque, como descubrí luego, me habría sido mucho mejor dejarme vender por mi amiga a su hermano que venderme yo misma a un comerciante que era, a la vez, calavera, caballero, tendero y mendigo. Pero mi ilusión de ser la esposa de un caballero, me lanzó a mi perdición de la manera más estúpida que mujer alguna pudo nunca hacer, porque mi nuevo esposo, al recibir de una vez una suma global de dinero, se lanzó a una profusión de gastos que todo lo que yo tenía, más lo que podía tener El, si es que tenía algo, no podía durar más allá de un año. Me quiso mucho durante más o menos la cuarta parte de un año, pero todo lo que saqué fue el placer de comprobar que una gran parte de mi dinero se gastaba en mí y debo decir que yo también contribuí a aquel derroche. Un día me dijo: -Venid, querida; vamos a pasar una semana en el campo. -Bien, querido -exclamé yo-. ¿Adónde iremos? -Me da lo mismo dijo él-, pero tengo la intención de que durante una semana seamos gente de calidad. Iremos a Oxford. -¿Cómo iremos? -pregunté-. i o no sé montar a caballo y es demasiado lejos para ir en coche. -¡Demasiado lejos! -replicó-. No hay un lugar demasiado lejos para un coche con un tiro de seis caballos. Si os llevo de viaje, viajaréis como una duquesa. -¡Bah, querido, eso es una tontería! -dije-. Pero si tenéis esta intención, a mí no me importa. Fijamos la fecha, alquilamos un coche de lujo, buenos caballos, un postillón y dos lacayos con librea, un caballero montado y so¬bre otro caballo un paje con una pluma en el sombrero. Todos los criados lo llamaban a él Milord y a mí me llamaban Su Gracia la señora Condesa. De esta forma, viajamos hasta Oxford, y tuvimos un viaje muy agradable, porque, debo hacerle justicia, ningún mendigo en el mundo hubiera sabido hacer el lord tan bien como mi esposo. Vimos todas las curiosidades de Oxford, hablamos con dos o tres directores de colegios sobre mandar a la Úniversidad a un sobrino nuestro que estaba al cargo de Milord y del cual éramos tutores. Nos divertimos burlándonos de unos pobres esco¬lares dándoles esperanzas de ser, por lo menos, capellanes de Milord y llevar una banda, y habiendo vivido de verdad como gente de calidad con el gasto que a ello corresponde, nos fuimos a Northampton. En pocas palabras, después de una correría de doce días, volvimos á casa habiendo gastado noventa y tres li¬bras. La vanidad es la perfección del petimetre. Mi marido tenía esta cualidad, pero no se fijaba en los gastos, y como su historia no tiene gran cosa de particular, basta decir que en dos años y medio, aproximadamente, quebró y no tuvo la suerte de ir a parar a la Mint, sino que fue a la cárcel por haber sido detenido por un cargo demasiado fuerte para poder depositar fianza. En¬tonces me mandó a buscar. Para mí no fue una sorpresa porque hacía tiempo que yo había previsto que acabaría en la bancarrota y había estado tomando medidas para guardar algo, aunque no pudo ser mucho, para mí. Pero cuando me mandó llamar, se portó mucho mejor de lo que yo esperaba. Reconoció honradamente que había estado ha¬ciendo el loco y que había permitido que lo sorprendieran, lo que podría haber prevenido; que preveía ahora que no podría arreglarlo y, por tanto, quería que fuese a casa y por la noche, sacara todo lo que había en ella de algún valor y lo pusiera en un lugar seguro; y después de esto quería que si podía coger género de la tienda por valor de cien o doscientas libras y guar¬dármelo lo hiciera, pero «sin decirle lo que había cogido ni a dónde lo había llevado». -En cuanto a mí -dijo-, estoy decidido a salir de esta casa y a marcharme, y si nunca más sabes de mí, querida, te deseo suerte. Sólo siento el perjuicio que te he causado. Al separarnos, me dijo muchas cosas agradables para mí, por¬que como ya he dicho, era un caballero. Este fue todo el beneficio que obtuve de tal condición y, en todas ocasiones, me trató de una manera muy agradable y con buenos modales hasta el final, sólo que gastó lo que era mío y luego me dejó que robara a los acreedores para poder subsistir. No obstante, no duden ustedes que hice lo que me dijo; des¬pués de separarnos así, nunca más volví a verle porque encontró la forma de huir de los alguaciles aquella noche o la siguiente y se fue a Francia y los acreedores arramblaron con todo lo que quedó como pudieron. No sé cómo lo hizo, pero lo que llegó a mis oídos fue que entró en casa alrededor de las tres de la ma¬drugada, hizo que el resto de los bienes fuese trasladado a la Mint y cerró la tienda, y habiendo reunido todo el dinero que pudo encontrar, marchó a Francia, como he dicho, desde donde recibí una o dos cartas suyas y luego ninguna más. Cuando fue a casa no le vi, porque seguí al pie de la letra sus instrucciones y, habiéndome dado prisa, ya no tenía nada que hacer allí, pues temí ser detenida por los acreedores, porque se formó una comi¬sión de bancarrota y podrían haberme detenido por orden de los comisarios. Mi marido salió muy diestramente de la prisión pre¬ventiva descolgándose de una manera desesperada, desde el te¬jado de la casa hasta el del otro edificio y desde allí, a pesar de haber una altura de dos pisos, lo que era más que suficiente para romperse la crisma, saltó a la calle; luego fue a casa y sacó los géneros antes de que los acreedores pudieran cogerlos, es decir, antes de que pudieran formar comisión de quiebra y mandar a los oficiales a tomar posesión de ellos. Mi marido fue muy atento conmigo, por lo que digo aún que era un caballero, pues en la primera carta que me escribió desde Francia, me enteró de que había empeñado veinte piezas de ho¬landa fina por treinta libras, las que, en realidad, valían noventa y me adjuntaba la papeleta y una autorización para retirarlas pa¬gando el empeño, lo que así hice y, con el tiempo saqué de ellas más de cien libras pues las corté y las fui vendiendo a varias fa¬milias, una aquí y otra allá, a medida que se me presentaba una oportunidad. No obstante, con todo esto y lo que antes me había asegurado, al hacer recuento, encontré que mi situación había cambiado mucho y mi fortuna estaba muy disminuida, porque, incluyendo la tela de holanda y un paquete de muselina fina que me había llevado antes, alguna plata y otras cositas más, vi que difícil¬mente llegaba • a las quinientas libras. Mi situación era muy ex¬traña, porque, sin tener hijos (había tenido uno con mi caballero¬tendero, pero murió), era como una viuda embrujada. Tenía ma¬rido y no tenía marido y no podía pretender casarme de nuevo, ; aunque sabía que mi esposo no pondría nunca más los pies en In¬glaterra, ni que viviera cincuenta años. Así, pues, como digo, el matrimonio me estaba vedado, fuese cual fuese la proposición que me hicieran, y no tenía ningún amigo que pudiera aconse¬jarme respecto a la situación en que me encontraba o, por lo menos, en quien confiara lo suficiente para exponerle mi situa¬ción, ya que si los comisionados se enteraban de quién era yo seguramente me buscarían y me interrogarían bajo juramento y me quitarían todo lo que había salvado. Ante este temor, lo primero que hice fue apartarme de mis conocidos y tomar otro nombre. Y desde luego hice bien porque me fui a vivir a la Mint, donde me hospedé en un sitio muy reti¬rado y me hice llamar mistress Flanders. Allí me sentí muy segura, ya que mis nuevos vecinos no me conocían ni nada sabían de mí, pero pronto tuve compañía, ya sea porque las mujeres escasean entre la clase de gente que gene¬ralmente se encuentra allí o porque hay mucha necesidad de buscar consuelos que palíen las desventuras. Pronto me di cuenta de que entre aquellos afligidos una mujer agradable tenía gran aceptación y que los que buscaban dinero para poder pagar media corona por libra a sus acreedores y quedaban a deber sus comi¬das en la taberna del «Toro» sabían cómo encontrar dinero para una cena si una mujer les gustaba. No obstante, por el momento me conservé salva, aunque, igual que la querida de lord Rochester, a la que agradaba su com¬pañía, pero no le permitía nada más, empecé a tener fama de prostituta sin serlo. Ante esto, cansada de aquel lugar y también de la compañía, empecé a pensar en mudarme. Para mí era, en efecto, un caso que me hacía reflexionar pro¬fundamente ver aquellos hombres abrumados por situaciones difíciles, que habían llegado a varios grados por debajo de la ruina, cuyas familias eran objeto de terror para ellos y de caridad para los demás, y que, sin embargo, mientras tenían un penique e incluso sin tenerlo trataban de ahogar sus penas en el vicio amontonando pecados sobre sus cabezas, procurando olvidar co¬sas pasadas cuando era precisamente el momento de recordarlas a fin de acrecentar el arrepentimiento, y pecando de nuevo como remedio de haber pecado antes. Pero no soy yo la más indicada para predicar. Aquellos hom¬bres eran demasiado perversos, incluso para mí. En su forma de pecar había algo horrible y absurdo como si se les forzara a hacerlo. No sólo obraban contra la conciencia, sino incluso con¬tra la naturaleza tratando de ahogar las reflexiones que su si¬tuación les inspiraba continuamente, y así no era nada difícil ver que los suspiros interrumpían sus canciones y que, a pesar de sus sonrisas forzadas, sus frentes acusaban la palidez de la angustia, e incluso, algunas veces, les salían de la boca cuando acababan de tirar su dinero en un deleite lujurioso o en un abrazo vicioso. Les he oído exclamar con hondos suspiros: «¡Soy peor que un perro. Bueno, Betty querida, no obstante, beberé a tu salud!», recordando a la pobre esposa, quizá con tres o cuatro niños y sin media corona en el bolsillo. La mañana siguiente se sentirían otra vez arrepentidos y quizá la pobre esposa des¬consolada iría a verle para enterarle de lo que estaban haciendo los acreedores, de cómo ella y los niños se iban a ver arrojados de su casa, o cualquier otra noticia por el estilo, y esto añadía materia a sus arrepentimientos. Pero cuando se ha llegado casi a enloquecer, como no ese tienen principios en qué sustentarse, ni nada dentro para hallar consuelo, sino que todo son tinieblas, busca de nuevo el mismo consuelo, es decir, la bebida y la crá¬pula, en compañía de hombres de sus mismas condiciones, y re¬pite su falta avanzando así cada día un paso más por el camino de su propia destrucción. Yo no era aún lo suficiente perversa para hombres de esta clase. Por esta razón, empecé a pensar muy seriamente qué iba a hacer, cuál era ml situación y qué camino podía seguir. Sabía que no tenía amigos, ni un solo amigo o conocido en el mundo, que cuando se acabara lo poco que me quedaba me quedaría en la miseria. Estas consideraciones y el horror que me inspiraba el lugar donde me encontraba, y los casos terribles que tenía siempre ante mí, me decidieron a marcharme. Había conocido allí a una mujer de muy buena condición, que era también viuda como yo, pero en mejor situación. Su marido había sido capitán de un barco mercante que, al regreso de un viaje a las Indias Occidentales, naufragó y aunque salvó la vida, en vez del provecho que hubiera obtenido de llegar bien, se puso tan enfermo que se le rompió el corazón y murió, y su viuda, al ser perseguida por los acreedores, se vio obligada a refugiarse en la Mint. Con ayuda de unos amigos, arregló las cosas y quedó nuevamente en libertad. Al saber que yo estaba allí, sólo para ocultarme y no por otra causa, y descubrir que coincidíamos en odiar justamente aquel lugar, me invitó a que fuera a su casa a vivir con ella hasta que pudiera dar con la manera de estable¬cerme nuevamente en la vida a mi satisfacción, diciéndome, ade¬más, que era muy posible que, como íbamos a vivir, cualquier capitán de barco se prendara de mí y me cortejara. Acepté su oferta y estuve medio año con ella. Habría estado más tiempo, pero entretanto le sucedió a ella lo que me dijo que podía sucederme a mí y se casó en muy buenas condiciones. Pero lo mismo que su fortuna iba hacia arriba, la mía iba hacia abajo, porque no encontré nada más conveniente que dos o tres contramaestres, pues por lo que se refiere a capitanes, eran gene¬ralmente de dos clases: los que teniendo un buen negocio, es decir, un buen barco, decidían no casarse, a menos que no fuese con ventaja o sea con una mujer rica, y los que, no teniendo em¬pleo, buscaban una mujer que les ayudara a conseguir un barco; quiero decir, una mujer que tuviera algún dinero, y pudiera, por tanto, ayudarles a ser propietarios de parte del barco, a fin de animar a los armadores a entrar en el negocio; o una mujer que, aunque no tuviera dinero, tuviera amistades dentro del ramo marítimo y pudiera ayudar al joven a obtener un buen barco, lo que es tanto como ser dueño de una parte. Y como ninguno de estos casos era el mío, parecía estar destinada a quedarme como estaba. Este conocimiento lo adquirí pronto por experiencia propia, es decir que el asunto matrimonio era distinto aquí y que no podía esperar en Londres lo que había encontrado en el campo. Aquí los casamientos eran el resultado de unas intrigas para crear intereses y continuar negocios y el amor no tenía ninguna intervención o muy poca en el asunto. Como había dicho mi cuñada de Colchester, la belleza, el ingenio, los modales, el buen humor, la buena conducta, la edu¬cación, la virtud, la piedad y cualquier otra calificación, fuese de cuerpo o de alma, no tenía poder alguno de recomendación, pues era solamente el dinero lo que hacía agradable a una mujer. Los hombres escogían sus queridas por afecto y a una prostituta le era necesario ser bella, bien formada, tener un buen sem¬blante y un comportamiento gracioso. Pero en cuanto a la esposa, ninguna deformidad chocaba al gusto, ni ninguna mala calidad al juicio, sino que el dinero era lo que contaba. La dote no era nunca mala ni monstruosa. El dinero era siempre agradable sin importar cómo fuera la esposa. Además, como todas las ventajas estaban de parte del hom¬bre, descubrí que la mujer había perdido el privilegio de decir: «No», y que ahora constituía un favor para una mujer que se le solicitara y que si alguna joven tenía la arrogancia de oponer una negativa, ya nunca más se le ofrecía la oportunidad de darla por segunda vez y mucho menos de reparar aquel paso en falso y aceptar luego lo que había rechazado antes. Los hombres tenían el poder de escoger y las mujeres eran muy desgraciadas porque parecían estar detrás de la puerta, de manera que si un hombre, por una rara casualidad, era rechazado en una casa, estaba seguro de ser bien acogido en la siguiente. Además de esto, observé que los hombres no tenían ningún escrúpulo en espabilarse y salir a cazar una fortuna, como lo lla¬maban, cuando ellos no tenían fortuna alguna ni mérito para merecerla, y lo llevaban a tal extremo que la mujer no tenía ni siquiera el derecho de saber el carácter o la posición del hombre que la pretendía. De esto tuve un ejemplo en una seño¬rita que vivía en una casa al lado de la mía y con quien cogí alguna intimidad. La cortejaba un joven capitán y aunque ella tenía cerca de dos mil libras de fortuna, al enterarse él de que había preguntado a alguno de los vecinos cómo eran su carácter, su moral y su posición, en la visita siguiente le hizo saber que esto le había sentado muy mal y que no la molestaría más con sus visitas. Habiéndome enterado de ello y como había empezado ya su amistad conmigo fui a verla y tuvimos una larga conver¬sación sobre el asunto. Ella me abrió su pecho con toda fran¬queza y me di cuenta de que, a pesar de que creía que había sido mal tratada, no estaba resentida por ello, sino muy picada por haberlo perdido y, sobre todo, porque pudiera conquistarlo otra con menos fortuna. Procuré arrancar de su mente toda aquella bajeza, como yo la llamaba y le dije que yo incluso en la baja condición en que me encontraba, habría despreciado a un hombre que hubiese pen¬sado que tenía que aceptarlo sólo bajo su palabra, sin dejarme la libertad de informarme de su fortuna y de su carácter. Tam¬bién le dije que, poseyendo una buena fortuna, no tenía nece¬sidad de inclinarse ante los desastres de ahora; que ya era sufi¬ciente que los hombres pudiesen insultar a las que teníamos poco dinero, pero que si dejaba pasar una tal afrenta sin resen¬tirse por ella se rebajaría a sí misma y sería despreciada por todas las mujeres de aquella parte de la ciudad; que a una mujer no le puede faltar nunca una oportunidad para vengarse a., un nombre que la ha tratado tan mal, ya que hay maneras sobradas de hu¬millarlo, pues, de no ser así, las mujeres seríamos las criaturas más desgraciadas del mundo. Vi que le gustaba mucho mi discurso y me dijo seriamente que le agradaría mucho hacerle objeto de su resentimiento, ya sea logrando que volviera o teniendo la satisfacción de que su ven¬ganza fuera lo más pública posible. Le dije que si seguía mi consejo le diría lo que podía hacer para que se cumplieran sus deseos, y que me comprometía a llevar al hombre nuevamente a la puerta de su casa y hacerle pedir que se le permitiera la entrada. Al oír esto sonrió y pronto comprendí que si él iba nuevamente a su puerta no lo dejaría mucho tiempo fuera sin invitarle a entrar. No obstante, escuchó atentamente el consejo que se le ofre¬cía. Yo le dije que lo primero que tenía que hacer era algo de justicia para ella, es decir, que como él había ido diciendo que la había dejado atribuyéndose la negativa, se tomara el cuidado de esparcir entre las mujeres, lo cual no había de resultarle difí¬cil en un barrio tan amigo de enterarse de las cosas de las demás, que había preguntado las circunstancias de él, y se había ente¬rado de que no era el hombre que pretendía ser. -Decidles, señora -le dijo-, que no es él el hombre que vos esperabais y que os pareció que no os ofrecía ninguna segu¬ridad andar con él, pues se os dijo que tenía mal carácter y que se jactaba de haber abusado de algunas mujeres y especialmente que era de una moral disoluta, etcétera. Esto último era bastante verdad, pero no me pareció que por ello le gustara menos. Se dio mucha diligencia en obrar tal como yo le había dicho; encontró quién la ayudara, lo cual no le costó mucho porque con sólo contar su historia a un par de chismosas del barrio fue ya la comidilla de la hora del té en toda aquella parte de la ciudad, de manera que me encontré con la historia en todas las visitas que hice. Además, como se sabía que yo era amiga de aquella señora se me preguntaba mi opinión muy a menudo y yo confirmaba con creces cuanto había dicho ella y pintaba el carác¬ter de él con los colores más oscuros, pero, además, como cosa confidencial, añadía que había oído decir que estaba en muy mala situación y con mucha necesidad de una fortuna para de¬fender sus intereses con los armadores que trataba; que no había pagado su parte y que si no la pagaba pronto los armadores lo echarían del barco y probablemente sería el piloto quien lo man¬dara, ya que había ofrecido quedarse con la parte que el capitán había prometido subvenir. También añadí, porque en realidad estaba muy picada con aquel bribón como yo lo llamaba, que había oído decir que tenía una esposa en Plymouth y otra en las Indias Occidentales, cosa que, como sabían, no era nada extraño en estos caballeros. Esto dio el resultado que esperábamos, porque muy pronto se le cerró la puerta de la casa de al lado, donde había una joven señorita cuya fortuna administraba su padre y su madre, y el padre le prohibió la entrada. También en otra casa donde iba, la mujer, aunque parezca extraño, tuvo la valentía de decirle que no, y dondequiera que probara, se le reprochaba su orgullo y que no permitía que la mujer pretendida se enterara de su ca¬rácter y demás circunstancias. Entonces empezó a darse cuenta del error y como había alar¬mado a todas las mujeres de este lado del río, se fue a Ratcliff y empezó a frecuentar algunas de las señoras de allí; pero aun¬que allí las mujeres tenían tantas ganas como aquí de que se las solicitase, su mala fortuna quiso que la fama de su carácter cruzara el río con él y que su nombre tuviera tan poca estima como en nuestro lado. La cosa se le puso tan mal que pudo haber encontrado muchas esposas, pero no entre las que tenían fortuna, que esto es lo que él buscaba. Pero esto no fue todo. Mi amiga, se las arregló muy ingeniosamente para que un joven caballero pariente suyo, que, en realidad, estaba ya casado, fuera y la visitara dos o tres veces por semana en un bonito coche con lacayo de librea y yo, entonces, también hice correr el rumor de que la cortejaba, que era un caballero de unas mil libras de renta al año, que se había enamorado de ella y que se iría a casa de su tía, ya que para el caballero era un inconveniente ir a verla con su coche a Redriff por ser las calles tan estrechas. Esto dio inmediatamente un buen resultado. En todas partes se rieron del capitán, que estaba a punto de ahorcarse, desespe¬rado. Probó de todas maneras de volver con ella y le escribió las cartas más apasionadas del mundo, excusándose por su ante¬rior arrebato. En suma, tras mucho porfiar obtuvo permiso para visitarla otra vez a fin, como dijo, de limpiar su reputación. El encuentro sirvió para que ella se tomara una venganza completa, porque le dijo que quién pensaba que era ella que pudiera admitir un hombre para un contrato de tanta importan-cia, sin antes informarse de cuáles eran sus medios y de su carác¬ter, sobre todo cuando él no había pagado la parte que pretendía tener en el barco que mandaba; cuando sus armadores estaban resueltos a quitarle el mando del barco y dárselo a su piloto; cuando se dudaba de su moralidad porque había sido desprecia¬do por tales y cuales mujeres; cuando se decía que tenía una esposa en Plymouth y otra en las Indias Occidentales, y otras cosas por el estilo; y le preguntó si podía negar que, de no acla¬rarse todo esto, tenía razón en rechazarlo y, entretanto, insistir que le diera una satisfacción en unos puntos de tanta importancia como eran éstos. Quedó él tan confundido que no podía articular ni una sola palabra, hasta el punto que ella empezó a creer que quizá todo fuera cierto, tal era su turbación, aunque sabía perfectamente que era ella misma la que había hecho circular aquellos rumores. Al cabo de un rato, él pudo recobrarse algo y desde entonces, se convirtió en el cortejador más humilde, más modesto y más constante. Ella llevó su broma mucho más lejos. Le preguntó si creía que había llegado a tal extremo que tenía que soportar su mal trato y si no se daba cuenta que lo que ella estimaba era a los que consideraban que valía la pena de llegar por ella mucho más lejos que él, refiriéndose al caballero que, como cebo, había logrado que la visitara. Con todos estos trucos, lo obligó a someterse a todo cuanto ella quería, tanto en circunstancias como en conducta. El llevó las pruebas de que había pagado su participación en el barco y le enseñó certificaciones de los armadores de que el rumor de querer quitarle el mando y darlo al piloto era falso y sin funda¬mento; en suma, fue todo lo contrario de lo que había sido antes. Así convencí a mi amiga de que si los hombres sacan ventaja de su sexo en el asunto del matrimonio, sobre el supuesto de que hay mucho que escoger y las mujeres son fáciles, es porque a las mujeres les falta el valor de mantener su derecho y de jugar sus cartas, porque como dice milord Rochester: Una mujer no queda nunca tan destruida, que no pueda vengarse de su destructor, el hombre. Después de esto, la joven lo hizo tan bien que, siendo su prin¬cipal deseo tenerlo, hizo que obtenerla a ella fuese para él la cosa más difícil del mundo, y no lo hizo con un porte altanero y reservado, sino con una política hábil, volviendo las tornas con¬tra él y jugando su mismo juego, porque así como él pretendió, con altanería, oponerse a que inquiriesen su carácter, rompiendo con ella por considerarlo una afrenta, ella también rompió con él por esta misma razón y, al mismo tiempo, lo hacía someterse a todas las investigaciones sobre sus asuntos mientras, aparen¬temente, le cerraba las puertas de su corazón. Para él era suficiente poder hacerla su esposa. En cuanto a lo que ella tenía, le dijo claramente que como él ya conocía sus circunstancias era justo que ella conociera las de él y como que cuando sólo conocía estas circunstancias por el decir de los de¬más, y aquel conocimiento había sido suficiente para que le hiciera grandes protestas de amor, lo único que podía hacer ahora era pedir su mano y la dote correspondiente, de acuerdo con la costumbre de los novios. En definitiva, no le dejó ocasión de hacerle pregunta alguna sobre su posición económica, de lo cual ella sacó la ventaja correspondiente, como mujer prudente, porque colocó parte de su fortuna en diversas inversiones sin decirle nada a él, de manera que el dinero estaba fuera de su alcance, y lo dejó contento y satisfecho con el resto. Desde luego, estaba en una situación bastante buena, es decir que, en dinero, tenía unas mil cuatrocientas libras, que le dio a él; y lo demás, después de algún tiempo, se lo dijo, pero como un gaje para ella, lo que él tuvo que aceptar como un gran favor, pues aunque no podía ser suyo, por lo menos le aliviaría en los gastos particulares de ella. Debo añadir que, por su conducta, el caballero fue no sólo el más humilde en su solicitud para obte¬nerla, sino también el más complaciente de los maridos cuando la tuvo. Al llegar aquí no puedo por menos que hacer presente a las se¬ñoras, que ellas mismas se colocan por debajo del nivel normal de una esposa, que, si se me permite no ser parcial, diré que es ya bastante bajo de por sí, y digo que se colocan por debajo del nivel normal y ponen la base de su propia mortificación cuando se someten de antemano a ser rebajadas por los hombres, sin que yo pueda ver que haya necesidad alguna de ello. Este relato puede servir, por tanto, para que las señoras vean que la ventaja no está tanto del lado de los hombres como ellos mismos creen, y aunque sea verdad que los hombres tienen mucho que escoger entre nosotras y que algunas mujeres se des¬honren a sí mismas y sean baratas y fáciles de obtener y casi no esperen a que se las solicite, en cambio, si ellos quieren tener mujeres que valgan la pena, no las encontrarán tan fácilmente. Las que no son difíciles son deficientes y yo recomendaría a las mujeres que fueran difíciles, en vez de animar a los hombres en sus fáciles cortejos, ya que ellos tampoco pueden esperar que sean buenas esposas las mujeres que se dan a la primera ocasión. Es cierto que las mujeres siempre aventajan a los hombres cuando se mantienen firmes y dejan ver a sus pretendientes que no quieren verse tratadas a la ligera y que no temen decir que no. Ellos nos insultan gravemente cuando hablan del gran nú¬mero que hay de mujeres y dicen que las guerras, el mar y el trabajo y otros accidentes se han llevado a muchos hombres y que, por tanto, no existe proporción entre el número de hombres y de mujeres, por lo que las mujeres están en desventaja. Estoy lejos de convenir en que el número de mujeres sea tan elevado y el de hombres tan pequeño, pero si me permiten apuntar a la verdad diré que la desventaja de la mujer es un escándalo para el hombre y la causa es ésta y solamente ésta: que los tiempos son tan malos y el sexo tan disoluto que el número de hombres con el qué una mujer honrada puede unirse es verdaderamente pequeño, porque sólo de vez en cuando se encuentra un hombre verdaderamente digno de que una mujer pueda aventurarse con él. Pero la consecuencia de esto no es más que las mujeres debie¬ran ser más sutiles, porque, ¿qué es lo que sabemos del carácter del hombre que nos hace la oferta? Decir que la mujer en esta ocasión debiera ser más fácil, es decir que debiera ser más atre¬vida en aventurarse a causa de la magnitud del peligro. Esto, a mi entender, es un absurdo. Por el contrario, las mujeres tienen diez mil veces más razón para ser cuidadosas y retraídas, ya que la posibilidad de ser trai¬cionadas es mayor. Y si las señoras pensaran en esto y fuesen más precavidas, verían la trampa que se les tiende, porque hoy día, son muy pocos los hombres cuyas vidas tienen personalidad, y si las señoras investigan sólo un poco, podrán enterarse de cómo es el hombre y librarse del peligro. En cuanto a las mujeres que creen que no vale la pena preocuparse de su seguridad, las que, impacientes para entrar en el estado que creen perfecto, deciden aceptar el primer cristiano que se les presenta, corriendo al matrimonio como aquel que va a la guerra, sólo puedo decirles esto: que pertenecen a una clase de mujeres, entre las que no tienen personalidad, por las que hay que rogar a Dios. A mí me recuerdan a los que exponen toda su hacienda en una lotería cuando hay un solo premio para cien mil números. Ningún hombre con sentido común tendrá en menos a una mujer porque no se rinde al primer ataque o porque no acepte sus proposiciones hasta haberse enterado de su carácter y, por el contrario, la creerá la más débil de todas las criaturas, tal como van ahora las cosas. En definitiva, tendrá una pobre opi¬nión de su capacidad e incluso de su inteligencia, si, teniendo una sola oportunidad en su vida, la usa en seguida y hace del matrimonio lo que es la muerte, un salto en las tinieblas. Quisiera que en este aspecto la conducta de mi sexo fuera más regular en lo que, en estos tiempos y en esta vida, nos hace. sufrir tanto. Es solamente la falta de valor, el temor a no casarse y a aquel temido estado de la vida que se llama ser una solterona. Este es, digo yo, el cepo que nos tiende la vida, pero si las muje¬res pudieran remontar de una vez este temor y hacer las cosas bien, lograrían ciertamente mejores resultados en el camino de su felicidad manteniendo sus posiciones que exponiéndose como se exponen. Si no se casaban tan pronto como era su deseo, en cambio quedarían compensadas casándose con una mayor segu-ridad. La que tiene un mal marido es que se ha casado demasiado pronto y nunca se casa demasiado tarde la que logra un buen esposo. No hay mujer alguna, exceptuando las deformes y las de mala reputación, que no pueda casarse con una mayor segu¬ridad si sabe hacer bien las cosas. En cambio, si se precipita, tiene diez probabilidades contra una de ser desgraciada. Y ahora, vuelvo a mi situación que por aquel tiempo no tenía nada de placentera. La situación en que me encontraba hacía necesario que lograra un buen marido, pero pronto me di cuenta que de nada servía mostrarme barata y fácil. Pronto se fue sabiendo que no tenía fortuna y decir esto de mí era decir todo lo malo posible porque empecé a ser dejada de lado en las especulaciones matrimoniales. Yo era bonita, bien educada, ingeniosa, modesta y agradable, pero todo esto que se me atri¬buía, con o sin razón, constituía lo que menos importa, no tenía ningún valor porque no lo acompañaba una dote, pues el dinero se había convertido en cosa más importante que la misma virtud. En suma, que yo no era más que una viuda que no tenía di¬nero. Comprendí, por tanto, que por mis circunstancias era com¬pletamente necesario que cambiara de lugar y me fuese a algún otro sitio donde no fuera conocida, e incluso con otro nombre si había motivo para ello. Comuniqué mi intención a mi amiga íntima, la señora del ca¬pitán, a la que yo había servido fielmente en el asunto de dicho capitán y que estaba dispuesta a servirme del mismo modo, si lo deseaba. No tuve escrúpulos en enterarla de mi situación. Mi capital era pequeño, pues había reunido cosa de quinientas cua- renta libras al terminar mi asunto anterior, pero ya había gas¬tado algo, de manera que me quedaban cuatrocientas sesenta libras, unos lujosos vestidos, un reloj de oro y algunas joyas, aunque no de gran valor y alrededor de treinta o cuarenta libras en telas que no había vendido aún. Mi querida y fiel amiga, la esposa del capitán, estaba tan agra¬decida del favor 'que yo le había hecho en el asunto del casa¬miento, que no sólo era una amiga segura, sino que, conociendo mi situación, cuando recibía dinero me hacía regalos que equi¬valían a mis gastos de manutención, de manera que yo no gastaba nada de lo mío. Por fin un día me hizo una proposición des¬graciada. Como habíamos observado por lo que le había ocurrido a ella que los hombres no tienen escrúpulos en presentarse como merecedores de una mujer con fortuna cuando ellos no la tienen, era solamente justo pagarles en la misma moneda, es decir, en¬gañar al que nos engañaba. La esposa del capitán me metió este proyecto en la cabeza y me dijo que si me dejaba guiar por ella ciertamente me pro¬porcionaría un marido rico sin dejarle a él motivo alguno para que luego pudiera hacerme reproches por mi pobreza. Le dije, como era lógico, que me ponía completamente en sus manos y que no tendría en este asunto lengua para hablar ni pies para mo¬verme, a menos que fuese bajo sus órdenes, y que confiaba que ella me sacaría de las dificultades en que pudiera hacerme meter, de lo cual me dijo que respondía plenamente. El primer paso fue llamar a su prima y mandarme a una casa que tenía en el campo a donde llevó a su marido para visitarme y llamándome prima supo hacer las cosas tan bien que su marido y ella me invitaron con mucha insistencia a que fuera a la ciudad y me quedase con ellos, pues ahora vivían en un lugar distinto de donde estaban antes. A continuación dijo a su esposo que yo tenía una fortuna de mil quinientas libras por lo menos y que, según le habían dicho algunas de mis amistades, era posible que tuviese mucho más. Bastó con decirle esto a su marido; no se precisó nada por par¬te mía. No tuve más que quedarme sentada y esperar los acon¬tecimientos, porque en seguida se esparció el rumor por todo el vecindario de que la viuda que estaba en casa del capitán... tenía una fortuna que, por lo menos, ascendía a mil quinientas libras y posiblemente a bastante más y que el capitán así lo decía. Y si alguien preguntaba alguna vez al capitán sobre ello, él no tenía ningún escrúpulo en afirmarlo, aunque no sabía una sola palabra del asunto más que lo que su esposa le había con¬ tado. Desde luego, no creía hacer ningún daño porque realmente pensaba que era, así, ya que su esposa se lo había dicho. Cuando la gente sabe que hay una fortuna en juego es sobre los funda¬mentos más livianos que levanta edificios. Con esta reputación de mujer rica pronto me vi rodeada de admiradores y pude esco¬ger entre ellos,, a pesar de que dicen que van tan escasos, lo que, por otra parte, confirma lo que he dicho antes. Siendo mi caso como era, tenía que jugar muy sutilmente. De momento tenía que escoger entre ellos el que mejor conviniera a mi propósito, es decir el hombre que creyera más fácilmente en el rumor de mi riqueza sin inquirir demasiadas cosas. A menos que lograse esto, no lograría nada, porque mi situación no resistía muchas inves¬tigaciones. Escogí al hombre sin gran dificultad, guiada por el juicio que formé de él por su modo de cortejarme. Había dejado que me hiciera protestas y juramentos de que me amaba sobre todas las cosas del mundo y que lo único que quería es que yo lo hiciera feliz, todo lo cual yo sabía que estaba basado en el supuesto, es decir, en la seguridad de que yo era muy rica, aunque yo no le había dicho nunca una palabra en este sentido. Aquel era mi hombre, pero tenía que probarlo hasta el fin, pues precisamente en esto consistía mi seguridad porque si él fallaba yo sabía que estaba perdida, tan seguro como que estaba perdido él si se casaba conmigo, y si yo hacía alguna alusión a su fortuna, era la forma de que también él hiciera alguna a la mía, por lo que, de entrada, fingí en todas las ocasiones que dudaba de su sinceridad y le dije que quizá me cortejaba única¬mente por mi fortuna. En este punto, él me cerró la boca con una lluvia de protestas, como he dicho antes, pero yo aún seguía fingiendo dudar. Una mañana, se sacó su anillo de brillantes y escribió en el vidrio de mi ventana este verso: A vos quiero y sólo a vos. Yo lo leí y pedí que me dejara el anillo, y grabé debajo: Y así, en amor, dicen todos. Tomó el anillo otra vez y escribió otro verso: Sólo la virtud es riqueza. Se lo volví a pedir y escribí debajo: Pero dinero es virtud, oro es destino. Enrojeció violentamente al ver con qué facilidad le daba la réplica y como en una especie de frenesí, me dijo que me con¬quistaría y escribió así: Desprecio tu oro y, no obstante, te amo. Me aventuré sobre este último verso, como verán, pues escri¬bí debajo con osadía: Soy pobre. A ver hasta dónde llega tu bondad. Para mí, era esto una triste verdad. Si él lo creyó o no, no puedo decirlo, pero supongo que no lo creyó. No obstante, voló hacia mí, me cogió en sus brazos y besándome con mucha avidez y con la mayor pasión, me tuvo sujeta y pidió papel y tinta di¬ciendo que no podía seguir escribiendo en el cristal y sacando un trozo de papel se puso a escribir nuevamente: Sé mía, con toda tu pobreza. Yo tomé la pluma y continué así: Pero, en el fondo, esperas que esté mintiendo. Me dijo que esto no era justo y que le obligaba a contrade¬cirme, lo cual no estaba de acuerdo con los buenos modales ni tampoco con su afecto, y, por tanto, ya que, insensiblemente, lo había metido en este garabato poético, me rogaba que no le obligara a dejarlo, y siguió escribiendo: Deja que nuestra única disputa sea el amor. Yo escribí a continuación: Ya ama bastante la que odia. Consideró esto como un favor y dejó los bártulos, es decir la pluma. Digo que tomó esto por un favor y, desde luego, lo era y grande si lo hubiese sabido todo. No obstante, él lo interpretó como yo lo decía, o sea que estaba inclinada a seguir con él. Y en verdad yo tenía todas las razones del mundo para hacerlo, pues era el hombre más alegre y de mejor humor que yo había conocido y muchas veces me decía a mí misma que era un cri¬men engañar a un hombre así. Pero necesitaba un acomodo apropiado a mi situación y ésta era mi justificación. Ciertamente por más que su afecto por mí y la bondad de su carácter pudie¬ran incitarme a no abusar de él, era también argumento de peso para mí pensar que aceptaría mucho mejor mi pobreza que no cualquier infeliz de mal genio que, a lo mejor, no tendría en su favor más que una de aquellas pasiones que hacen infeliz a una mujer para toda la vida. Además, había bromeado con él tan a menudo sobre mi po¬breza o, por lo menos, por broma lo tenía él, que cuando des¬cubriera que era verdad, él mismo cerraría previamente la puerta a cualquier objeción, ya que, en broma o de veras, había decla¬rado que me tomaba sin pensar para nada en la dote, y yo, en broma o en serio, le había dicho que era muy pobre, de manera que lo tenía atado por todos los lados, aunque después pudiera decir que se había engañado, no podría nunca decir que lo había engañado yo. Después de esto fue apretando el cerco y como yo pude dar¬me cuenta de que no había lugar a temer perderlo, jugué con él la carta de la indiferencia más tiempo de lo que la prudencia hubiese podido aconsejar, de haber sido él de otro modo. Pero consideré la ventaja que me daría sobre él esta cautela cuando llegara el momento en que fuese necesario declarar mi verdadera posición, y lo hice con mayor astucia porque descubrí que él inferiría, como en realidad tenía que hacer, que yo tenía más dinero o más juicio y no quería aventurarme. Un día, después de haber estado hablando largamente sobre el asunto, me tomé la libertad de decirle que puesto que había recibido de él la prueba de su amor verdadero, es decir, que me tomaría sin hacer investigaciones sobre mi fortuna, yo le com¬pensaría haciendo la mínima investigación posible que la razón exigía sobre su fortuna, pero que esperaba que me permitiría hacerle tinas pocas preguntas que él contestaría o no, según cre¬yera conveniente y que yo no me ofendería si no me las contes¬taba. Úna de estas preguntas se refería a nuestro plan de vida y al lugar donde íbamos a vivir porque había oído decir que tenía unas grandes plantaciones en Virginia y que él había hablado de ir a vivir allí y a mí no me satisfacía mucho el traslado. Después de decirle esto, empezó a contarme voluntariamente todo lo referente a sus negocios y a explicarme, con su modo franco y abierto, todas sus circunstancias, por lo que supe que estaba en muy buena posición, pero que gran parte de su hacien¬da consistía en tres plantaciones que. tenía en Virginia y que le producían una buena renta, hablando en términos generales, del orden de las trescientas libras por año, pero que si él viviese allí, le reportarían quizá cuatro veces más. «Muy bien -pensé yo-. «Me llevaréis allí cuando queráis, pero no voy a decíroslo de an¬temano.» Bromeé con él sobre el aspecto que tendría en Virginia, pero me di cuenta de que haría todo cuanto yo deseara, si bien no parecía contento de que no diera importancia a sus plantacio¬nes, por lo que cambié de tema. Le dije que tenía una gran razón para no ir a vivir allí, porque si sus plantaciones eran tan valio¬sas, yo no tenía una fortuna para un caballero de mil doscientas libras al año como decía él que sería su hacienda. Replicó generosamente que no me preguntaba cuál era mi for¬tuna. Me había dicho desde el principio que no lo haría y cum¬pliría su palabra, pero fuese la que fuese, nunca deseó llevarme a Virginia con él, ni ir él allí sin mí, a menos que yo estuviese completamente dispuesta a ello por mi propia elección. Todo esto, como pueden ustedes suponer, era como yo desea¬ ba y nada podría haber sucedido que me gustara más. Seguí tan lejos como pude con mi aire de indiferencia, que le extrañaba, más ahora que al principio, pero que era el apoyo principal de su cortejo, y hago mención de ello para decir nuevamente a las señoras que su falta de decisión para emplear esta indiferencia, es lo que resta valor a nuestro sexo y lo prepara para ser objeto del mal trato que luego recibe. Si se aventurasen, de vez en cuando, a perder un pretendiente de esos que tienen una excesiva opinión de su propio mérito, seguramente serían menos desprecia¬das y más cortejadas. Estoy segura de que le tenía tan bien co¬gido que, sí le hubiese dicho cuál era mi fortuna y que, todo junto, no llegaba a las quinientas libras cuando él esperaba mil quinientas, aun así, me habría tomado en tales circunstancias. Y tanto es así, que, cuando se enteró de la verdad, fue para él una sorpresa mucho menor de lo que habría sido. El no podía hacerme ningún reproche pues lo había tratado hasta el final con aire de indiferencia, por lo que se limitó a decir que creía que sería más, pero que aun cuando hubiese sido menos no se habría arrepentido de su elección, sólo que, claro está, no podría mantenerme tan bien como había pensado. En definitiva, que nos casamos y con toda felicidad por mi parte, según puedo asegurar, por lo que al hombre se refiere, porque era el ser más simpático del mundo, aunque su posición no era tan buena como yo creía y, por otra parte, al casarnos no mejoró todo lo que él esperaba. Cuando estuvimos casados, busqué con astucia la mejor ma¬nera de darle mi pequeño capital y decirle que no había más, porque era necesario que se lo diera, de manera que aproveché la oportunidad un día en que estábamos solos para entablar un corto diálogo con él sobre este asunto. -Querido -le dije-, hace ya quince días que estamos casa¬dos. ¿No crees que ha llegado ya la hora de que sepáis si tenéis una esposa con algo o sin nada? -Cuando vos queráis, querida -repuso-. Yo estoy conten¬to de haber logrado la esposa que quería. No he querido molestaros nada preguntándoos lo que tenéis. -Es verdad -dije-, pero siento una gran preocupación so¬bre este asunto y no sé cómo arreglármelas. -Pero, ¿de qué se trata, querida? -preguntó. -Pues es algo duro para mí y es más duro para vos. Me han dicho que el capitán, el marido de mi amiga, os había mencio¬nado mucho más dinero del que nunca he tenido y yo no he dicho que tuviera tanto... -Bueno -dijo mi marido-. Es posible que el capitán me haya dicho esto, pero, ¿y qué? Si no tenéis tanto, es él quien ha faltado, pues vos no me dijisteis nunca lo que teníais, de ma-nera que no tengo motivo para haceros ningún reproche. -Esto es tan justo y tan generoso -dije yo- que hace que mi aflicción sea mayor. -Cuanto menos tengáis, querida -erijo él-, peor para nos¬otros, pero espero que vuestra aflicción no sea por temor de que yo os quiera menos por vuestra dote. Si no tenéis nada, decídme¬lo claramente y en seguida. Quizá pueda decir al capitán que me ha engañado, ya que nunca puedo decir que me habéis enga¬ñado vos, puesto que me dijisteis de antemano que erais muy pobre. Y así debía esperar que fuerais. -Bien, querido mío -dije yo-, estoy muy contenta de no haber tenido parte alguna en vuestro engaño antes del casamien¬to. Si os engañara después, sería mucho peor. Es cierto que soy pobre, pero no tanto como no tener nada. Saqué algunos billetes de Banco y le di unas ciento sesenta libras. -Esto es algo, querido, pero aún no es todo. Lo había llevado tan cerca de no esperar nada por lo que había dicho antes, que aunque la suma era pequeña, el dinero fue muy bien recibido por él. Confesó que era más de lo que había esperado y que por mis palabras estaba convencido de que mis vestidos finos, el reloj de oro y uno o dos anillos de brillantes constituían toda mi fortuna. Dejé que estuviese satisfecho con aquellas ciento sesenta libras durante dos o tres días, y después de pasar un día fuera, como si hubiese ido a buscarlas, le llevé ciento veinte libras más en oro y le dije que era algo más de dote para él, y finalmente, una semana después, más o menos, le llevé ciento ochenta libras más y unas sesenta libras en hilo, el cual le hice creer que me lo habían dado juntamente con el oro para pagarme una deuda de seiscientas libras. -Y ahora, querido -le dije-, siento deciros que esto es todo y que os he dado toda mi fortuna. Añadí que si la persona que guardaba mis seiscientas libras no me hubiese engañado, mi dote habría sido de mil libras, pero; poco o mucho, lo que quería yo era ser leal y no reservarme nada para mí, pues si más tuviese se lo habría dado. Se sintió complacido por la forma y encantado con la suma porque había estado temiendo que no hubiera nada, por lo que lo aceptó agradecido. Y de esta manera salí del fraude de pasar por rica sin serlo y engañar a un hombre con el pretexto de una fortuna. Esto, de todas maneras, considero que es lo más peligroso que puede hacer una mujer, ya que corre el peligro de ser luego maltratada. Para hacer justicia a mi esposo debo decir que era un hombre de buen humor y muy bondadoso, pero no era tonto y al ver que su renta no alcanzaba para la clase de vida que había pen¬sado llevar si yo le hubiese aportado lo que esperaba y estando, además, decepcionado por el rendimiento de sus plantaciones en Virginia, dio a entender varias veces su deseo de ir allí para vivir de sus propiedades y, muy a menudo, hablaba encomiásticamente de la vida de allí, tan barata, tan abundante, tan agradable y así por el estilo. Yo empecé a darme cuenta de su deseo, por lo que una ma¬ñana lo cogí y, con toda franqueza, le dije que encontraba que su hacienda, por la distancia, se volvía en nada comparado con lo que sería si viviera allí y que me había dado cuenta de que él tenía intención de ir, y añadí que yo sentía mucho que se hubiera decepcionado de su esposa y que al encontrar que sus esperan¬zas no se habían realizado, no podía hacer menos, para compen¬sarlo, que decirle que de buena gana iría a Virginia con él y vi¬viría allí. Me dijo mil cosas amables sobre mi proposición y añadió que aunque había quedado decepcionado en lo de la fortuna, no era así por lo que a la esposa se refería y que yo era para él todo lo que una mujer podía ser y que estaba completamente satisfecho en suma y que esta oferta era tan buena que no tenía palabras con que expresar su enorme satisfacción. Para, abreviar la historia, debo decir que acordamos ir. Me dijo que tenía una casa muy buena, bien amueblada, que su madre vivía allí con una hermana, que eran todos los parientes que tenía; que tan pronto como llegara allí, su madre se cambia¬ría a otra casa de su propiedad mientras viviera, de manera que yo tendría toda la casa para mí. Todo resultó ser tal como me lo había dicho. Para no alargar esta parte de la historia, diré que metimos a bordo del barco en que fuimos una gran cantidad de buenos mue¬bles para nuestra casa, mucho hilo y otras cosas precisas y un buen cargamento para vender. Y así salimos. No está en mi mano hacer un relato de nuestro viaje, que fue largo y lleno de peligros. No llevé en él ningún Diario, como tampoco lo hizo mi esposo y todo lo que puedo decir es que, después de una travesía terrible, asaltados por dos tormentas es¬pantosas y, además, lo que es aún peor, por un pirata que subió a bordo y se llevó casi todas nuestras provisiones y, lo que habría sido el mayor de los males, tomaron a mi esposo para llevárselo con ellos, pero mis súplicas prevalecieron y lo soltaron. Después de todas estas cosas terribles, llegamos al río York, en Virginia y a nuestras plantaciones, donde fuimos acogidos con toda clase de demostraciones de ternura y de afecto que es posi¬ble dar por la madre de mi esposo. Vivimos allí todos juntos, pues mi madre política siguió en la casa, a petición mía, porque era una madre demasiado buena para separarnos de ella. Mi esposo siguió el mismo de siempre y yo me creía la criatura más feliz del mundo cuando un suceso extraño y sorprendente puso fin a tanta felicidad en un momento e hizo que mi condición fuera no sólo muy molesta, sino la más miserable del mundo. La madre era una anciana -puedo llamarla anciana, porque su hijo pasaba ya de los treinta- altamente alegre y simpática. Era muy agradable, buena amiga y solía entretenerme para di¬vertirme, con abundancia de historias tanto del país donde está¬bamos como de sus habitantes. Entre ellas, me contaba a menudo como la mayor parte de los habitantes de las colonias llegaban de Inglaterra en circunstan¬cias muy distintas; que, generalmente, eran de dos clases: en primer lugar, los que traían los capitanes de barcos, para ser vendidos como trabajadores, los cuales, según decía, nosotros los llamamos así, pero en realidad son esclavos, y los que eran de¬portados de Newgate.o de otras cárceles, después de haber sido declarados culpables de felonía o de otros delitos castigados por la ley con la pena de muerte. -Cuando llegan aquí -me decía- no hacemos ninguna dife¬rencia entre ellos. Los dueños de las plantaciones los compran y trabajan juntos en el campo, hasta que han terminado el plazo. Cuando éste ya ha expirado se les anima para que se decidan a establecerse por su cuenta, porque se les reserva un cierto número de acres de tierra que les son otorgados por el país y se ponen a trabajar para limpiar y preparar el terreno y luego cultivarlo con tabaco y trigo para su propio uso, y como los comerciantes y mercaderes les fían herramientas, ropas y otras cosas, con la ga¬rantía de una cosecha que aún no ha crecido, van plantando cada año un poco más que el año anterior y compran el terreno que quieren con la cosecha que ha de venir. De esta manera, más de un delincuente de Newgate se ha convertido en un gran hombre, y tenemos a varios jueces de paz, agentes de policía y magistra¬dos de la ciudad que llevan en la mano la marca de fuego. Iba siguiendo con la historia cuando se interrumpió y con su habitual franqueza me dijo que ella misma era una de ellos, pues habiéndose aventurado demasiado en un caso particular se convirtió en una delincuente. -Y he aquí la prueba de ello, niña -me dijo quitándose el guante. Y volviendo la palma me enseñó la mano y el brazo, muy finos, pero que ostentaban la marca de costumbre en estos ca¬sos. La historia me conmovió mucho, pero la señora, sonriendo, me dijo. -No tienes que pensar que esto sea algo extraño, hija, por¬que como te he dicho, algunos de los mejores hombres de este país llevan esta marca de fuego y no se avergüenzan de confe¬sarlo. El mayor era un conocido ratero, el juez era un ladrón de tiendas y los dos están marcados con fuego, y podría citarte mu¬chos más como ellos. Teníamos a menudo conversaciones de esta clase y me dio abundantes detalles por el estilo. Algún tiempo después, cuan¬do me estaba hablando de alguien que había llegado deportado unas semanas antes, yo empecé, en un plan íntimo, a pedirle que me contara algo de su propia historia, lo que hizo con la mayor sencillez y sinceridad. Me dijo que había tenido muy malas com¬pañías en Londres en su juventud, debido a que su madre la mandaba con frecuencia a llevar provisiones a una parienta suya, que estaba en Newgate y que se encontraba en mala situación, muriéndose de hambre, y que después fue condenada a ser col¬gada, pero obtuvo un aplazamiento alegando estar encinta y luego murió en la cárcel. Al llegar aquí, mi madre política me hizo un largo relato de todas las prácticas malvadas de aquel horrible lugar y cómo se destruyen en él muchas más vidas que las que mueren en toda la ciudad. -Hija, tú debes de saber muy poco de esto o tal vez no lo hayas oído decir nunca, pero puedes estar segura de que todos sabemos aquí que se hacen más ladrones y bribones en aquella cárcel de Newgate que entre todos los clubs y sociedades de la nación. Es aquel lugar maldito el que más contribuye a poblar esta colonia. Después siguió su historia propia, tan extensamente y en for¬ma tan peculiar, que empecé a sentirme molesta, pero, al llegar a un punto en que fue preciso que me dijera su nombre, creí que me iba a caer redonda al suelo. Ella se dio cuenta de que yo no me encontraba bien y me preguntó qué era lo que me pasaba. Le dije que me sentía afectada por aquella historia tan triste que me había contado y las cosas terribles por las que ella había pasado y que me había trastornado, por lo que le rogaba que no me hablara más de ella. -¿Por qué, querida? -me preguntó bondadosamente-. ¿Por qué han de trastornarte estas cosas? Estas cosas pasaron mucho antes de tu tiempo y a mí no me causan ya pena, sino que miro hacia ellas, con una gran satisfacción, pues han sido el camino que me ha traído aquí. Después siguió explicándome cómo afortunadamente había caído en el seno de una buena familia, donde se portó bien, y que al morir su dueña, su dueño la tomó por esposa y de él tuvo a mi esposo y su hermana, y que, por su diligencia y su buena dirección, después de la muerte de su esposo, había mejorado la plantación hasta el estado de que se hallaba ahora, de manera que la mayor parte de la hacienda era ganada por ella y no por su esposo, porque hacía ya unos dieciséis años que era viuda. Oí esta parte de la historia con muy poco interés, pues lo que deseaba era retirarme y dar rienda suelta a mi desesperación, como hice luego. Y dejo al juicio de cada uno juzgar cuál debía ser mi angustia al pensar que aquella mujer era ciertamente, ni más ni menos, mi propia madre y que yo tenía dos hijos y espe¬raba un tercero de mi propio hermano, y dormía con él todas las noches. Me consideraba la mujer más desgraciada del mundo. Si aque¬lla historia no me hubiese sido contada nunca, todo habría ido bien, no habría sido un crimen acostarme con mi esposo, ya que nada me habría hecho pensar en mi parentesco con él. Llevaba un peso tan grande en mi corazón que me pasaba las noches en vela. Para mí habría sido un alivio poder decirlo, pero no encontraba finalidad alguna en hacerlo y, por otra parte, se me hacía imposible ocultarlo. No dudaba de que llegaría a hablar de ello en mis sueños y enterar a mi esposo, tanto si de¬seaba hacerlo como no. Si lo descubría, lo menos que podía esperar era perder a mi esposo porque era un hombre demasiado bueno y honesto para seguir acostándose conmigo, después de saber que era yo su hermana, de manera que yo me sentía per¬pleja en último extremo. Dejo a la consideración de cualquiera juzgar las dificultades que se presentaban a mi vista. Hallábame a una gran distancia de mi país natal y el regreso era para mí imposible. Vivía bien, pero en unas circunstancias morales insoportables. Si me hubie¬se descubierto a mi madre, habría sido difícil convencerla de los detalles ya que no tenía manera de probar nada. Por otra parte, si me hubiese interrogado o dudado de mí, yo habría estado perdida porque la sola sugerencia me hubiera separado inmedia¬tamente de mi esposo sin ganar a mi madre o a él mismo, que no habría sido entonces ni mi esposo ni mi hermano; de manera que entre la sorpresa por un lado y la incertidumbre por otro era seguro que yo me hubiese visto perdida. Entretanto, estaba el hecho de que vivía desde entonces en pleno incesto y prostitución y todo ello bajo la apariencia de una esposa honesta, y aunque no me sentía muy afectada por el mero crimen en sí, mi situación tenía algo contra la naturaleza que convertía a mi esposo en un ser repugnante para mí. No obstante, después de una madura reflexión, decidí que era completamente necesario que disimulara y que no dijera nada de ello en absoluto ni a mi madre ni a mi esposo, y de esta forma viví, con la aprensión que es de imaginar, tres años más, pero no tuve ningún otro hijo. Durante este tiempo, mi madre solía contarme con frecuencia viejas historias de sus pasadas aventuras, lo que, desde luego, no me complacía ni poco ni mucho porque a través de ellas, aunque no me lo dijo nunca en términos claros, podía compren¬der fácilmente, al unirlo con lo que había oído contar de ella a mis primeros tutores, que en sus días mozos había sido prostituta y ladrona, pero creo de veras que vivió para arrepentirse sincera¬mente de ello, pues entonces era una mujer piadosa, serena y religiosa. Bien, sea lo que hubiese sido su vida anterior, lo cierto era que la mía me resultaba muy difícil, porque, como he dicho, vivía en una forma de prostitución y nada bueno podía esperar de ello, como, en efecto, nada bueno resultó y toda mi prosperidad aparente se derrumbó y acabé en miseria y destrucción. Pasó al¬gún tiempo antes de que esto sucediera, pues no sé por qué capricho del destino, después de esto todo fue mal para nos¬otros y, lo que es peor, mi esposo cambió completamente, vol¬viéndose insolente, celoso y poco bondadoso y mostrándose tan decidido a imponer su ley cuanto más injusta y poco razonable era. Las cosas llegaban tan lejos que nos pusimos en malos tér¬minos y entonces yo reclamé una promesa suya, que me había hecho voluntariamente cuando consentí en salir de Inglaterra con él, o sea que si me encontraba con que el país no me conve¬nía o bien que no me gustaba vivir allí, volvería de nuevo a Inglaterra cuando quisiera, dándole un año de aviso para que pudiera arreglar sus asuntos. Como digo, le reclamé el cumplimiento de aquella promesa y debo confesar que tampoco lo hice en los términos más conve¬nientes. Dije que me trataba mal, que me encontraba lejos de mis amigos y no podía hacerme justicia y que estaba celoso sin causa alguna, ya que mis salidas ningún reproche podían haber merecido y él no tenía motivo alguno para ello y que, al mar¬charme a Inglaterra, le quitaría toda ocasión de dudar de mí. Insistí en ello de una manera tan perentoria que no le dejé otra alternativa que cumplir su promesa o romperla. A pesar de ello, él usó de toda su reconocida habilidad y se sirvió de su ma¬dre para hacerme desistir de mi resolución. En realidad, la causa de mi decisión la llevaba dentro de mí y esto era lo que hacía inútiles todos sus esfuerzos, pues mi corazón estaba lejos de él como marido y me horrorizaba tener que acostarme con él, y me i valía de todos los pretextos para impedir que me tocara por el temor de tener otro hijo de él, lo que es seguro que habría impe¬dido o, por lo menos, retrasado, mi regreso a Inglaterra. Sin embargo, al final acabé por ponerle de tan mal humor que tomó una resolución temeraria y fatal. Me dijo que ni iría a Inglaterra y que si él me lo había prometido no era nada razo¬nable que yo lo deseara; que sería fatal para sus asuntos y desqui¬ciaría toda su familia y sería arruinarlo; que, en consecuencia, no debía marcharme y que ninguna esposa del mundo que diera algún valor a su familia y a la prosperidad de su esposo insistiría en ello. Esto me hundió de nuevo porque consideré la cosa con calma y vi a mi esposo tal como era en realidad, un hombre diligente y cuidadoso en su trabajo de levantar una hacienda para sus hijos y que nada sabía de las terribles circunstancias en que se hallaba, y tuve que confesarme a mí misma que mi petición no era razonable y que ninguna esposa que llevara en su corazón el bien de su familia lo habría deseado. Pero mi descontento era de otra naturaleza. Yo ya no veía en él al esposo, sino a un familiar muy próximo, el hijo de mi propia madre, y resolví que, de una manera o de otra, tenía que librarme de él, aunque no sabía cómo ni me parecía posible. Se dice de nuestro sexo en este mundo desgraciado que si nos metemos algo entre ceja y ceja no es posible disuadirnos de ello. Nunca dejé de pensar en los medios de hacer el viaje y finalmente fui a mi esposo con la proposición de irme sin él. Esto lo indignó en alto grado y no sólo me llamó mala esposa, sino también ma¬dre desnaturalizada, y me preguntó cómo podía pensar sin horro¬rizarme en dejar a mis dos hijos, como si hubiesen muerto, sin una madre para que fueran educados por extraños y no verlos nunca más. Desde luego, no debería haberlo hecho si las cosas hubiesen sido como es debido, pero tal como eran, deseaba ver¬daderamente no verlos nunca más ni tampoco a él; y en cuanto al cargo de desnaturalizada podría haberlo contestado fácilmente, puesto que sabía que todas nuestras relaciones eran desnaturali¬zadas en la más positiva acepción de la palabra. No obstante, se veía claramente que no lograría convencer a mi esposo. No quería ir conmigo ni me dejaba que fuera sola y yo no podía marcharme sin su consentimiento como sabrá cual¬quier persona que conozca las leyes de aquel país. Tuvimos por este asunto muchas peleas que, con el tiempo, fueron adquiriendo mayor violencia, porque yo había dejado de querer a mi esposo, como él se llamaba, de manera que no ponía ningún cuidado en mis palabras, sino que, a veces, decía cosas que lo indignaban. En suma, hice todo lo que estaba de mi parte para llegar a una separación, que era lo que yo más deseaba en el mundo. El acogió de mala manera mi conducta y en verdad era lógico que así fuera, ya que por último me negué a acostarme con él y llevé la disensión hasta el mayor extremo, en toda ocasión, por lo que me dijo un día que creía que me había vuelto loca y que si no cambiaba de conducta, iba a ponerme en observación, es de¬cir, que iba a encerrarme en una casa de locos. Le dije que ya se daría cuenta de que estaba muy lejos de estar loca y que no estaba en las manos de él, ni en las de cualquier otro villano, asesinarme. Confieso que, al propio tiempo, estaba muy asusta¬da por su intención de meterme en un manicomio, pues esto ha¬bría destruido por completo la posibilidad de contar la verdad si se presentaba la ocasión de hacerlo, ya que entonces nadie la habría creído. Esto me hizo tomar la resolución de explicar, fuese cual fuese el resultado, toda la historia, pero constituía una gran dificultad decidir cómo hacerlo y a quién y así pasaron algunos meses antes de llegar a resolverlo. Entretanto, tuve con mi esposo otra pelea que llegó a tal extremo de violencia que casi me empujó a lan¬zarle la verdad a la cara. Pero aunque procuré no entrar en de¬talles, hablé lo suficiente para sumirlo en la mayor confusión y, al final, acabé por contarle toda la historia. Empezó reconviniéndome con toda calma por mi intención de marcharme a Inglaterra; yo me defendí y como que una palabra fuerte trae otra, como es corriente en toda discusión familiar, me dijo que no lo trataba como si fuera mi esposo ni hablaba a los hijos como si fuera su madre; que, en suma, no era digna de ser considerada. como mujer; que él había usado conmigo de todos los medios pacíficos; que había argumentado con toda la calma y la bondad que debe usar un marido e, incluso, un cristiano y en compensación sólo había recibido malos tratos; que yo lo tra¬taba como a un perro más que como a un hombre; que le re¬pugnaba mucho emplear la violencia conmigo, pero que se veía ya en la necesidad de hacerlo, por lo que, en el futuro, se vería obligado a adoptar las medidas necesarias para hacerme cumplir con mi deber. Entonces mi sangre estaba ya hirviendo, aunque sabía que lo que decía era cierto y nada podía parecer menos provocativo. Le dije, pues, que despreciaba por igual sus medios pacíficos y su violencia; que estaba resuelta a marcharme a Londres, fuese cual fuese el resultado, y que, en cuanto a tratarle como marido y a mostrarme como una madre para mis hijos podía haber algo más en ello de lo que él sabía, y que, para su tranquilidad futura, creía conveniente decirle que ni él era mi esposo legal ni mis hijos eran hijos legales, y que tenía mis razones para no consi¬derar a todos ellos más de lo que lo hacía. Debo confesar que, después de haber hablado, sentí piedad de él, pues se puso pálido como la muerte y permaneció inmóvil como si un rayo lo hubiese clavado allí. Úna o dos veces me pa¬reció que iba a desmayarse. En definitiva, que mis palabras le produjeron como un ataque de apoplejía, temblaba y le resba¬laba por la cara un gran sudor, a pesar de que estaba frío como un trozo de hielo, de manera que tuve que correr a buscar algo para reanimarlo. Cuando se le hubo pasado aquel ataque, se sintió mal y vomitó y después hube de meterlo en cama. La ma¬ñana siguiente tenía una fiebre muy alta, más de lo que la había tenido toda la noche. No obstante, se le pasó y se recuperó, aunque lentamente, y cuando estuvo algo mejor, me dijo que con mis palabras le había causado una herida mortal y que sólo tenía algo que preguntarme antes de que le diera una explicación. Lo interrumpí para decirle cuánto sentía haber ido tan lejos, puesto que veía el trastorno que le había causado, pero que sólo serviría para empeorar la si¬tuación. Esto aumentó su impaciencia y, además, le dejó perplejo por¬que empezó a sospechar que había algún misterio sin revelar y cuyos detalles no podía adivinar en modo alguno. Todo lo que se le ocurrió pensar es que yo tenía otro marido vivo, lo que, en realidad, no podía decir que no fuese cierto, pero le aseguré que no era nada de esto. En realidad, mi otro marido estaba efec¬tivamente muerto para mí por la ley y me había dicho, además, que lo considerase como tal, de manera que por este lado no sentía la menor ansiedad. Pero yo veía que la cosa había ido ya demasiado lejos para seguir ocultándolo y mi actual marido me dio la oportunidad de librarme de mi secreto con gran satisfacción por mi parte. El había estado insistiendo durante tres o cuatro semanas para que le dijera si aquellas palabras mías habían sido hijas sola¬mente de un arrebato de cólera a fin de hacer que también él se encolerizara, o bien había algo de verdad en el fondo de ellas. Yo seguí negándome inflexiblemente a explicarle nada a menos que él-consintiera de antemano en mi viaje a Inglaterra, lo cual dijo él que no había en toda su vida. Entonces le dije que estaba en mi mano concederle el permiso cuando yo quisiera, e incluso hacer que me pidiera que me marchase. Esto acrecentó su curio¬sidad e hizo que insistiera día y noche, pero sin resultado alguno. Finalmente, contó toda la historia a su madre y le encargó que me sonsacara el secreto y ella usó su mayor habilidad para lograrlo. Pero la hice callar en seguida al decirle que la razón y todo el misterio del asunto estaban en ella misma y que era precisamente mi respeto por ella lo que me hacía callar y que, en suma, no podía decirle más y, por tanto, le rogaba que no in-sistiera. Mi contestación la dejó muda y sin saber qué hacer ni qué decir, pero, descartando la posibilidad de una habilidad mía, siguió importunándome por cuenta de su hijo para que yo ce-rrara la brecha que se había abierto entre los dos. En cuanto a esto, le dije que era, en verdad, un buen propósito suyo, pero que era imposible lograrlo; y que si le contaba lo que tanto deseaba saber, ella misma vería que era imposible y dejaría de desearlo. Por fin pareció ceder a su insistencia y le dije que me atrevería a confiarle un secreto de la mayor importancia y que pronto vería que así era, en efecto, y que consentiría en abrirle mi pecho si se comprometía solemnemente a no decírselo a su hijo sin mi consentimiento. Tardó en prometerme esto, pero para poder saber el secreto también convino en ello y después de muchos preliminares le conté toda la historia. Primero le dije cuánto le concernía a ella aquella brecha desgraciada que se había abierto entre su hijo y yo al contarme su propia historia y decirme su nombre en Lon¬dres y le recordé la sorpresa que ella vio que me producía tal revelación. Luego le conté mi propia historia y le dije mi nom¬bre y le aseguré, por muchas razones que no podían negarse, que yo era, ni más ni menos, su propia hija, nacida de ella en Newgate, la que la había salvado de las galeras y la que ella había dejado en tales y tales manos cuando fue deportada. Es imposible expresar la sorpresa que le produjo mi revela¬ción. Al principio no se sintió inclinada a creer la historia ni a recordar detalles porque comprendió inmediatamente la confu-sión que había de traer sobre la familia. Pero todo concordaba tan perfectamente con lo que ella misma me había explicado y las circunstancias que, de no habérmelas contado ella misma, de buena gana hubiese negado ahora, que sin decir nada, no sólo me cogió por el cuello y me besó, sino que se puso a llorar deses¬peradamente y sin poder decir palabra durante mucho rato. Por fin exclamó: -¡Desgraciada criatura! ¿Qué azar desdichado pudo traerte aquí, a los brazos de mi propio hijo? ¡Qué desgracia tan terri¬ble! ¡Oh, estamos todos perdidos! ¡Tú casada con tu propio hermano! ¡Tres hijos, dos vivos y todos de la misma carne y de la misma sangre! ¡Mi hijo y mi hija acostándose juntos como marido y mujer! ¡Confusión y locura para siempre! ¡Familia mi¬serable! ¿Qué será de nosotros? ¿Qué es lo que debemos decir? ¿Qué hemos de hacer? Y siguió lamentándose así mucho rato y yo no tenía fuerzas para hablar, pero de haberlas tenido, tampoco hubiera sabido qué decir, porque cada palabra de ella se me clavaba en el alma. Con esta agitación en nuestras mentes nos separamos la vez primera, aunque mi madre estaba mucho más sorprendida que yo, puesto que no sabía nada antes. No obstante, al separar¬nos, me dijo que no diría nada a su hijo hasta que hubiésemos hablado nuevamente de ello. Como pueden ustedes suponer, no tardamos mucho en tener una segunda conferencia sobre el mismo asunto, y en ella, como si hubiese querido olvidar la historia que ella misma me había contado o siquiera suponer que yo había olvidado algunos de sus detalles, empezó a introducir alteraciones y omisiones. Pero yo le refresqué la memoria rectificando muchas cosas que ella parecía haber olvidado y entonces todo casó perfectamente en la historia, de manera que no le fue ya posible apartarse de ella. Entonces empezó nuevamente con sus lamentaciones y exclama¬ciones sobre la magnitud de sus infortunios. Cuando se hubo calmado, tuvimos una conversación sobre qué era lo mejor que se podía hacer antes de que enterásemos del asunto a mi marido. Pero, ¿qué objeto podían tener nuestras conversaciones? Nin¬guna de nosotras podía ver la manera de hacerlo, ni siquiera de¬cidir si era conveniente ponerlo en su conocimiento. No era posi¬ble predecir o adivinar en qué forma se lo tomaría ni qué me¬didas adoptaría. Tal vez tendría tan poco dominio de sí mismo que se le ocurriría hacerlo público, lo que representaría la ruina de la familia entera y la perdición de mi madre y la mía en un grado extremo. Y si se acogía a la ventaja que le concedía la ley, podía apartarme de su lado y dejar que yo le reclamase judicial-mente la pequeña dote que le había aportado y quizá gastarlo todo en el pleito y quedarme yo pobre como una mendiga. Y los niños también quedarían arruinados, ya que no tendrían ningún derecho legal a sus bienes. Y además, si las cosas iban de esta manera, quizá dentro de pocos meses lo vería en brazos de otra esposa y yo sería la criatura más desdichada de la Tierra. Mi madre era tan sensible a todo como yo misma, y en defi¬nitiva, no sabíamos qué hacer. Después de algún tiempo, llega¬mos a unas conclusiones más serenas, pero con la desventura de que la opinión de mi madre y la mía diferían completamente, y eran, además, antagónicas totalmente. La opinión de mi madre era que enterrara el asunto y siguiera viviendo con mi esposo hasta que algún otro hecho hiciera más fácil decírselo, y que, entretanto, ella trataría de reconciliarnos y restablecer nuestro bienestar y la paz de la familia, que volviésemos a dormir juntos como antes y que dejáramos que todo fuera un secreto tan oscuro como la muerte. -Porque, hija mía -dijo-, las dos estamos perdidas si llega a saberse. Para animarme a hacerlo así, prometía mejorar mi posición en lo que pudiera y, a su muerte, dejarme algunos bienes completa¬mente aparte de lo que dejara a su hijo, de manera que si un día llegara a saberse aquello, no quedase yo sin nada, sino que pu¬diera sostenerme y procurar que él me hiciera justicia. Esta proposición no ligaba en absoluto con mi criterio acerca del asunto, aunque era muy justa y buena por parte de mi madre, pues mis ideas seguían otro camino totalmente distinto. En cuanto a guardar el secreto en nuestros pechos y dejarlo como estaba, le dije que era completamente imposible, y le pre¬gunté cómo podía creer que yo pudiera aceptar por un momento seguir acostándome con mi hermano. Además, le dije que el hecho de estar ella viva era el único apoyo de esta historia, pues mientras ella me reconociera por hija y dijera que tenía razón suficiente para ello nadie dudaría de mí, pero si ella muriera antes yo sería considerada como una mujer impúdica que había inventado aquello para separarme de mi marido, o me tomarían por loca. Luego le dije que él ya me había amenazado con me¬terme en un manicomio y que me había tenido atemorizada con esto y que ésta fue la causa que me llevó a descubrírselo a ella, como había hecho. Por todo esto le dije que, después de maduras reflexiones, ha¬bía llegado a la siguiente resolución que esperaba que le compla¬cería como beneficiosa para las dos: que ella usara de su in¬fluencia para que su hijo me diera permiso para trasladarme a Inglaterra, facilitándome una cantidad suficiente de dinero, ya fuese en mercancías que llevaría conmigo o en letras para cobrar allí, sugiriéndole al mismo tiempo que, un día u otro, tal vez le pareciera conveniente venir a mi encuentro. Que una vez yo me hubiese marchado, con la mayor sangre fría y tras obligarle al secreto de la manera más solemne posible, le dijera la verdad, haciéndolo gradualmente y en la forma que le dictase su propia discreción, para que la sorpresa de él no fuera muy grande y se dejase llevar por la pasión cometiendo alguna barbaridad contra ella o contra mí, y que ella cuidaría de que no tuviera en menos a los niños si se casaba de nuevo hasta no estar seguro de que yo había muerto. Este era mi plan y mis razones eran buenas. Por todas estas cosas estaba completamente separada de él y, en realidad, in¬cluso lo odiaba como marido y era imposible arrancarme la aver¬sión que le tenía. Al mismo tiempo, aquel modo de vivir inces¬tuoso e ilegal aumentaba mi aversión y, aunque no me preocu¬paba mucho desde el punto de vista moral, contribuía a que el tener que cohabitar con él me resultara la cosa más repugnante del mundo. Creo que había llegado al punto de que más bien habría abrazado a un perro que permitir que mi marido me to¬cara, pues no podía soportar la idea de meterme debajo de las mismas sábanas que él. No puedo decir que estuviese acertada al llevarlo hasta este extremo mientras que, al mismo tiempo, no le descubría la verdad, pero estoy contando lo que era, no lo que debió o no debió ser. Mi madre y yo seguimos sosteniendo nuestras distintas opi¬niones durante largo tiempo y era imposible poder conciliar nues¬tros criterios. Tuvimos muchas discusiones, pero ninguna de nosotras cedió del suyo ni aceptó el de la otra. Insistí en mi aversión de acostarme con mi propio hermano y ella insistió en la imposibilidad de lograr que él diera su permiso para mi marcha a Inglaterra. Y seguimos en esta incertidumbre, no hasta el punto de pelearnos, pero sin poder resolver qué ha¬ríamos con respecto a este ancho precipicio que se abría ante nos¬otros. Por fin me resolví por un recurso desesperado y dije a mi madre que mi resolución era que yo misma le diría la verdad. Mi madre se asustó extraordinariamente ante esta idea, pero le dije que estuviera tranquila, que lo haría gradual y suavemente y con todo el arte y toda la habilidad que pudiera tener entonces y buscaría el momento más oportuno, cuando él estuviese de buen humor. Le dije que si podía ser lo suficiente hipócrita para fingir un poco más de afecto por él del que realmente sentía, mi designio se vería cumplido y podríamos separarnos por mutuo consentimiento, de manera que pudiera quererlo como hermano, ya que no podía amarlo como marido. Durante todo este tiempo, él apremiaba a mi madre para ver si lograba saber cuál era la causa de aquella terrible afirmación mía de que yo no era su esposa legal ni los niños sus hijos legales. Mi madre le iba dando largas diciéndole que no lograba que yo le diera explicación alguna, pero encontraba que había algo que me tenía muy preocupada y esperaba que, con el tiempo, lograría hacérmelo decir y, entretanto, le recomendaba que me tratase con más ternura y me ganase con su cariño como de costumbre. Le dijo que me había aterrorizado con sus amenazas de man¬darme a un manicomio y le aconsejaba no me hiciera desesperar por cualquier motivo que fuese. El prometió suavizar su comportamiento y le pidió que me dijera que él me amaba como siempre y que no tenía designio alguno de mandarme a un manicomio, pues lo había dicho en un momento de ira. También le dijo a mi madre que empleara toda su persuasión conmigo para que nuestras relaciones se renova¬ran y pudiésemos vivir juntos en buen entendimiento como antes. En seguida pude apreciar los efectos de este acuerdo. La con¬ducta de mi esposo cambió inmediatamente y fue completamente otro hombre para mí. Nadie hubiera podido ser más bueno y más complaciente que lo era él en toda ocasión, y yo no podía hacer otra cosa que corresponderle en cierto modo, lo que hice lo mejor que pude, pero fue de una manera bastante torpe, porque nada temía yo más que sus caricias y la posibilidad de tener un nuevo hijo suyo me ponía mala. Esto me hizo ver que era comple¬tamente necesario que le contara el caso sin más tardanza y lo hice con toda cautela y reserva imaginables. Hacía casi un mes que él seguía con su nueva conducta y em¬pezamos a vivir una nueva clase de vida juntos. Si yo hubiese podido convencerme a mí misma para continuar de aquel modo es posible que no hubiera cambiado mientras viviésemos. Una tarde estábamos sentados juntos bajo un pequeño toldo, que servía de porche a la entrada de nuestra casa, hablando amistosa¬mente, porque él estaba de un humor placentero y agradable, y dijo muchas cosas buenas acerca de nuestro acuerdo y de los disgustos pasados y de la satisfacción que era para él pensar que nunca más tendríamos nuevas divergencias. Yo exhalé un hondo suspiro y le dije que nadie en el mundo podía sentir mayor satisfacción que yo del buen acuerdo que ahora teníamos o más afligido del desacuerdo que habíamos tenido, pero que sentía mucho decirle que en nuestro caso había una circunstancia desgraciada que yo tenía clavada en el corazón y que no sabía cómo explicársela a él, y que a mí me hacía desgraciada y me quitaba toda la tranquilidad. Me instó entonces a que le dijese qué era y le contesté que no sabía cómo hacerlo, pues mientras no se lo dijera yo era la única desgraciada, pero si se lo decía lo seríamos los dos, y que, por consiguiente, mantenerlo en la ignorancia era lo mejor que podía hacer por él y era sólo por esta razón que me había guar¬dado un secreto que, más pronto o más tarde, habría de ser mi perdición. Es imposible describir la sorpresa que experimentó al oír estas palabras y la redoblaba insistencia con que me pidió que se lo dijera todo. Me dijo que no podía ser buena con él y no sólo esto, sino ni siquiera leal, si se lo ocultaba. Le dije que yo también lo creía así y que, no obstante, no me decidía a ha¬cerlo. Volvió sobre lo que antes le había dicho y repuso que esperaba que no me refiriera a lo que le había dicho en un momen¬to de cólera, pues había resuelto olvidarlo por completo. Yo le contesté que deseaba también poderlo olvidar, pero que no era posible. El efecto que me había producido había sido demasiado profundo y no podía borrarlo de mi memoria. Me dijo luego que estaba decidido a no diferenciarse en nada de mí y que, por tanto, nunca me importunaría más, resuelto como estaba a dar su aquiescencia a todo cuanto yo dijera o hiciera y que solamente me pedía que, fuese lo que fuese, no volviera a destruir nuestra tranquilidad ni nuestra mutua con¬fianza. Esto era lo peor que podía haberme dicho, porque yo quería que siguiera importunándome para tener pie de decirle lo que no quería seguir ocultando porque era como la muerte para mí. Así le contesté francamente que no podía decir si estaba satisfe¬cha de que no me importunara. -Pero, oíd, -querido -le dije-, ¿qué concesiones me haréis si os revelo este secreto? -Cualquier concesión -dijo él-, todas las concesiones que razonablemente podéis desear de mí. -Bien -dije yo-, firmadme con vuestra mano que si no halláis culpa alguna en mí, o que si no estoy voluntariamente relacionada con las causas del infortunio que ha de caer sobre nuestro hogar, no me culparéis, ni me maltrataréis, ni me haréis objeto de malos tratos, ni me haréis sufrir por lo que no es culpa mía. -Vuestra demanda -dijo- es la más razonable del mundo, pues no he de culparos por lo que no es culpa vuestra. Dadme papel, pluma y tinta. Corrí al escritorio y traje papel, pluma y tinta y él escribió el compromiso con las mismas palabras que yo había usado y la fir¬mó con su nombre. -Bueno --dijo-. Ya está. Ahora, ¿qué más? -La condición siguiente es que no me reñiréis por no haberos descubierto el secreto antes de que yo lo supiera. Escribió también aquello y lo firmó. -Bien, querido -dije-. Ya no queda más que una condición que pediros y es que como este asunto no concierne más que a vos y a mí, no lo descubráis a persona alguna en el mundo, excepto a vuestra madre, y que en las medidas que toméis, des¬pués de haber sabido el secreto, como tiene tanta relación con¬migo como con vos, sin tener yo la culpa, como tampoco la te¬néis vos, no haréis nada encolerizado, nada en perjuicio mío ni en perjuicio de vuestra madre, sin mi conocimiento y consenti¬miento. Esto lo dejó algo asombrado y escribió las palabras mías dis¬tintamente, pero, antes de firmarlas las leyó una y otra vez, vaci¬lando a veces y repitiendo: «¡En perjuicio de mi madre y en vuestro perjuicio! ¿Qué cosa misteriosa puede ser esto? » No obs¬tante, al final lo firmó. -Bien, querido -dije yo-, ya no os pediré que firméis nada más, pero como tenéis que oír la cosa más inesperada y sorpren¬dente que haya sucedido a una familia en el mundo, os ruego me prometáis que lo oiréis con compostura y la presencia de es¬píritu que corresponde a un hombre de sentido común. -Haré cuanto pueda -dijo él- a condición de que no me tengáis más en suspenso porque me horrorizáis con estos preli¬minares. -Pues bien -repuse-, vais a saberlo. Como os dije en un arrebato de cólera que yo no era vuestra esposa legal ni nuestros hijos eran hijos legales, debo ahora deciros, con la mayor calma del mundo, pero con una profunda aflicción, que yo soy vuestra hermana y vos sois mi hermano y que los dos somos hijos de nuestra madre, ,viva y en esta casa, y que está convencida de que esto es verdad, una verdad que no puede ser negada ni contradicha. Vi cómo iba palideciendo y su mirada se encendía y le dije: -Recordad vuestra promesa y demostrad vuestra presencia de espíritu, porque ¿acaso se habría podido hacer más para pre¬pararon de lo que yo he hecho? Llamé a un criado y le hice traer un vasito de ron, que es la bebida usual en aquella tierra, porque el infeliz estaba t punto de desmayarse. Cuando estuvo algo repuesto, le dije: -Esta historia, como podéis comprender, requiere una larga explicación. Por tanto, tened paciencia y centrad vuestra mente para oírla y yo ya la haré lo más corta posible. A continuación le conté aquella parte que creí era necesaria para determinar el hecho y especialmente cómo mi madre llegó a descubrirme, según he dejado expuesto. -Y ahora, querido -le dije-, comprenderéis la razón de mis peticiones y que yo no he sido la causa del asunto, ni podía serlo, y que nada he sabido de ello hasta ahora. -Estoy completamente seguro de esto -dijo él- pero, para mí, es una sorpresa terrible. Sin embargo, sé de un remedio para todo esto, un remedio que pondrá fin a vuestras dificultades, sin necesidad de ir a Inglaterra. -Me parece que esto sería tan extraño como todo lo demás -dije. -No, no -replicó-. Yo lo arreglaré; no hay nadie que pue¬da hacerlo sino yo. Al decir esto parecía algo alterado, pero no inferí nada de ello entonces, creyendo que, tal como se acostumbraba a decir, los que hacen estas cosas no hablan nunca de ellas o que los que hablan de estas cosas no las hacen nunca. Pero las -cosas no habían llegado aún al último punto para él y observé que se volvía pensativo y melancólico, en una palabra, creía que se le perturbaba el seso. Intenté hablar con él para animarle y trazar los dos juntos un plan para enfrentarnos con el problema. Unas veces parecía normal y hablaba del asunto con cierto valor, pero el peso de mi declaración gravitaba sobre su mente con demasiada fuerza, y en días sucesivos intentó suici¬darse varias veces. En una de ellas llegó a ahorcarse, de manera que a no ser porque su madre entró en la habitación en el preciso momento, habría muerto, pero con la ayuda de un criado negro, cortó la cuerda y lo salvó. Las cosas habían llegado ya a un punto lamentable dentro de la familia. La compasión que sentía por mi marido empezó a hacer revivir aquel afecto que primero tenía para él y traté, con toda mi sinceridad y con la conducta más amable que pude, de cubrir la brecha, pero aquello había entrado demasiado en su cerebro, pesaba demasiado sobre su espíritu y lo llevó a una consunción larga y profunda aunque no llegó a ser mortal. Ante aquella aflicción, yo no sabía qué hacer, ya que su vida, aparen¬temente, iba declinando y yo tal vez podría casarme de nuevo allí de una manera ventajosa. Desde luego sería mejor para mí quedarme allí, pero mi mente tampoco conocía el descanso y estaba inquieta. Deseaba irme a Inglaterra y únicamente esto po¬día satisfacerme. En resumen, a base de importunarlo sin descanso, mi marido, que aparentemente iba decayendo, se convenció por fin, y como mi destino me empujaba, el camino se abrió para mí y, con la ayuda de mi madre, obtuve un buen cargamento para regresar a Inglaterra. Cuando me despedí de mi hermano, porque así voy a llamarlo desde ahora, convinimos que después de mi llegada a Ingla¬terra él fingiría haber recibido un despacho anunciando mi muer¬te allí mismo, de manera que pudiera casarse de nuevo cuando quisiera. Prometió y se comprometió a comportarse conmigo co¬mo un hermano y ayudarme y sostenerme mientras yo viviera, y que si él moría antes que yo dejaría lo suficiente a su madre para que pudiera aún cuidar de mí en calidad de hermana y en algu¬nos aspectos se cuidaría de mí cuando recibiera noticias mías. Pero las cosas sucedieron de una manera tan extraña que más tarde sufrí unas sensibles decepciones, como verán ustedes a su debido tiempo. Me vine a Inglaterra el mes de agosto después de haber estado ocho años en aquel país. En Inglaterra me esperaba una nueva tanda de infortunios, como quizá pocas mujeres hayan tenido que soportar. Tuvimos un buen viaje sin ningún incidente hasta que llega¬mos cerca de las costas inglesas, que fue a los treinta y dos días, pero entonces fuimos sacudidos por dos o tres tempestades, una de las cuales nos arrastró hasta la costa de Irlanda y entramos en el puerto de Kinsdale. Nos detuvimos allí trece días, embar¬camos vituallas de refresco y nos hicimos de nuevo a la mar donde volvimos a encontrar mal tiempo. Durante un temporal el barco perdió el palo mayor, según decían, aunque yo no sabía ni siquiera lo que querían decir. Finalmente llegamos a Milford Haven, en Gales, y cuando sentí mis pies firmes en el suelo de mi país nativo, las Islas Británicas, resolví a pesar de hallarme aún lejos de nuestro puerto de destino, no aventurarme más sobre las aguas. Desembarqué con mis ropas y mi dinero, con mis co-nocimientos de embarque y otros papeles y me fui a Londres dejando que el barco llegara a puerto como pudiera. El puerto de destino era Bristol, donde vivía el primer corresponsal de mi esposo. Llegué a Londres tres semanas después y allí me enteré de que el barco había llegado a Bristol, pero al mismo tiempo tuve la mala suerte de saber que a causa del mal tiempo que ha-bía encontrado y de haber perdido el palo mayor, el barco había sufrido grandes daños y que una gran parte de su cargamento estaba estropeado. Tenía ahora ante mí una nueva etapa de mi vida y la verdad es que las perspectivas no eran muy' agradables. Había salido de allí como en una especie de despedida definitiva. Lo que había llevado conmigo tenía ciertamente un valor considerable y si hu¬biese llegado bien habría podido casarme otra vez en unas condi¬ciones tolerables. Pero tal como fueron las cosas me vi reducida a unas dos o trescientas libras en total y sin esperanza alguna de obtener más. Estaba completamente sin amigos e incluso ni siquiera conocidos, porque creí completamente necesario no re¬vivir antiguas relaciones. Y en cuanto a mi sutil amiga que ante¬riormente me había hecho pasar por rica sin serlo había muerto ya y su marido también, según me informaron, al mandar a una persona desconocida que hiciera averiguaciones. El cuidado de mi cargamento de mercancías me obligó a hacer un viaje a Bristol y mientras atendía este asunto, me permití la diversión de llegarme a Bath, porque estaba todavía lejos de ser vieja y mi carácter, que siempre había sido alegre, seguía siéndolo en extremo, y siendo ahora, como puede decirse, una mujer de fortuna aunque fuese una mujer sin fortuna, confiaba en que algo podía suceder que mejorase mi situación, tal como me había sucedido anteriormente. Bath es un lugar de galantería, caro y lleno de trampas. Fui allí realmente dispuesta a tomar cualquier cosa que pudiera ofre¬cérseme, pero debo hacerme justicia al decir que no pensaba en nada malo. No quería nada que no fuera honesto ni tampoco tenía pen¬samientos que apuntasen hacia el camino por el que luego per¬mití que me condujeran. Me quedé allí durante la «última estación», como se la llama, e hice algunas amistades desgraciadas, que más bien me induje¬ron hacia las locuras en que luego caí, en vez de fortificarme con¬tra dichas locuras. Viví muy placenteramente, frecuenté buenas compañías, es decir, personas alegres y distinguidas, pero me sentí descorazonada al darme cuenta de que aquel modo de vivir me hundía excesivamente, ya que yo no tenía renta alguna fija y gastar del capital es como desangrarse hasta morir y que esto me inspiraba reflexiones muy tristes en los intervalos de mis otros pensamientos. No obstante, los alejaba de mi mente y se¬guía haciéndome la ilusión de que algo bueno se me ofrecería en cualquier momento. Pero había equivocado el lugar. No estaba en Ratcliff, donde, si me hubiese instalado de una manera tolerable, algún capitán podría haber hablado conmigo en los honorables términos del matrimonio, pero estaba en Bath, donde los hombres a veces buscan una esposa y, por tanto, todas las amistades particulares que una mujer puede trabar allí, tienen una clara tendencia hacia aquella dirección. Había pasado la primera estación bastante bien, porque aun cuando había trabado cierta amistad con un caballero que iba a Bath a divertirse, no había hecho aún ningún trato de felonía propiamente dicho. Había resistido a algunos galanes ocasiona¬les y me las había compuesto bastante bien. No era lo suficiente mala para entrar en aquella vida por vicio y no recibí ninguna oferta extraordinaria que me tentara a base de lo que yo princi¬palmente quería. No obstante, durante esta primera estación hice amistad con la mujer en cuya casa me hospedaba y que, aunque no tenía una casa mala, como las llamamos, no poseía ningún principio bueno. Yo siempre me había comportado de una manera que no mancillara mi reputación por ningún concepto y todos los hombres con quienes había hablado gozaban de tan buena repu¬tación que nunca había tenido el menor reparo en hablar con ellos, ni ninguno de ellos pareció creer que hubiera motivo para una correspondencia deshonrosa. Sin embargo, había un caballero, como digo, que siempre me escogía a mí porque en¬contraba mi compañía divertida, como él decía, y además se complacía en ella, pero por aquel entonces no hubo nada con él. En Bath viví muchas horas melancólicas cuando mis compa¬ñeros se hubieron marchado, pues aunque iba a Bristol algunas veces para disponer de mis efectos y recoger el dinero, escogí Bath como residencia, porque estaba en muy buenas relaciones con aquella mujer en cuya casa me alojaba en verano. Además resultó que en invierno la vida costaba más barata allí que en cualquier otra parte. Allí, como digo, pasé tristemente el invier¬no, como había pasado alegremente el otoño, pero habiendo in¬timado aún más con aquella mujer en cuya casa me alojaba, no pude evitar decirle algo de lo que me ocurría, especialmente la estrechez de mi posición y la pérdida de mi fortuna, por los per¬juicios causados a mis mercancías por el temporal. También le dije que tenía a mi madre y un hermano en buena posición en Virginia y que había en efecto escrito a mi madre para enterarla de mi situación y de la gran pérdida que había tenido, que lle¬gaba a ser de unas quinientas libras. No dejé de decirle a mi nueva amiga que esperaba un envío de allí, como es verdad que lo esperaba y como los barcos iban de Bristol a York River, en Virginia, y volvían, generalmente en menos tiempo que a Lon¬dres, creí que era mucho mejor esperar aquí en vez de ir a la capi¬tal donde tampoco tenía conocido alguno. A mi amiga pareció afectarle mucho mi situación y fue tan buena como para rebajarme el precio de mi manutención durante el invierno, a una cantidad tan exigua, que verdaderamente me convenció de que no obtenía ningún beneficio conmigo. Y en cuanto a hospedaje, no pagué absolutamente nada durante el in¬vierno. Cuando empezó la estación de primavera, siguió la mujer portándose tan bien como pudo y seguí en su casa algún tiempo, hasta que no me fue necesario hacerlo. Tenía ella algunas per¬sonas de importancia que se alojaban frecuentemente en su casa y especialmente el caballero que, como he dicho antes, me había escogido para hacerle compañía el otoño anterior, y vino de nuevo, acompañado de otro caballero y dos criados y se hospedó en la misma casa. Sospeché que mi patrona lo había invitado di¬ciéndole que yo estaba aún con ella; pero ella lo negó asegurán¬dome que no lo había hecho y él dijo lo mismo. En una palabra, aquel caballero siguió escogiéndome a mí como su compañera de confianza, como también para conversar. Era un perfecto caballero, según debo confesar, y su compañía me era muy agradable, como yo creo que también lo era la mía para él. Sólo me demostró un respeto extraordinario y tenía tal opinión de mi virtud que, según decía con frecuencia, estaba seguro de que fuese lo que fuese que me ofreciera, yo lo recha¬zaría con desdén. Pronto supo por mí que era viuda, que había llegado a Bristol desde Virginia en uno de los últimos barcos y que esperaba en Bath que llegase el próximo barco de Virginia en el cual esperaba recibir unos efectos de valor. Por él y sus 'compañeros me enteré de que estaba casado y que su esposa andaba mal de la cabeza y la cuidaban sus parientes, lo que con¬sentía él para evitar suspicacias que hubiesen podido (lo cual no es raro en tales casos) recaer sobre él, en el sentido de que des¬cuidara su curación, y entretanto venía a Bath para distraer sus pensamientos de esta triste circunstancia. Mi patrona, que, de su propio natural, gustaba de aprovechar las ocasiones, me dio buenos informes de su carácter, de su ho¬nor y de sus cualidades, así como de su gran hacienda. Y, en verdad, yo tenía bastantes motivos para decir lo mismo de él, pues aunque nos alojábamos los dos en el mismo piso y había en¬trado muchas veces en mi habitación, incluso estando yo en la cama, y yo también en la suya cuando ya estaba acostado, nun¬ca me dio nada más allá de un beso y no solicitó nada de mí hasta mucho tiempo después, como ustedes verán a su debido tiempo. Yo ponderaba frecuentemente a mi patrona la buena educa¬ción de aquel caballero y ella también solía hacer grandes elogios de su conducta. No obstante, solía decirme que creía que debía pedirle una gratificación por mi compañía, ya que, en efecto, me acaparaba, como suele decirse, y casi nunca podía yo estar sin él. Le dije que no le había dado la menor ocasión de pensar que la quería o que la aceptaría si me la daba. Me dijo que ya se encar¬garía ella de este asunto y lo hizo con tanta habilidad que la primera vez que él y yo estuvimos solos después de que ella le hubo hablado, empezó a preguntarme por mi posición, cómo había subsistido desde que llegué a Inglaterra y si necesitaba di¬nero. Le dije que aunque mi cargamento de tabaco se había ave¬riado, no estaba perdido del todo; que el comerciante a quien iba consignado se había preocupado honestamente de mí, de manera que no me había faltado nada y que esperaba que, a base de ahorrar todo lo posible, lo que me quedaba alcanzaría hasta que llegara más, lo que confiaba que sería por el próximo barco; que entretanto había reducido mis gastos y que así como la temporada anterior tenía una camarera, ahora me pasaba sin ella, y que, si entonces tenía una habitación y un comedor en el primer piso, como ya sabía él, ahora tenía sólo una habitación, y así todo por el estilo. «¡Vivo tan satisfecha ahora, como antes», le dije. Y añadí que su compañía había hecho mucho para que mi vida fuese más alegre de lo que hubiera sido, por lo que le estaba muy agradecida. De esta manera, alejé por el momento cualquier oferta que pudiera hacerme. No obstante, no tardó mucho en volver a la carga y me dijo que le parecía que era yo muy dis¬creta en informarle de mi situación, lo que sentía mucho, y me aseguró que intentaba conocer mi situación no por espíritu de curiosidad, sino por su deseo de ayudarme, si había ocasión para ello, pero que toda vez que yo no quería confesar que tenía nece¬sidad de ayuda sólo podía pedirme una cosa y era que le prome¬tiera que, si esto sucedía, se lo diría con toda franqueza y recu¬rriría a él con la misma libertad con que él me lo ofrecía, aña¬diendo que siempre encontraría en él un amigo verdadero en el cual podía tener entera confianza. No omití nada de lo que es lógico decir cuando una se siente infinitamente agradecida y para hacerle saber que tenía un sen¬tido exacto de su bondad, y, en realidad, desde entonces ya no fui para él tan reservada como lo había sido hasta entonces, aunque manteniéndonos los dos dentro de los límites de la más estricta virtud. Pero, por libres que fueran nuestras conversaciones, no podía decidirme a llegar a la libertad• que él quería, o sea decirle que necesitaba dinero, aunque en mi fuero interno estaba muy contenta de su oferta. Pasaron algunas semanas y no le pedí nunca dinero. Cuando mi patrona, mujer astuta que a menudo me había recomendado que lo hiciera, descubrió que yo no lo hacía, pergeñó una histo¬ria de su propia invención y, cuando estábamos juntos, entró bruscamente y me dijo: -¡Oh, amiga mía! -me dijo-. Esta mañana tengo que da- i ros una mala noticia. -¿Qué pasa? -pregunté yo-. ¿Han capturado los france¬ses los barcos de Virginia? -No, no -dijo ella-, pero el hombre a quien enviasteis ayer a Bristol a buscar dinero, ha venido sin traer nada. Bueno, yo no podía aprobar en modo alguno aquella jugada. Mi amiga quería para mí una ayuda urgente cuando en realidad no había necesidad de ello. Yo vi claramente que no perdería nada por tardar en pedir, de manera que la paré en seco. -No puedo imaginar por qué le diría esto -dije yo-, por¬que puedo asegurarle que me trajo todo el dinero que le había mandado a buscar y aquí está -añadí. Y sacando mi bolsa que contenía unas doce guineas, añadí: -Por cierto que mi intención es datos a vos dentro de poco la mayor parte. El pareció algo disgustado cuando ella habló, como lo estaba yo, seguramente por considerarlo, lo mismo que yo, algo atre¬vido de su parte, pero cuando oyó la contestación que yo le daba, volvió a ser inmediatamente el mismo. La mañana siguien¬te hablamos de ello y pude cerciorarme de que estaba completa¬mente contento y sonriente y dijo que esperaba que no estaría necesitada de dinero sin decírselo a él tal como le había prome¬tido. Le dije que me había disgustado mucho que mi patrona hablara de aquel modo en su presencia el día anterior, de lo que a ella nada le importaba, pero que suponía que quería que le pagara lo que le adeudaba, que era aproximadamente unas ocho guineas, pero que ya había resuelto dárselas, y, en efecto, se las había dado la misma noche en que había hablado tan a la ligera. Se puso de muy buen humor cuando oyó que ya había pagado aquella deuda y empezó por hablar de otra cosa. A la mañana siguiente, al oírme andar por mi habitación, me llamó desde la suya y, al contestarle yo, me dijo que entrara a verlo. Cuando entré estaba acostado y me dijo que me sentara al lado de la cama porque tenía algo que decirme que era urgente. Después de varias expresiones cariñosas, me preguntó si sería sincera con él y le contestaría francamente a una pregunta que quería ha¬cerme. Después de cavilar algo sobre la palabra sincera y pre¬guntarle si alguna vez le había dado alguna contestación que no lo fuera, le prometí que así lo haría. Entonces me pidió que le dejara ver mi bolso. Puse inmediatamente mano al bolsillo y riéndome de él, saqué mi bolsa en la que había tres guineas y media. Me preguntó si era todo el dinero que yo tenía y yo le contesté que no, riendo de nuevo, «que ni mucho menos». Entonces me pidió que le prometiera que-iría a buscar todo el dinero que tuviese hasta el último penique. Le dije que así lo haría y fui a mi habitación y saqué un pequeño cajón con seis guineas más y algo de plata y lo eché todo sobre su cama dicién¬dole que aquélla era toda mi fortuna hasta el último chelín. Lo miró ligeramente sin contarlo, y lo metió de nuevo dentro del cájón. Luego buscó en su bolsillo, sacó una llave y me dijo que abriera una pequeña caja de madera que tenía encima de la mesa y le diera un cajón determinado, y así lo hice. En aquel cajón había mucho dinero en oro, creo que casi doscientas gui¬neas, pero no lo sé exactamente. Cogió el cajón y cogiéndome también una mano me hizo meterla en él para que sacara unas monedas. Yo me resistía a hacerlo, pero me sujetó fuertemente la mano con la suya y la metió dentro del cajón y me hizo coger muchas guineas, casi tantas como me cabían en la mano. Cuando hubo hecho esto, me dijo que me las pusiera en el re¬gazo y cogió mi pequeño cajón para poner en él todo el dinero y entonces me dijo que me fuera y me lo llevara todo a mi habi¬tación. Relato esta historia más que nada para que se pueda aprecia¡ el carácter de nuestras conversaciones. No fue mucho después de esto que empezó a encontrar faltas en todos mis vestidos, en mis encajes y en mis sombreros y, en una palabra, me apremió para que me comprara otros de mejor calidad, lo que, por otra parte, estaba bien dispuesta a hacer, aunque no lo pareciera, porque no había nada en el mundo que me gustara más que ir bien vestida. Le dije entonces que tenía que trabajar para devol¬verle el dinero que me había prestado, pues de no hacerlo así no podría devolvérselo nunca. Pero me contestó en pocas pala¬bras que, como sentía un respeto sincero por mí y conocía las circunstancias en que me debatía, no me había prestado el dinero, sino que me lo había dado, pues yo me lo había ganado de so¬bras con la compañía que le había hecho. Después de esto, me hizo tomar una criada y poner casa, y como el amigo que había ido con él a Bath ya se había marchado, me obligó a que cocinara para él, lo que hice muy voluntariamente, creyendo que nada perdería con ello, como tampoco perdió la dueña de la casa. Habíamos estado viviendo así tres meses cuando, al empezar la gente a marcharse de Bath, habló de marcharse también y se mostró muy empeñado en que también yo fuera a Londres con él. No me entusiasmó mucho su proposición, ya que no sabía en qué forma tendría que vivir yo allí y cómo' me trataría él. Pero mientras discutíamos esto, cayó enfermo. Había ido a un lugar de Somersetshire que se llama Shepton, donde tenía algu¬nos negocios, y enfermó allí. Como su estado le impedía viajar, mandó su criado a Bath para que me pidiera que alquilase un coche y me fuese allí. Antes de marchar, me había dejado su dinero y algunos obje¬tos de valor. Yo no sabía qué hacer con todo aquello, pero lo guardé lo mejor que supe y, cerrando la casa, me fui a verlo. Lo encontré muy enfermo, pero no obstante lo convencí de que se dejara trasladar a Bath en una litera, donde tendría mayores cui¬dados y mejor asistencia. Accedió a ello y lo llevé a Bath, que está a unas quince millas, según creo. Allí siguió estando muy malo de fiebre y tuvo que permanecer en cama cinco semanas. Durante ese tiempo lo aten¬dí y lo cuidé tan esmeradamente como si hubiese sido su esposa. En efecto, si hubiese sido su mujer no habría podido hacer más. Lo velé durante tanto tiempo y tan a menudo que, al final, ya no me dejó que lo velera más y entonces me llevé un jergón a su cuarto y dormí en él, a los pies de su cama. Estaba verdade¬ramente afectada por su enfermedad y con el miedo de perder un buen amigo como él, de manera que solía sentarme al lado de su cama llorando muchas horas. Por fin empezó a mejorar y me hizo concebir esperanzas de que pronto se recuperaría, como en efecto así fue, aunque muy lentamente. Si lo que voy a decir ahora no fuera verdad, no tendría incon¬veniente en decirlo, como creo que he demostrado a lo largo de esta historia, mas puedo afirmar que durante todo el tiempo que estuvimos juntos y lo cuidé, aparte de la libertad de entrar en su habitación cuando estaba en cama, como también hacía él conmigo y aparte de los cuidados necesarios mientras estuvo en¬fermo, no hubo entre nosotros ni una palabra ni un gesto que afectara a mi pudor. ¡Ojalá hubiera sido así hasta el final! Después de algún tiempo, recuperó las fuerzas y se restableció por completo. Yo iba a retirar mi jergón, pero él no quiso oír hablar de ello hasta que tuvo fuerzas para levantarse y no tuvo necesidad de que lo velara. Entonces llevé mi jergón a mi cuarto. El aprovechaba todas las ocasiones para demostrarme su agra¬decimiento por mi ternura y mis cuidados, y cuando estuvo com¬pletamente repuesto me regaló cincuenta guineas, no sólo por mis cuidados, sino, según dijo, por haber arriesgado yo mi vida por salvar la suya. Y entonces hizo grandes protestas de un afecto sincero por mí, pero siempre dijo que era con el mayor respeto hacia mi virtud y la suya, y yo le aseguré que estaba completamente satisfecha con esto. Llegó hasta el extremo de decirme que, aunque se viera desnudo en la cama conmigo, respetaría mi virtud denodada¬mente como la defendería de cualquiera que quisiera asaltarla. Lo creí y así se lo dije, pero esto no le agradó y me dijo que espe¬raba poder tener la oportunidad de demostrármelo. Mucho tiempo después de esto tuve que ir, por asuntos míos, a la ciudad de Bristol. El alquiló un carruaje y dijo que iría con¬migo, como así lo hizo, con lo que nuestra intimidad fue aumen¬tando. Desde Bristol me llevó a Gloucester, lo que era simple¬mente un paseo, para tomar el aire, y allí la casualidad hizo que no hubiese en la posada más que una habitación con dos camas. El dueño, al mostrarnos la habitación, dijo con franqueza: -Señor, yo no sé si esta dama es vuestra esposa o no, pero si no lo es, podéis dormir en estas dos camas, con la misma honestidad que si durmierais en dos habitaciones separadas. Después de decir esto, corrió una gran cortina que iba de lado a lado de la habitación y separaba las dos camas como si, en efecto, estuvieran en dos habitaciones separadas. -Bien -dijo mi amigo prestamente-, ya nos arreglaremos con estas camas. Somos lo suficientemente afines para poder dormir así, el uno cerca del otro. Esto dio un aspecto de honestidad al asunto. Cuando nos acos¬tamos, él salió decentemente de la habitación hasta que yo estuve acostada y luego se acostó en su cama, pero estuvo un buen rato hablándome desde allí. Después, repitiéndome aquello que me había dicho de que podía estar desnudo conmigo sin hacerme nada, saltó de su cama. -Y ahora, querida -me dijo-, verás cómo puedo estar con¬tigo y cumplir mi palabra. Y se vino a mi cama. Yo me resistí algo, pero debo confesar que, aunque no me hubiese hecho aquella afirmación, tampoco habría resistido mu¬cho, de manera que, tras una pequeña lucha, me quedé quieta y le dejé que se metiera en mi cama. Cuando estuvo allí, me cogió entre sus brazos y así estuve toda la noche, acostada con él, pero sin que pasara nada más que sentirme entre sus brazos. Por la mañana se levantó y me dejó tan intacta para él corno el día que nací. Esto fue una sorpresa para mí y tal vez lo será también para ustedes, pues ya se sabe cómo rigen las leyes de la naturaleza y él era un hombre fuerte, vigoroso y cabal. Pero no obró así por motivos de religión, sino simplemente por afecto. Insistió en asegurarme que, a pesar de que yo era para él la mujer más agradable del mundo, no podía ofenderme porque me amaba. Confieso que es un noble principio, pero como era muy dis¬tinto de lo que yo había experimentado antes, resultaba comple¬tamente asombroso para mí. Viajamos el resto de la jornada como lo habíamos hecho antes y regresamos a Bath, donde, como tenía la oportunidad de estar conmigo cuando quería, repi¬tió varias veces la prueba de moderación y frecuentemente nos acostamos los dos juntos, y aunque las familiaridades propias entre hombre y mujer eran corrientes entre nosotros, nunca fue más lejos y se tenía a sí mismo en gran estima por ello. Puedo decir que yo no estaba tan completamente complacida como creía él, porque confieso que yo era muy honesta, como ya verán uste¬des después. Vivimos así cerca de dos años, con la sola excepción de que él fue tres veces a Londres durante aquel tiempo y una de las veces estuvo allí cuatro meses, pero debo hacerle justicia, diciendo que siempre me dejaba dinero en abundancia para sostenerme muy bien. Si hubiésemos seguido así, confieso que habríamos tenido mu¬cho de que enorgullecernos, pero, como dicen los sabios, no es bueno acercarse demasiado al borde de un mandamiento y nos¬otros pudimos comprobar que esto es verdad. Y aquí he de hacerle otra vez justicia diciendo que la primera iniciativa partió de mí y no de él. Era una noche en que los dos estábamos en la cama juntos, calientes y alegres, pues habíamos bebido, creo yo, unos vasitos más de vino que de costumbre, aunque no lo sufi¬ciente para marearnos, cuando, después de algunas tonterías que no puedo nombrar, teniéndome él cogida en sus brazos, le dije (lo repito con vergüenza y horror) que en el fondo de mi corazón sentía que por una noche solamente podía relevarlo de su pro¬mesa. Me tomó la palabra inmediatamente y, después de esta vez, ya no hubo manera de resistirle. Pero la verdad es que tampoco tenía yo intención de resistir y que no me importaba lo que pu¬diera resultar. Fue así, de esta manera, como perdimos el gobierno de nuestra virtud y yo cambié mi título de amiga por aquel, tan áspero al oído, de prostituta. Cuando llegó la mañana, los dos nos arrepen¬timos de lo ocurrido. Yo lloré mucho y él expresó vivamente cuánto lo sentía, pero esto era ya lo único que podíamos hacer, y una vez abierto el camino y derribadas de esta forma las barre¬ras de la conciencia y de la virtud, ya no nos quedaba nada contra qué luchar. Fue una situación muy poco alegre la que fuimos manteniendo el resto de aquella semana. Yo no podía mirarlo sin sonrojarme y frecuentemente me acudía a los labios la objeción: «¿Y si ahora me quedara encinta? ¿Qué sería de mí?» El me tranqui¬lizaba diciéndome que, mientras yo le fuera fiel, también lo sería él para mí, y que ya que habíamos llegado tan lejos, lo que, en verdad, no había sido su intención, si esto sucediera él cuida¬ría de ello y también de mí. Esto nos endureció a los dos. Le aseguré que, de quedar encinta, antes moriría que señalarlo a él como padre del niño, y él me aseguró que, de suceder tal cosa, no me faltaría nada. Estas seguridades mutuas nos endurecieron en el pecado, y, después de ellas, repetimos el hecho tan a me¬nudo como quisimos, hasta que, finalmente, como yo temía, me quedé encinta. Tan pronto como tuve la seguridad de ello y le hube puesto a él al corriente, empezamos a tomar medidas. Yo propuse con¬fiar el secreto a mi patrona y pedirle consejo, con lo que él estuvo de acuerdo. Mi patrona, que, según descubrí, era mujer acos¬tumbrada a estas cosas, no le dio ninguna importancia. Dijo que ya se figuraba que finalmente sucedería esto y nos gastó algunas bromas. Como he dicho, descubrimos que tenía mucha experiencia en estas cosas. Ella se encargó de todo, se compro¬metió a encontrar una comadrona y una enfermera y a sacarnos del trance manteniendo nuestra reputación, y efectivamente lo hizo con mucha habilidad. Cuando llegó el momento, le dijo al caballero que se marchara a Londres o hiciera ver que así lo hacía. Cuando él se hubo mar¬chado, comunicó a los bedeles de la parroquia que en su casa había una señora a punto de tener un hijo y que ella conocía muy bien a su esposo. Les dio un nombre supuesto, el de sir Walter Cleeve, diciéndoles que era un caballero de pro y que ella con¬testaría todas las preguntas y a lo que fuera preciso. Esto satis¬fizo a los bedeles de la parroquia y yo parí con la misma dignidad que si realmente hubiese sido milady Cleeve, asistida por las esposas de tres o cuatro de los más notables ciudadanos de Bath que vivían en aquel vecindario, lo cual, no obstante, resultó algo más caro para él. Le dije a él cuánto lo sentía, pero siempre me contestó que aquello no debía importarme. Como me había dejado dinero suficiente para los gastos de mi alumbramiento, tenía todas las cosas bonitas necesarias, pero no me mostré ni alegre ni despilfarradora; además, conociendo el mundo como lo conocía, teniendo en cuenta mis circunstancias y que esta clase de situaciones, por lo general, no suelen durar mucho, tuve buen cuidado de quedarme con todo el dinero que pude, en previsión de malos tiempos, y le hice creer que lo había empleado en los gastos extraordinarios de mi alumbra¬miento. De esta manera, contando con lo que antes me había dado, después del parto tenía alrededor de doscientas guineas, incluido lo que me quedaba de lo mío. Di a luz un niño que era muy hermoso. Cuando él se enteró, me escribió una carta muy amable y cariñosa y luego me dijo que creía que era mejor que me trasladase a Londres tan pronto como me levantara y me encontrara restablecida; que me había alquilado un apartamiento en Hammersmith haciendo ver que yo procedía del mismo Londres, y que, después de algún tiempo, regresaría a Bath y él iría conmigo. Me gustó este ofrecimiento, así es que alquilé un coche y, con mi hijo, un ama de cría para amamantarlo y una criada para mí, me fui a Londres. El me esperaba en Reading con su coche y, haciéndome subir en él, dejó a la nodriza y a la criada en el coche de alquiler, y me llevó a mi nuevo alojamiento de Hammersmith. Allí tuve motivos sobrados para estar contenta, porque eran unas habita¬ciones muy hermosas y estaba muy bien alojada. Me encontraba en realidad en lo que podríamos llamar la cúspide de mi prosperidad y sólo hubiera deseado ser una esposa como Dios manda, lo cual no era posible, ya que no había lugar para ello. Por esto me apliqué en todo momento a ahorrar todo lo que podía. Como he dicho antes, preveía un tiempo de esca¬sez, sabiendo perfectamente que estas situaciones no suelen ser duraderas; que los hombres que mantienen una querida la cam¬bian a menudo porque se cansan de ella o porque tienen celos, pero siempre pasa algo que les hace suspender su asignación, y muchas veces las mujeres que se ven tratadas así no son lo sufi¬cientemente prudentes para conservar la estimación de sus ami¬gos o para mantener su fidelidad, y así se ven justamente aban¬donadas. En este aspecto me sentía segura, pues no tenía ninguna incli¬nación por otro hombre ni tenía ninguna relación en casa ni pen¬saba buscarla fuera. No tenía otra compañía que la de la familia con la cual vivía y la señora de un capellán que ocupaba el apartamiento inmediato. Cuando él estaba ausente, no me trataba con nadie y así nunca me encontró fuera de mi habitación o del salón cuando venía a verme. Y si salía alguna vez a tomar el aire era siempre con él. Vivir con mi amigo de aquella manera resultaba la cosa más sencilla del mundo. A menudo me aseguraba que desde el mo¬mento de conocerme hasta la noche que caímos en falta, nunca había tenido el menor propósito de acostarse conmigo, pues siempre había sentido un sincero afecto hacia mí, pero no ver¬dadera inclinación a hacer lo que había hecho. Yo le aseguré que nunca había dudado de él; que de haber sido así no hubiese cedido a las libertades que fueron la causa de que estuviéramos como estábamos; que todo constituyó una sorpresa y que fue un puro accidente haber cedido aquella noche a nuestras mutuas inclinaciones. En relación con esto he observado, y lo dejo como advertencia a los lectores de este relato, que hemos de ser muy prudentes al ceder a nuestras inclinaciones relacionadas con las libertades carnales, puesto que a veces fallan, cuando su asis¬tencia nos sería más necesaria, las resoluciones virtuosas que ponemos en el empeño. Es cierto, y ya lo he confesado antes, que desde el primer mo¬mento que entré en relación con él decidí permitirle que se acos¬tara conmigo si me lo pedía, pero era porque necesitaba su ayuda y asistencia y no veía otro camino que éste para asegurár¬melas. Pero después de estar aquella noche juntos y, como ya he dicho, de haberse prolongado las cosas, me di cuenta de mi debilidad. La inclinación pudo haber sido irresistible, pero era yo la que estaba dispuesta a satisfacerla incluso antes de que él me lo pidiera. Debo, sin embargo, reconocer, por ser de justicia, que nunca me echó en cara mi debilidad y que ni siquiera mostró en ninguna otra ocasión aversión por mi conducta, sino que siempre me ase¬guró que estaba tan encantado conmigo como en el primer mo¬mento que estuvimos juntos, y al decir esto quiero dar a enten¬der como compañeros de lecho. Es cierto que él no tenía esposa, mejor dicho, que la suya no lo era para él, así que por este lado no había peligro, pero sucede a menudo que lo que arranca a veces a un hombre de los brazos de su querida son más bien los escrúpulos de conciencia, espe¬cialmente cuando se trata de un hombre de entendimiento, y esto es precisamente lo que acabó ocurriendo con él, pero en otra ocasión. Por otra parte, aunque a mí no me faltaban secretos reproches de mi propia conciencia por la vida que llevaba, y que aun en los más altos momentos de dicha no podía por menos de admi¬tir, las perspectivas de la pobreza y del hambre se me presen¬taban como un espectro pavoroso que hacía que no mirara las consecuencias. Y así como fue la pobreza la que me condujo a ello, era el miedo a la pobreza lo que me hacía persistir en mi falta, aunque con frecuencia adoptaba la resolución de apartar¬me de la vida que llevaba tan pronto como dispusiera de dinero suficiente para mantenerme. Pero todos estos pensamientos ca¬recían de peso y cuando él llegaba a mi lado se desvanecían. Porque su compañía era tan deleitosa para mí que en cuanto él llegaba dejaba de sentirme melancólica. Mis reflexiones me asal¬taban únicamente cuando me encontraba sola. Viví seis años en esta feliz y, al mismo tiempo, desgraciada condición y en este espacio de tiempo le di tres hijos, si bien sólo vivió el primero. Aunque durante estos años cambié dos veces de residencia, en el transcurso del sexto volví a mi primi¬tivo alojamiento en Hammersmith. Fue allí donde una mañana me vi sorprendida por una carta, amable pero melancólica, de mi caballero en la que me daba la noticia de que se encontraba a muy enfermo y que temía sufrir otro fuerte ataque de su dolen¬cia, pero que, teniendo en su casa parientes de su esposa, no le era posible tenerme a su lado para atenderlo y cuidarlo como ya había hecho en alguna otra ocasión. Mi interés fue grande con este motivo y mucha mi impacien¬cia por saber qué sucedía. Esperé quince días o cosa así sin noti¬cias suyas, por lo que mi interés y mi inquietud fueron en aumento. Puedo asegurar que durante la quincena siguiente es¬tuve a punto de perder la razón. Mi principal dificultad estribaba en no saber de una manera directa dónde se encontraba. Al prin¬cipio entendí que estaba en casa de la madre de su esposa, pero habiéndome trasladado a Londres, no tardé en encontrar, con ayuda de la dirección que tenía para dirigirle las cartas, la manera de preguntar por él y enterarme que donde residía era en una casa de Bloomsbury, adonde, poco antes de caer enfermo, había llevado a toda su familia, y que su esposa y su suegra se hallaban en la misma casa, circunstancia que la primera no quería que se supiera. Una vez allí no tardé en enterarme de que se encontraba en una situación crítica en extremo, lo que me obligó, para salir de mi también apurada situación, a querer tener un conoci¬miento exacto de lo que acaecía. Una noche tuve la osadía de disfrazarme de criada poniéndome un sombrero redondo de paja y llegando hasta la puerta de la casa, como si fuera enviada por una señora de la vecindad donde él había vivido antes. Dirigién¬dome a la servidumbre dije que lo que me llevaba allí era ente¬rarme cómo se encontraba el señor y cómo había pasado la noche. Al dar el recado tuve la oportunidad que deseaba, pues me puse al habla con una de las doncellas, con la que me fue posible chismorrear a placer enterándome de todos los detalles de la enfermedad. Supe que lo que sufría era una pleuresía, acompa¬ñada de tos y de fiebre. También me dijo la chica quiénes eran los que vivían en la casa y cómo era la esposa y que, según su im¬presión, tenían esperanzas de que llegaran a un arreglo. En cuan¬to al señor, me dijo, en resumen, que los doctores no tenían muchas esperanzas de que se salvara y que aquella misma ma¬ñana pensaban que se moría, y que, aunque estaba un poco me¬jor, no creían que llegase a la mañana siguiente. Aquello fue una noticia terrible para mí. Empecé a vislumbrar el fin de mi prosperidad y lamenté no haber desempeñado me¬jor mi papel de ama de casa asegurando o salvando algo mientras se encontraba vivo, pues ahora no se me presentaba muy claro lo que iba a ser de mi vida. También resultaba terrible para mí tener un hijo, un mucha¬cho encantador de unos cinco años, cuyo porvenir él no se había cuidado de asegurar, por lo menos que yo supiera. Haciéndome estas consideraciones y con el corazón entristecido llegué a mi casa aquella noche y me puse a pensar cómo viviría en lo suce¬sivo y de qué manera me las arreglaría para pasar el resto de mi existencia. Pueden estar ustedes bien seguros que me fue imposible des¬cansar hasta inquirir rápidamente qué iba a ser de él, y no atre¬viéndome a volver yo misma envié disimuladamente varios men¬sajeros, hasta que después de un par de semanas de espera me enteré de que podía albergar alguna esperanza de que salvara su vida, aun cuando seguía estando muy enfermo. Dejé entonces de enviar más mensajeros y poco después supe por unos vecinos que ya andaba por la casa y poco después que se había ido fuera de nuevo. No tuve entonces duda alguna de que no tardaría en tener noticias suyas y experimenté algún consuelo dentro de las circunstancias que me rodeaban. Esperé una, dos semanas, y con gran sorpresa y asombro por mi parte transcurrieron cerca de dos meses sin saber de él otra cosa que, habiéndose restablecido, se había trasladado al campo para respirar aire puro y convale¬cer de su dolencia. Después de esto pasaron. otros dos meses y entonces me enteré que había regresado a su casa de la ciudad, pero seguí sin saber nada directamente de él. Le escribí varias cartas, todas ellas dirigidas a las señas de siempre, y averigüé que dos o tres habían sido reclamadas, pero no las demás. Volví a escribirle de una manera más apremiante, y en una de mis cartas le hacía saber que me veía obligada a confiar en él, dadas las condiciones en que me encontraba, la renta de la casa que tenía que pagar, las exigencias del niño y mi propia lamentable situación, falta de alimentos después de sus solemnes promesas de que velaría por mí. Saqué copia de esta carta y sabiendo que el original llevaba cerca de un mes en la casa sin haber sido reclamado, encontré medios de hacer lle¬gar la copia a sus propias manos en el café que me enteré que solía frecuentar. Esta carta lo obligaba a una contestación y por ella vine en conocimiento de que aunque iba a ser abandonada, me había dirigido una carta algún tiempo antes deseando que volviera otra vez a Bath. Su contenido lo daré seguidamente. Es cierto que los lechos de los enfermos son los lugares en que esta clase de correspondencia se ve de diferente manera y con otros ojos de como la miramos o nos parece mirarla antes. Mi amante había estado a las puertas de la muerte y en las orillas de la eternidad, y parece ser que entonces se sintió afectado por los correspondientes remordimientos y por las tristes reflexiones que se hizo acerca de su vida de veleidad y galantería. Por lo demás, su trato culpable conmigo no era nada más ni nada me¬nos que la representación de una larga existencia de adulterio que se le presentaba ahora como realmente era y no como ante¬riormente se la imaginó, pues en aquellos momentos la veía con una justa interpretación religiosa. No puedo por menos de observar también, y dejo esta refle¬xión como una lección para las mujeres sedientas de placer, que dondequiera que un sincero arrepentimiento sucede a una falta como ésta no deja de producirse un sentimiento de aversión hacia el objeto que la motivó, y cuanto más intenso parecía ser el afecto más fuerte será proporcionalmente el odio. Siempre sucederá así, y en realidad no puede ser de otra manera porque no puede haber un aborrecimiento sincero de la ofensa si subsis¬te el amor que la ha ocasionado. Al odio al pecado sigue el odio hacia quien nos ayudó a pecar. No es posible esperar otra cosa. Así ocurrió también en este caso, si bien la buena educación y el sentido de justicia de este caballero le impidieron llevar la cosa a un tal extremo, pero la historia resumida de esta parte del asunto puede establecerse así. Por mi última carta y por las anteriores, que después buscó y encontró, supo que yo no había ido a Bath y que su primera misiva no había llegado a mi poder. Por esto me escribió lo siguiente: Señora: Me sorprende muchísimo que mi carta fechada el día 8 del mes pasado no haya llegado a vuestras manos. Os doy mi palabra de que fue enviada a vuestra residencia y entre¬gada a vuestra sirvienta. No necesito deciros cómo me he encontrado estos últimos tiempos, y cómo, habiendo esta¬do al borde mismo de la tumba, me encuentro, por inespe-rada e inmerecida gracia del cielo, otra vez restablecido. No podrá extrañaros que en las circunstancias en que me he visto, nuestra desgraciada correspondencia fuese una de las aflicciones que más han pesado sobre mi conciencia. No necesito decir nada más, sino que las cosas de las que uno tiene que arrepentirse deben ser también reformadas. Deseo que os hagáis a la idea de volver a Bath. Os ad¬junto un pagaré por el importe de 50 libras para la mu¬danza, y espero que no ha de constituir una sorpresa para vos si añado que por las consideraciones expresadas y no por haber recibido ofensa alguna por vuestra parte, no pienso veros más. Me haré el debido cargo del niño. Podéis dejarlo o bien llevároslo. Esto es cosa que dejo a vuestra elección. Deseo que os hagáis unas reflexiones parecidas a las mías y que os puedan servir de provecho. Quedo vuestro, etcétera... Esta carta me lastimó como si me hubieran causado mil heri¬das, y en una forma que me es imposible explicarlo. Tampoco puedo expresar los reproches que me hice a mí misma, pues no estaba tan ciega como para no ver la íalta que había cometido. Y reflexioné que hubiera sido menos malo haber continuado con mi hermano viviendo con él como esposa, puesto que no había ninguna falta en nuestro matrimonio en este aspecto, dado que ninguno de los dos sabía las circunstancias en que nos encon¬trábamos. Nunca pensé que mientras tanto yo era una mujer casada, la esposa de Mr..., mercader de paños, el cual, aunque me había dejado por su situación, no tenía autoridad para dispensarme del contrato matrimonial que nos unía ni para darme libertad legal para casarme de nuevo. Por esta razón, durante todo este tiempo yo no había sido otra cosa que una ramera y una adúl¬tera. Entonces me reproché las libertades que me había tomado y me dije que había sido una trampa para aquél caballero y que yo era la más culpable de lo ocurrido. El podía haber sido resca¬tado misericordiosamente de la sima en que se encontraba por una convincente presión sobre su alma, pero yo me veía aban¬donada de la gracia de Dios y del cielo para que persistiera en mi maldad. Bajo estas reflexiones continué pensativa y tristemente du¬rante casi un mes, y no fui a Bath por no tener ganas de estar con la mujer con la que antes estuve, no fuese que volviera a conducirme por malos caminos, como ya había hecho, además que me repugnaba que supiera que me habían abandonado. Ahora me` encontraba muy preocupada acerca de mi hijito. Separarme de él era para mí la muerte, y, sin embargo, cuando me ponía a considerar el peligro de que pudiera llegar un día que yo no pudiera atender a su subsistencia, me causaba tanto dolor que resolví dejarlo donde estaba, pero también decidí estar yo cerca de él para tener la satisfacción de poder verlo sin el cuidado de subvenir a sus necesidades. En consecuencia, envié a mi caballero una corta misiva en la que le decía que había obedecido sus órdenes en todo menos en lo de regresar a Bath y que no podía pensar en ello por varias razones: que el tener que separarme de él era una herida para mí de la que nunca podría sanar aunque estaba totalmente iden¬tificada con sus reflexiones, que me parecían justas, y que estaba muy lejos de mí el ser un obstáculo para su cambio de costum¬bres y su arrepentimiento. Después le explicaba la situación en que me veía en los tér¬minos más enternecedores que me era posible. Le decía que es¬peraba que aquellas desventuras que le movieron un día a dis¬pensarme su generosa amistad le inspirasen también ahora un pequeño interés por mí, aun cuando la parte delictuosa de nues¬tras relaciones, en las cuales ninguno de nosotros se proponía caer en su día, hubiera terminado; que yo deseaba arrepentirme tan sinceramente como él lo había hecho, pero que le rogaba me pusiera en las debidas condiciones para no verme expuesta a tentaciones que el diablo no deja nunca de provocar en la mu¬jer ante las perspectivas temerosas de la pobreza y la zozobra, y que si tenía la menor duda de que pudiera importunarlo, le rogaba que me pusiera en condiciones de poder volver al lado de mi madre en Virginia, de donde sabía que había venido, y ello pondría fin a todos los temores que pudiera albergar sobre el particular. Concluía diciendo que si me mandaba 50 libras más para facilitar mi viaje, yo le enviaría una renuncia general y le prometía no volver a molestarlo nunca con ninguna clase de inoportunidades, y que esperaba se encargaría del bienestar del niño, pero que si yo encontraba a mi madre con vida y mis con¬diciones me lo permitían mandaría a buscarlo relevándole a él de aquel cuidado. Todo esto no era, desde luego, más que una añagaza, pues yo no tenía ninguna intención de volver a Virginia, como podría convencer a cualquiera el relato de mis antiguos asuntos. De lo que se trataba era de conseguir aquellas últimas 50 libras, si era posible, pues sabía perfectamente que no volvería a recibir de él ni un solo penique. Sin embargo, el argumento que esgrimí de mi renuncia gene¬ral y de no volver a molestarle, le debió de producir el debido efecto, pues me mandó el dinero por una persona que era por¬tadora de la renuncia para que yo la firmara, cosa que hice de buena gana, entrando en posesión de aquella suma. Y así, aunque con un gran dolor por mi parte, se puso punto final a este asunto. Y ahora no puedo por menos de reflexionar acerca de las des¬graciadas consecuencias de la excesiva libertad entre las perso¬nas de nuestra condición con el pretexto de las intenciones ino¬centes, de los afectos amistosos y de otras cosas por el estilo. La carne tiene generalmente tanta participación en estas amis¬tades que hay muchas probabilidades de que las inclinaciones prevalezcan sobre las más solemnes resoluciones y que el vicio irrumpa por las brechas abiertas en la decencia y que la amistad inocente debería preservar con la mayor severidad. Pero dejo que el lector de estas cosas haga sus propias reflexiones, cosa que podrá hacer con mayor efectividad que yo, que en seguida me olvido de mí misma y soy, por consiguiente, una amonestadora poco eficiente. Así, pues, volví a estar sola en el mundo, libre de toda clase de obligaciones como esposa o como querida, excepto con mi esposo el mercader de paños, del que no tenía noticias desde hacía casi quince años, por lo que no creo que nadie pueda cul¬parme de que me considerara libre de él, máxime teniendo en cuenta que cuando se marchó me dijo que si no tenía fre¬cuentes noticias suyas, debía de sacar la conclusión de que había muerto y podía casarme libremente con quien quisiera. Empecé a echar mis cuentas. Había conseguido, por medio de muchas cartas y también con la intercesión de mi madre, efectuar una segunda devolución de algunas mercancías de mi hermano en Virginia, para conseguir la indemnización por ave¬ría de la carga que traje conmigo, cosa que había de efectuarse con la condición de hacer una cesión general a su favor y en-viársela por mediación de su corresponsal en Bristol. Esta con¬dición me pareció muy dura, pero hube de prometer que cum¬pliría y así pude bandearme tan bien que conseguí mis mercan¬cías antes de que la cesión fuera firmada. Después siempre encontré algún pretexto para eludir el asun¬to e ir demorando el objeto de la firma, hasta que, por último, alegué que tenía que escribir a mi hermano y obtener su contes¬tación antes de poder hacer la concesión requerida. Incluyendo este refuerzo y antes de conseguir las últimas 50 li¬bras, encontré que en conjunto mi capital ascendía a unas 400 libras, así que llegué a tener 450. Había ahorrado otras 100 libras, pero aquí me encontré con. un desastre y fue que un joyero en cuyas manos las había confiado, quebró, con lo que perdí 70 libras, pues no le pude sacar al hombre más que 30 de mis 100. Poseía un poco de vajilla, aunque no mucha, y estaba bien provista de vestidos y de ropa de casa. Con este capital tenía yo el mundo por delante para empezar de nuevo, pero deben ustedes tener en cuenta que ya no era la misma mujer que cuando vivía en Redriff, porque, en primer lugar, tenía casi veinte años más y no estaba demasiado bien conservada, aunque no ahorraba ningún subterfugio que pudiera ayudarme a conservar la juventud, excepto pintarme, a lo que nunca recurrí por tener el suficiente orgullo para creer que no lo necesitaba, aunque siempre ha de advertirse alguna diferencia entre los veinticinco y los cuarenta y dos años. Hice innumerables proyectos para encauzar mi vida futura y empecé a considerar muy seriamente qué debía hacer, aunque nada ocurrió. Tuve buen cuidado de que el mundo me tuviese por más de lo que era, lo que proclamaba que yo era mujer rica y que mi riqueza se encontraba en mis propias manos, siendo cierto esto último. No tenía amistades, lo que constituía una de mis mayores desgracias, y como consecuencia de ello carecía de consejeros con los que pudiera tener una asistencia y, sobre todo, no tenía a nadie a quien pudiera en confianza dar cuenta de mi situación y en cuya fidelidad y sigilo confiar. Entonces comprendí por experiencia que carecer de amistades es, después de pasar necesidad, lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Digo a una mujer porque es evidente que los hombres pueden ser sus propios consejeros y sus propios directores y saben me¬jor que las mujeres cómo manejar sus negocios y salir de las difi¬cultades. Pero si una mujer no dispone de una amistad para comunicarle sus asuntos y para aconsejarla y asistirla, se puede apostar diez contra uno que está perdida, y no solamente esto, sino que se halla expuesta a mayores peligros de ser engañada y perjudicada cuanto más dinero tenga. Este fue precisamente mi caso en el asunto de las cien libras, al que ya he hecho men¬ción, que dejé en manos de un joyero cuyo crédito dejaba mucho que desear, pero como yo no -tenía conocimiento de ello y nadie a quien consultar, el resultado fue que me quedé sin mi dinero. En segundo lugar, cuando una mujer es dejada en la forma que yo lo fui, abandonada y sin consuelo, es como una bolsa de dinero o una joya caídas en medio de un camino, que pueden ser presa del primero que llegue. Si éste es un hombre virtuoso y de rectos principios, al encontrarla hará que pregonen el hallazgo y su dueño puede aún tener noticias de lo que perdió, pero, ¿cuántas veces en vez de caer en buenas manos no caerá en las de quien no tendrá escrúpulo de guardarla para sí? Este fue evidentemente mi caso, porque yo era una criatura inestable, descarriada y sin ninguna ayuda, asistencia y guía para mi conducta. Sabía lo que quería, pero no sabía cómo obtenerlo por medios directos. Quería. colocarme en un lugar firme y se¬ guro en la vida, y si hubiera dado con un marido bueno y serio, no cabe duda que hubiese sido la esposa más fiel y más honrada que la propia virtud. Si hubiera sido de otra forma, el vicio hubiera llegado a través de las puertas de la necesidad, no de la inclinación, comprendiendo harto bien, por no poder disfrutar de ella, cuánto valor tiene una vida tranquila y cuán merecedora es de que se haga todo lo posible para disfrutarla. Y no es sólo esto, sino que debería haber llevado una vida mejor por las difi¬cultades que pasé, y cuando he sido esposa no he dado nunca a mi marido la menor inquietud con mi conducta. Pero todo esto no era nada. No encontré en ello ninguna perspectiva alentadora y esperé. Vivía con regularidad y con la frugalidad que convenía a mi situación, pero no efectué ninguna transacción, con lo que mi capital disminuía rápidamente. No sabía qué camino tomar. El temor a la pobreza, que veía apro¬ximarse, gravitaba pesadamente sobre mi espíritu. Tenía algún dinero, pero no sabía dónde colocarlo ni podía mantenerme con el interés que me daba, por lo menos en Londres. Finalmente comenzó una nueva escena. En la casa donde yo me alojaba había una mujer procedente del Norte y nada era tan frecuente en su conversación como la baratura de las subsis¬tencias y lo bien que allí se vivía, lo abundante y económico que era todo, las buenas compañías que se encontraban y otras cosas por el estilo. Así, un día acabé por decirle que casi me había tentado a ir a vivir a su país porque yo era viuda y, aun¬que disponía de lo suficiente para ir viviendo, no tenía medios para incrementar mi capital y me había dado cuenta de que no podía vivir donde me encontraba con menos de cien libras al año, como no fuera sin compañía, sin servidumbre, sin ir a ningún sitio y permaneciendo siempre encerrada en mi casa, como por obligación me veía obligada a hacer. Debería de haber comprendido que ella creía, como todos los demás, que yo poseía una gran fortuna o que por lo menos tenía tres o cuatro mil libras, si no más, en mi poder, porque se mostró extremadamente amable conmigo al verme decidida a trasladarme a su país. Me dijo que tenía una hermana que vivía cerca de Liverpool, que un hermano suyo era en aquella ciudad un caballero importante y que además poseía una gran finca en Irlanda. Ella iba a trasladarse allí aproximadamente al cabo de dos meses y que si yo quería ir en su compañía sería recibida con la misma cordialidad que ella y podría residir un mes o más a mi comodidad, hasta que viera si me gustaba el país y si me decidía a quedarme en él. Ella procuraría que sus familiares se ocuparan de mí, y como no acostumbran a tener huéspedes me recomendarían a otra buena familia en cuyo seno podría vivir a mi satisfacción. Si esta mujer hubiera sabido cuál era mi verdadera situación, no me habría tendido tantos lazos ni habría dado tantos, pasos fatigosos para cazar a una criatura pobre y desolada que valdría muy poca cosa al ser atrapada. En cuanto a mí, que creía que mi caso era desesperado y que no podía empeorar más, no me im¬portaba lo que pudiera sucederme, con tal de que no me cau¬sara alguna herida personal. Así, pues, acepté la invitación, no sin mucha insistencia por parte de la mujer y grandes demostra¬ciones de simpatía y afecto, convenciéndome para que partiera con ella, y consiguientemente hice d equipaje y me dispuse a realizar el viaje, aunque ignoraba en absoluto a dónde iba a ir. Me encontré entonces en un gran apuro. Lo poco que tenía era en metálico, aparte, como ya he dicho, de un poco de vajilla, ropa de casa y vestidos. En cuanto a cosas de la casa, poseía poco o nada por haber vivido siempre en pensiones, pero yo no tenía ningún amigo a quien confiar lo poco que tenía o que me acon¬sejara lo que debía hacer con ello, y esto me hacía estar día y noche preocupada. Pensé en el Banco y en otras empresas de Londres, pero no tenía ninguna amistad a quien confiar la ad¬ministración de lo mío, y llevar conmigo billetes, cuentas, órde¬nes y cosas semejantes me pareció muy inseguro, pues si lo perdía me quedaba arruinada, y por otra parte, podía ser robada e incluso asesinada en algún lugar apartado a causa de ello. Todo esto me causó una extraña perplejidad y no sabía qué hacer. Llegó una mañana a mi imaginación la idea de que podría ir yo misma al Banco, donde ya había ido a menudo a cobrar intereses y donde tuve tratos con un empleado muy amable y tan honrado que en una ocasión que por error cobré de menos, vino tras de mí y me entregó un dinero que podía haberse em¬bolsado él con la mayor tranquilidad. Me dirigí, pues, a él, le expuse sencillamente mi caso y le pregunté si quería tomarse la molestia de ser mi consejero, pues era una pobre viuda sin amistades y no sabía qué hacer. Me dijo que si deseaba saber su opinión, por lo que a su profesión se relacionaba haría todo lo posible para que no fuera engañada, pero que en cuanto a lo demás me recomendaría a un amigo suyo, compañero de trabajo aunque no en la misma casa, cuyo juicio era bueno y en cuya hon¬radez podía confiar. -Yo respondo de él -añadió-, y de cualquier paso que pueda dar. Si os engañara, aunque no fuese más que en un peni¬que, me dejaría cortar una mano. Además, él lo hace porque le gusta ayudar al prójimo, como un acto de caridad. Me quedé un tanto sorprendida ante aquella parrafada, y des¬pués de una pausa le dije que hubiera preferido depender de él porque sabía que era honrado, pero que si esto no era posible seguiría su consejo antes que el de cualquier otra persona. -Me atrevo a asegurar, señora -dijo- que estaréis tan satisfecha de mi amigo como de mí, y él está más capacitado para ayudaros que yo. Parece ser que él tenía mucho trabajo en el Banco y no podía dedicar su tiempo a otros asuntos ajenos a su oficina, según lue¬go me enteré, aunque no lo comprendiera de momento. Añadió que su amigo no me cobraría nada por su ayuda, cosa que verda¬deramente me animó mucho. Me indicó que aquella misma tarde, cuando cerraran el Ban¬co, me reuniera con él y con su amigo. Y verdaderamente en cuanto vi a éste y empezó a hablar del asunto, mi satisfacción fue completa y me convencí de que iba a tratar con un hombre honrado. Su aspecto así lo proclamaba y su manera de proceder, según luego me enteré, era tan buena en todas partes, que nin¬guna otra duda volvió a asaltarme. Después de aquel primer encuentro en el cual me limité a decir lo que ya había dicho antes, nos separamos, me citó para ir a verle el día siguiente y me dijo que mientras tanto podía hacer averiguaciones acerca de su honorabilidad, cosa que me vi imposibilitada de hacer por carecer de relaciones. De acuerdo con lo convenido me reuní el día siguiente con él y le expuse mi caso con entera libertad. Le expliqué las circuns¬tancias en que me hallaba, que era una viuda venida de América, totalmente sola y sin amigos, que tenía un poco de dinero, no mucho, y que temía poder perderlo, no contando con amistad alguna en el mundo a la que poder recurrir para la administración de mis bienes. Le dije también que me dirigía al norte de Ingla¬terra para no dilapidar mi patrimonio; que tenía depositada mi confianza en el Banco y que no me atrevía a llevar el dinero con¬migo como antes, y que no sabía la forma de tener correspon¬dencia sobre él ni con quién. Me dijo que podía dejar depositado el dinero en el Banco en cuenta corriente, que quedaría registrada en los libros y que me permitiría disponer de él con nada más que extender un cheque, pero que no recibiría intereses por mi depósito. Que también podría comprar acciones, que me tendrían en custodia, pero que en este caso, si quería disponer del dinero, tendría que trasladarme a la ciudad para efectuar la venta y que encontraría ciertas dificultades para cobrar el dividendo semestral, a menos de contar con alguna persona a nombre de la cual pusiera las acciones para hacerlo por mí, lo cual tendría las mismas dificul¬tades ya apuntadas. Dicho lo cual me miró con preocupación y sonrió un poco. Por último me dijo: -¿Por qué no designáis, señora, un administrador que se encargue de vos y de vuestro dinero y de esta manera os libre de toda preocupación? -Pero entonces, señor -le contesté-, dejaría que el dinero corriera los mismos azares. Pero al mismo tiempo recuerdo que me dije secretamente a mí misma: «Si me hicierais la pregunta más claramente, la con¬sideraría con seriedad antes de decir que no.» Siguió caminando a mi lado un buen rato, y en una o dos oca¬siones creí que me iba a hablar seriamente, pero para mi aflic¬ción, me descubrió que tenía esposa, aunque asegurándome al propio tiempo que la tenía y no la tenía. Entonces empecé a pen¬sar que tal vez estaría en las mismas condiciones de mi último amante y que su esposa estaría enferma, chiflada o algo por el estilo. Sin embargo, no hablamos muchas cosas más por el mo¬mento, porque me dijo que tenía prisa a causa de sus negocios y que si yo me molestaba en pasar por su casa cuando terminara su trabajo, sería entonces cuando me diría lo que podría hacer por mí para encauzar mis asuntos dentro de unas normas de segu¬ridad. Le dije que iría y le pregunté su dirección. Me la escribió en un papel y al dármela me la leyó y dijo: -Aquí la tenéis, señora, si es que os atrevéis a confiar en mí. -Sí, señor -contesté-. Creo que puedo aventurarme y confiar en vos, porque tenéis esposa, como me habéis dicho, y yo no deseo marido. Aparte de esto os confío mi dinero, que es todo lo que tengo en el mundo, y que si lo perdiera no podría ir a ninguna parte. El dijo entonces algunas cosas en broma muy nobles y corte¬ses, pero que me hubieran gustado más si las hubiera dicho en serio, pero aquello pasó, yo me guardé la dirección y convine en ir a su casa aquella misma tarde, a las siete. Cuando llegué me hizo algunas proposiciones para que colo¬cara mi dinero en el Banco en forma que le sacara algún interés, pero había algunas dificultades en el procedimiento porque aca¬bó diciéndome que no lo encontraba seguro. Y demostraba una sinceridad y un desinterés que empecé a meditar diciéndome que, en efecto, había dado con el hombre probo que necesitaba y que nunca podría ponerme en mejores manos. Así, pues, no pude por menos de decirle, con una gran dosis de franqueza, que to¬davía no me había tropezado con ningún hombre ni ninguna mujer en quien poder confiar o con quien creerme segura y que a él, en cambio, le confiaría libremente la administración de lo poco que poseía si aceptaba ser rector de una pobre viuda que no podía darle salario alguno por sus servicios. El sonrió y poniéndose de pie me hizo con gran respeto una reverencia. Me dijo que no podía por menos de agradecer la buena opinión que de él tenía, que no la defraudaría, que haría cuanto estuviera al alcance suyo para servirme y y te no esperaba remuneración alguna. Pero que no podía aceptar una confianza que podía hacer recaer sobre él una sospecha de ser interesado, y que si yo moría podría tener algún disgusto con mis albaceas, con los que le sería muy desagradable entrar en conflicto. Yo le dije que si todas sus objeciones eran éstas yo las elimi¬naría y le convencí de que no había espacio para dificultad de ninguna dase, porque, en primer lugar, si yo desconfiaba de él, sería entonces la ocasión de hacerlo y no depositar mi dinero en sus manos, con lo cual él se negaría a seguir adelante. En cuan¬to a lo de los albaceas, le aseguré que no tenía herederos ni parientes en Inglaterra y que no tendría otros herederos o al¬baceas que él, a menos que alterara mi voluntad antes de morir, cosa que no tenía intención de hacer. Que a mi fallecimiento todo sería suyo, cosa que merecería por haberme sido tan fiel como estaba segura de que lo sería. Con mi discurso cambió la expresión de su semblante y me preguntó cómo había llegado a tener tan buena voluntad hacia él, y aparentando estar muy satisfecho me dijo que hubiese de¬seado ser soltero para que su dedicación hacia mí fuera completa. Yo sonreí manifestándole que no lo era, que mi ofrecimiento no tenía designio alguno sobre su persona y que no debía alimentar semejante deseo, que resultaba criminoso para su esposa. El me replicó que estaba equivocada, añadiendo: -Ya os he dicho, señora, que tengo y no tengo esposa y que no incurriría en pecado alguno si deseara que la ahorcaran si con esto se arreglara todo. -En este aspecto no sé en qué condiciones se encuentra, pero no puede ser de buena fe desear la muerte de su esposa. -Ya os he dicho -volvió a repetir- que para mí es una esposa y no lo es y que vos no sabéis quién soy yo ni quién es ella. -Esto es verdad, no sé quién sois, pero creo que sois un hombre honrado y ésta es la causa de la franqueza con que os he hablado. -Bueno, bueno, creo serlo, pero soy algo más, señora. Para decíroslo sin rodeos os manifestaré que soy un marido engañado. y que ella es una prostituta. Dijo esto como bromeando, pero con una sonrisa tan desma¬yada que me di cuenta de lo mucho que le dolía y al decirlo su aspecto era de consternación. -La cosa cambia entonces, no cabe duda -contesté-, pero vos sabéis perfectamente que un cornudo puede ser un hombre honrado, por lo que en el fondo la cosa queda igual. Creo ade¬más que si vuestra esposa se porta con vos de una manera tan deshonrosa, sois demasiado honrado en tenerla por mujer. Pero éstas son cosas que no me conciernen. -No, no la disculpo, y si os he de ser sincero, señora, no soy un marido complaciente en este aspecto y os aseguro, por otra parte, que su comportamiento me llena de indignación, si bien no puedo hacer nada para remediarlo. La mujer que es una rame¬ra, es una ramera. Intenté desviar la conversación y empecé a hablar de mi asun¬to, pero me encontré con que no había terminado con sus confi¬dencias y no tuve más remedio que dejar que continuase. Me contó todas las circunstancias de su caso, demasiado largas para relatarlas aquí. Lo más importante fue que habiendo tenido que salir de Inglaterra algún tiempo antes de ocupar el puesto que ahora tenía, en el intervalo ella tuvo dos hijos con un oficial del ejército. Cuando él regresó a Inglaterra y ante su arrepenti¬miento la volvió a admitir y a alimentarla, y sin embargo, poco después volvió a las andadas fugándose con el aprendiz de un pañero y robándole todo lo que pudo y que continuaba viviendo todavía con él. -De lo que resulta, señora -dijo-, que no es prostituta por necesidad, como es la añagaza corriente entre las de su sexo, sino por inclinación, por amor al vicio. No pude por menos de compadecerle y desear que se viera libre de ella, y aunque quise volver a hablar de mi asunto, no lo pude conseguir. Por último, me contempló con gran firmeza y me dijo: -Escuchad, señora, habéis venido a mí para pedirme consejo y os serviré tan fielmente como si se tratara de mi propia herma¬na, pero hemos de cambiar las tornas y haciéndome un favor, puesto que sois tan amable conmigo, debo a mi vez pediros que me aconsejéis. Decidme, ¿qué es lo que ha de hacer un pobre hombre ofendido con una ramera? ¿Qué debo de hacer para hacer recaer sobre ella la merecida justicia? -¡Ay, caballero, me resulta muy difícil aconsejar en una cosa semejante! -le contesté-. Si ella ha huido de vuestro lado, os veis libre de su presencia. ¿Qué más podéis desear? -Verdaderamente, ella se ha marchado, pero ni aun así me ha dejado en paz en absoluto. -Eso es cierto -dije-, porque puede contraer deudas en vuestro nombre, pero la ley os concede los medios de impedir que esto suceda y vos podéis hacer recaer la culpa en ella, como suele decirse. -No; no es este el caso, pues ya me he cuidado de ello. No hablo de esta posibilidad, sino que quisiera verme libre de ella a fin de poder casarme de nuevo. -Entonces, caballero -le contesté-, ¿por qué no os divor¬ciáis si podéis probar todo lo que me habéis contado? No creo que os sea difícil conseguirlo. -Es una tramitación lenta y cara. -Pues bien, si una mujer que os guste consigue creeros, no creo que vuestra esposa se oponga a que disfrutéis de una liber¬tad que ella ya se ha tomado. -Ciertamente, pero sería muy duro obligar a una mujer hon¬rada a que pasara por eso. Y si quisiera obrar de otra manera, ya estoy bastante harto de ella para querer tener relación con otras prostitutas. Entonces se me ocurrió pensar que si me lo pidiera a mí yo hu¬biese estado dispuesta a creer en su palabra con todo mi co¬razón. Esto fue para mi interior, porque a él le dije: -Con ello cerráis la puerta a cualquier mujer honrada que pueda aceptaros, condenáis de antemano a las que pudieran corresponderos y sacáis la conclusión que la mujer que os haga caso no puede ser honesta. -Pues bien -replicó-, me gustaría que fuerais vos la que pudiera convencerme de que hay alguna mujer honrada que car¬gue conmigo. En este caso me aventuraría. Y me soltó inmediatamente a boca de jarro: -¿Queréis aceptarme, señora? -No es una pregunta muy afortunada después de todo lo que me habéis dicho -repliqué-. Sin embargo, para que no creáis que lo que espero es una retractación por vuestra parte, os con¬testaré sinceramente que no, que el asunto que he venido a tratar con vos es de otra naturaleza y que no esperaba que mi dramá¬tico caso se convirtiera en una comedia. -Por Dios, señora, mi caso es tan dramático como pueda serlo el vuestro y estoy tan necesitado de consejo como vos po¬déis estarlo, llegando a veces a pensar que si no encuentro alivio en alguna parte acabaré por enloquecer. No sé qué camino to¬mar, os lo aseguro. -Pues bien, caballero, es mucho más fácil dar un consejo en vuestro caso que en el mío. Hablad, pues, os lo ruego, pues vuestras palabras contribuyen a que yo me anime. Si vuestro caso es tan claro como decís, podéis obtener legalmente el divorcio y después encontrar una mujer decente que conteste debidamente a vuestra pregunta. Mi sexo no escasea tanto como para que no podáis hallar esposa. -Bueno, pues hablando con toda formalidad os diré que acepto vuestro consejo, pero, ¿me permitís que os haga antes una pregunta? -Hacedme las preguntas que queráis, siempre que no sean de la naturaleza de la que me acabáis de hacer. -Vuestra réplica no me conviene, porque en resumidas cuen¬tas es lo que pensaba deciros. -En este caso ya tenéis mi contestación. Además, ¿cómo es posible que penséis tan mal de mí que de antemano queráis que os dé una contestación a una pregunta semejante? ¿Podría cual¬quier mujer honrada tomaros en serio o pensaría, por el contra¬rio, que lo que pretendéis es divertiros a costa de ella? -Podéis estar segura que yo no quiero divertirme con vos, sino que os hablo muy en serio. Tenedlo bien presente. -Pero, caballero -le dije con cierta gravedad-, a lo que he venido aquí es a tratar de un asunto personal. Os ruego, por tanto, que acabéis de hacerme saber lo que me aconsejáis. -Me encontraréis preparado para ello cuando volváis otro día. -Vos me habéis impedido que lo haga. -¿Y cómo es eso? -preguntó mirándome sorprendido. -Porque no podéis esperar que os visite de nuevo si volvéis a insistir en lo que me habéis dicho. -Bien, prometedme que volveréis y yo a mi vez os prometo que no os diré nada del asunto hasta que pueda conseguir el di¬vorcio. Pero sí deseo que os preparéis para estar en la mejor disposición de ánimo cuando eso suceda, porque tenéis que ser vos la mujer que yo elija o no me divorciaré. Esto será una cosa que deberé a vuestra inesperada bondad, si no hubiera también otras razones que abonan mi pretensión. No podía aquel hombre haber dicho nada que me gustara más. Sin embargo, sabía que el mejor camino para poder retenerlo era fingir que estaba al margen mientras la cosa fuera tan remota como parecía serlo todavía, porque ya habría tiempo de aceptar cuando llegara el momento oportuno. Así, le manifesté' muy respetuosamente que ya llegaría la ocasión de considerar todas estas cosas cuando estuviera él en condiciones de hablar de ellas. Le dije que iba a alejarme de su lado y que entretanto podría en¬contrar alguna mujer que le gustara más. Aquí terminó de mo¬mento nuestro contacto, pues me hizo prometerle que volvería a verlo el día siguiente para tomar las resoluciones oportunas acerca de mi asunto, a lo que accedí después de hacerle rogar un poco. Aunque había avanzado mucho en mi concepto, no quería dárselo a entender. Volví la tarde siguiente llevando a mi criada conmigo para que se diera cuenta de que tenía una sirvienta, pero la hice marcharse en seguida. El hubiera querido que la doméstica se quedara, pero yo no lo permití, ordenándole en voz alta que volviera a bus¬carme a las nueve. A esto se opuso él diciéndome que con mu¬cho gusto sería él quien me acompañara a casa, lo cual no me hizo mucha gracia, suponiendo que quería hacerlo para averiguar dónde vivía y poder hacer investigaciones acerca de mi carácter y de mi situación. Sin embargo, no pude por menos que pensar que lo que la gente de mi barrio y de los alrededores sabía de mí se inclinaba más bien a mi favor y que la consecuencia que él sacaría si efectuaba la investigación sería que yo era una mujer rica, modesta y recatada, lo cual, sea o no verdad en lo esencial, demuestra lo necesario que es para todas las mujeres que espe¬ran algo del mundo, preservar las características de la virtud, in¬cluso cuando haga tiempo quizá que la han sacrificado. Descubrí, lo que no dejó de producirme una cierta satisfacción, que había preparado una cena para mí. También pude ver que vivía muy bien y que la casa estaba excelentemente amueblada, lo que me produjo asimismo el consiguiente regocijo, va que empe¬zaba a mirar todo aquello como mío. Mantuvimos una segunda conferencia referente al asunto prin¬cipal de la primera y me expuso sus pretensiones de una manera muy convincente. Hizo protestas de afecto hacia mí no dejándo¬me ningún resquicio para dudar de ello. Declaró que todo había empezado en el mismo momento en que me oyó hablar y mucho antes de que yo le dijera que lo dejaría heredero de todos mis efectos. «Da lo mismo cuándo haya empezado la cosa siempre que no cambie de parecer», pensé. Entonces me dijo que mi oferta de legarle mis bienes le había molestado. «Eso es lo que yo pretendía, pero entonces creía que erais un hombre libre», seguí pensando. Después de haber cenado advertí que me apremiaba mucho para que bebiera dos o tres vasos de vino, a lo que no accedí por completo, pues no bebí más que uno o dos. Me dijo entonces que tenía que hacerme una proposición y que tenía que prome¬terle antes que si no la aceptaba no debía de tomarla a mal. Le contesté que esperaba que no me haría ninguna proposición des¬honrosa, sobre todo porque me encontraba en su casa, y que si era aquél su propósito, era mejor que no me la hiciera para no verme obligada a tener contra él un resentimiento poco acorde con el respeto que me inspiraba y la confianza que en él había depositado al ir a su casa. Le rogué que me diera permiso para retirarme, y traduciendo mis palabras en actos empecé a ponerme los guantes preparándome para marcharme, aunque en realidad estaba tan poco decidida a hacerlo como él a dejar que me fuera. No me importunó insistiendo en que me quedase, pero sí me dijo que en su mente no existía nada deshonroso hacia mí y que estaba muy lejos de pensar en proponerme algo que no estuviera dentro de los límites de la más absoluta decencia, pero que si yo seguía pensando semejante cosa, no volvería a hablarme más de ello. Esta parte de la entrevista no me gustó en absoluto. Le manifesté que estaba decidida a escuchar lo que quisiera decirme, segura que no sería nada indigno de él ni inconveniente para mis oídos. Respecto a ello me dijo que su proposición era que me casara con él aunque no hubiera obtenido todavía el divorcio. Mi corazón saltó de júbilo a las primeras insinuaciones de esta oferta, pero era necesario seguir haciendo el papel de hipócrita, así que fingí declinar la proposición con cierto calor, condenando a la vez la cosa como muy poco noble y diciéndole que semejante proyecto no conduciría más que a meternos a los dos en grandes dificultades. Porque si al final no le fuera posible obtener el di¬vorcio, no podríamos disolver el matrimonio ni continuar dentro de él. En caso, pues, de fallarle el divorcio, dejaba a su considera¬ción el imaginar en qué condiciones nos encontraríamos los dos. En resumen, llevé tan lejos la argumentación contra lo que me proponía que le convencí de que era algo carente de sentido. Entonces pensó en otra solución, que firmara y sellara con él un contrato obligándonos los dos a casarnos tan pronto como fuera obtenido el divorcio, y que quedaría sin efecto si esto no se con¬seguía. Le dije que aquello era más racional que lo otro, pero como era aquella la primera vez que me pareció lo bastante débil para hablarme en serio del asunto, no dije que sí al primer embate. Era un asunto que tenía que pensarse bien. Jugué con este enamorado como el pescador de caña juega con la trucha. Pensé que lo tenía ya bien sujeto al anzuelo, así que me permití burlarme de su nueva proposición e hice que de¬sistiera de su propósito. Le dije que sabía muy poco de mí y le rogué que se enterase bien de quién era. Después le permití que me acompañara hasta mi casa, aunque sin invitarle a entrar, por¬que, según le dije, no me parecía decente. En resumen, me aventuré a rechazar la firma de un contrato matrimonial y la razón de que procediera así fue la señora que con tanto empeño me había invitado a que fuera con ella a Lancashire. Había insistido tanto en ello y me ofrecía allí un cuadro tan lleno de venturas y de cosas buenas que me tentó a ir y probarlas. «Quizá -pensé- pueda llegar a enmendarme.» Así, pues, me decidí sin muchos escrúpulos de conciencia a abando¬nar a aquel honrado ciudadano, del cual no estaba lo suficiente¬mente enamorada como para no poder dejarlo por otro que fuera más rico. En una palabra, evité el contrato y le dije que me marchaba al Norte y que ya le mandaría mi dirección para que pudiera es¬cribirme y que me comunicara lo que hubiera del asunto que. le había confiado. Le manifesté que dejaba en sus manos una pren¬da que demostraba la gran confianza que me inspiraba él, puesto que le hacía entrega de casi todo lo que tenía en el mundo y le daba mi palabra de que tan pronto como hubiera conseguido divorciarse de su esposa, si quería enviarme noticias de ello, volvería a Londres y entonces podríamos hablar seriamente de lo que me proponía. Era un proyecto ruin por mi parte, he de confesarlo, aunque los motivos de la invitación que había recibido eran mucho peo¬res que los míos, como pude descubrir por los hechos que se produjeron. Pues bien, me fui con mi amiga, como yo la llamaba, a Lancashire. Durante todo el camino me trató con los miramien¬tos del afecto más sincero y desinteresado. Satisfizo todos los gastos de ruta, excepto el alquiler del carruaje, y su hermano fue a recibirnos en un coche señorial a Warrington, y desde allí fui¬mos conducidas con toda la ceremonia que yo podía esperar a Liverpool. Nos invitaron a permanecer tres o cuatro días en una casa muy bien puesta de un mercader de aquella ciudad, cuyo nombre me abstengo de dar por lo que después sucedió. Después mi amiga me dijo que iba a conducirme a casa de un tío suyo. Su tío, como ella le llamaba, nos envió un coche de cuatro ca¬ballos, en el que recorrimos una distancia de cuarenta millas en una dirección que me era desconocida. Llegamos a la residencia de un caballero, donde había una familia numerosa y un gran parque, y cuyas gentes llamaban «prima» a mi amiga. Yo le dije que si su intención había sido traerme a una casa como ésta, debía habérmelo dicho para prepararme debidamente y traer mis mejores vestidos. Las señoras de la casa se enteraron de esto y muy gentilmente me aseguraron que en su país no se valoraba, como sucedía en Londres, a las personas por sus ves¬tidos; que su prima ya les había informado de mi calidad y que no necesitaba vestidos para sobresalir. En una palabra, me aga¬sajaron no como lo que era, sino como lo que ellas suponían que debía ser, esto es, una señora viuda muy rica. El primer descubrimiento que hice fue que todos los miembros de la familia profesaban la fe católica y la prima, a la que yo llamaba mi amiga, también. Sin embargo, debo decir que nadie en el mundo podía haberse portado mejor conmigo y que me dispensaban la misma cortesía que si yo hubiera sustentado sus mismas creencias. La verdad es que yo no tenía principios de ninguna clase en lo referente a religión y allí aprendí a hablar favorablemente de la Iglesia católica. Les dije particularmente que yo veía únicamente unos prejuicios de educación en todas las diferencias religiosas que había entre cristianos y que si mi padre hubiese sido católico, no cabía ninguna duda que habría estado muy contento de que la religión de ellas hubiera sido la mía. Esto pareció gustarles mucho y día y noche me vi rodeada de buena compañía y grata conversación. Había dos o tres se¬ñoras de edad que se dedicaron a instruirme sobre temas reli-giosos y yo me sentía tan complacida que aunque no me com¬prometí a nada no tuve inconveniente en asistir a su misa y a efectuar los gestos que me enseñaron a hacer en ella para no parecer que los despreciaba, de manera que en lo esencial les animé a creer que podría convertirme al catolicismo si me ins¬truían en la doctrina católica como ellas la llamaban, y así quedó la cosa. Permanecí allí seis semanas, y después mi guía me llevó a un pueblo del país, situado a unas seis millas de Liverpool, donde su hermano, como ella lo llamaba, vino a visitarme en su coche, con un porte muy arrogante, acompañado de dos lacayos con buenas libreas. Lo primero que hizo aquel hombre fue hacerme el amor. Con todas las cosas que me habían sucedido, tenía mo¬tivos para pensar que no era fácil que me engañasen y, en efecto, pensé que en Londres tenía una carta segura por jugar y decidí no abandonarla a menos que las cosas cambiaran mucho. Sin embargo, bajo todos los aspectos, aquel individuo era un buen partido digno de mi atención, ya que se calculaba que sus rentas eran de mil libras al año, aunque su hermana me dijo que eran mil quinientas, estando sus fincas situadas en su mayoría en Irlanda. Yo, que pasaba por tener también una gran fortuna, me ha¬llaba muy por encima de toda pregunta que pudiera hacérseme sobre el particular, y mi falsa amiga, deduciéndolo de cierto ru- mor estúpido, la había elevado de quinientas libras a cinco mil y cuando llegó a su país la calculó por su cuenta en quince mil libras. El irlandés, pues aquel hombre lo era, debió de perder la cabeza al pensar en semejante cebo, pues me cortejó, me hizo toda clase de regalos y se llenó de deudas, como un inconsciente, por los gastos que su equipo y su galanteo le ocasionaron. Su porte, he de decirlo para ser justa con él, era el de un caballero extremadamente bien parecido, alto, de airosa constitución y con mucha labia. Hablaba con tanta naturalidad de su parque, de sus cuadras, de sus caballos, de sus cotos de caza, de sus bosques, de sus arrendatarios y de sus criados como si yo hubiese estado ya en su casa solariega y hubiera visto todo esto con mis propios ojos. Nunca me hizo la menor pregunta acerca de mi fortuna o de mis fincas, pero en cambio me aseguró que cuando llegásemos a Dublín me haría cesión de unas fincas de buena tierra que ren¬dían seiscientas libras anuales y que podíamos ya extender un contrato o documento para el cumplimiento de ello. Era éste en verdad un lenguaje al que yo no estaba acostumbra¬da y así experimenté una emoción más allá de toda medida. Tenía en todo momento una diablesa a mi lado que no cesaba de de¬cirme lo bien que vivía su hermano. Unas veces venía a recibir mis órdenes acerca de qué color quería que fueran pintados mis coches y de qué manera debían ser tapizados y otras a consultar¬me con qué ropaje quería que fuera vestido mi escudero. En resu¬men, que me había deslumbrado y había perdido la facultad de decir que no a nada. Para abreviar esta historia diré que accedí a casarme y que para que la ceremonia fuera en privado fuimos a hacerlo al interior del país donde nos unió en matri¬monio un clérigo católico tan efectivamente como podría haber¬lo hecho cualquier párroco de la Iglesia de Inglaterra. No me es posible decir si me hacía muchas reflexiones acerca del vergonzoso abandono en que dejaba a mi fiel administrador que tan sinceramente me quería y que estaba tratando de librarse de la impúdica ramera que tan cruelmente se había comportado con él, prometiéndose una gran felicidad con su nueva elección, que había recaído en quien estaba ahora dispuesta a entregarse a otro de una manera casi tan escandalosa como la que había sido norma de su indigna esposa. Pero el deslumbramiento de las grandes fincas y otras hermo¬sas perspectivas que la criatura engañada y ahora a su vez enga¬ñadora presentaba ante mi imaginación, me apremiaba de tal manera que no me dejaba tiempo para pensar en Londres y en nada que allí hubiera y mucho menos en la obligación que tenía hacia un hombre infinitamente de un valor más real que el que entonces tenía ante mí. Pero la cosa estaba hecha y yo me encontraba ya en los brazos de mi nuevo esposo, que parecía seguir siendo el mismo que antes, grande hasta la magnificencia y con un tren de vida que no podría sufragarse por menos de mil libras al año. Cuando llevábamos casados cosa de un mes, me empezó a hablar de mi traslado a West Chester con objeto de embarcar con destino a Irlanda. Sin embargo, no se dio mucha prisa, por¬que todavía continuamos donde estábamos otras tres semanas, pasadas las cuales envió a buscar a Chester un coche que tenía que llevarnos hasta la Black Rock, que es como la llaman, al otro lado de Liverpool. En aquel lugar nos embarcamos en una bonita lancha de seis remos llamada pinaza, trasladando a sus criados, sus caballos y su equipaje, según me dijo, en un trans¬bordador. Se excusó conmigo diciéndome que no tenía amistades en Chester, por lo que iría él antes a esta ciudad para buscarme un alojamiento digno en alguna casa particular. Le pregunté cuánto tiempo permaneceríamos en Chester y me contestó que no más de una o dos noches y que alquilaría inmediatamente un coche para ir a Holyhead. Entonces le dije que no tenía que tomarse la molestia de alquilar habitaciones particulares para pasar una o dos noches, porque siendo Chester una ciudad popu¬losa no me cabía duda de que debían de haber muy buenas fon¬das. Así fuimos a alojarnos en una fonda de West Street, no lejos de la Catedral. No recuerdo ahora el nombre que tenía. Una vez allí, y hablando de nuestra marcha a Irlanda, mi es¬poso me preguntó si tenía algún asunto que solventar en Londres antes de marcharnos. Le dije que no, que los que tenía eran de muy poca importancia y que podían arreglarse perfectamente por carta desde Dublín. -Esposa mía -me dijo con el mayor respeto-, supongo que la mayor parte de tu fortuna, que mi hermana me ha dicho que consiste principalmente en dinero depositado en el Banco de Inglaterra, se encuentra perfectamente seguro donde está, pero en caso de que hubiera que realizar alguna transferencia o modificar de alguna manera su propiedad, tal vez fuera conve¬ niente trasladarse a Londres para arreglar las cosas antes de em¬barcar. Debí de parecer muy sorprendida y le dije que no lo entendía, que no tenía, que yo supiese, dinero en el Banco de Inglaterra y que esperaba que no pudiera decir que yo le había dicho nunca tal cosa. Me contestó que, efectivamente, nunca me había oído decirlo, pero que su hermana .le aseguró que era en dicho esta¬blecimiento bancario donde tenía yo la mayor parte de mi for¬tuna. -Y si lo he mencionado, querida -aseguró-, ha sido por si hubiese habido necesidad de arreglar algo o dar alguna orden, sin tener que sufrir molestias y riesgos innecesarios con otro viaje. Añadió que no quería que me expusiera demasiado viajando por mar. Esta conversación me llenó de extrañeza y empecé a meditar muy seriamente qué podría significar, y se me ocurrió pensar si mi amiga, que lo llamaba su hermano, me habría presentado a él pintándome con unos colores que no eran los verdaderos. Me dije que habiendo llegado al pináculo en que me encontraba, se abría ahora a mis pies una sima cuya profundidad tenía que conocer antes de salir de Inglaterra y ponerme en no sabía qué manos en un país extranjero. A la mañana siguiente llamé a su hermana a mi habitación para tratar de todo esto, dándole a conocer la conversación que tuvi¬mos su hermano y yo la noche antes, conminándola a que me dijera lo que le había contado de mí y en qué circunstancias ha¬bía forjado mi matrimonio. Reconoció que le dijo que yo poseía una gran fortuna, cosa que le dijeron en Londres. -¡Que os lo dijeron! -prorrumpí, indignada-. ¿Pero cuán¬do os he dicho yo semejante cosa? Me contestó que, en efecto, yo no se lo había dicho, pero que en diversas ocasiones yo le aseguré que podía disponer de todo lo que tenía. -En efecto -repliqué rápidamente-, pero nunca os mani¬festé que poseyera nada que pudiera calificarse de fortuna. Todo lo que tengo en el mundo no pasa de cien libras o del valor de cien libras. Si hubiera tenido una fortuna, ¿por qué habría ido con vos al norte de Inglaterra con el fin de poder vivir con ma¬yor economía? Al decir estas palabras, que pronuncié en tono alto y apasio¬nado, entró en la habitación mi esposo y hermano suyo, como ella lo llamaba, y me agradó que pasara y se sentase, porque tenía algo importante que decir a los dos, que era absolutamente necesario que él escuchase. Mi esposo pareció un poco desconcertado ante el aplomo con que yo parecía expresarme, y entró y se sentó después de cerrar la puerta. Después de esto empecé a hablar experimentando una gran excitación cuando me dirigí a él. -Temo, «querido» -le dije con una gran amabilidad- que has sido objeto de un engaño y que has sufrido un gran per¬juicio, sin reparación posible, al casarte conmigo, y como sea que en ello no he tenido yo arte ni parte, deseo ser absuelta de toda culpa y que ésta recaiga sobre quien la tenga y en nadie más, porque yo me lavo las manos de todo lo ocurrido. -¿Qué perjuicio pueden haberme hecho, querida, al casarme contigo? Creo que todo redunda en honor y ventaja para mí. -Te lo explicaré en seguida y temo que no tengas razón algu¬na para pensar que has sido bien tratado. Pero por lo menos te convenceré, querido, de que no he intervenido en nada. Hice una breve pausa durante la cual él pareció intimidado y aturdido. Desde luego, empezaba a sospechar lo que iba a oír a continuación. Sin embargo, mirándome, se limitó a decir: -Sigue. Y permaneció en silencio para escucharme. Yo dije: -Anoche te pregunté si alguna vez me he jactado ante ti de mi fortuna o si te he dicho que tenía un capital en el Banco de Inglaterra o en cualquier otro lugar, y reconociste que no, como es la verdad. Y -ahora quiero que me digas aquí, delante de tu hermana, si te he dado en alguna ocasión motivo para que lo cre¬yeras así o si hablamos alguna vez sobre el particular. Reconoció que no, pero dijo que siempre le parecí una mujer rica, que seguía confiando en que lo era y que esperaba no haber sido engañado. -No estoy tratando de averiguar si habéis sido engañado o no, aunque me temo que sí y que. yo también lo he sido. De lo que trato es de librarme del cargo injusto que pueda recaer sobre mí de haber querido engañaros. Le estaba preguntando a vuestra hermana si yo le había dicho en alguna ocasión que tenía ca¬pital o fincas y si le había dado algún detalle sobre el particular, y ella no ha podido por menos de reconocer que nunca le he dicho tal cosa. Os ruego, señora -añadí volviéndome hacia ella -que seáis justa conmigo ante vuestro hermano y me acuséis, si podéis, de haberos hablado alguna vez de mi fortuna. Si fuera así, ¿por qué habría venido con vos a este país con la finalidad de ahorrar lo poco que tenía y vivir con menos dinero? Ella no pudo negar nada de lo que yo decía, pero manifestó que en Londres le aseguraron que yo tenía una gran fortuna depositada en el Banco de Inglaterra. -Y ahora, querido -manifesté volviéndome de nuevo hacia mi esposo-, sed justo conmigo y decidme ¿quién es la que nos ha engañado a los dos, hasta el punto de haceros creer que yo era poseedora de una gran fortuna, haciendo que me cortejarais para llegar a este matrimonio? A él le era imposible pronunciar palabra, pero señaló a la mu¬jer con el dedo, y después de una pequeña pausa lo invadió el acceso de cólera más violento que jamás haya podido ver en hom¬bre alguno en mi vida. La maldijo y la llamó las peores cosas que puedan decirse a una mujer. La acusó de haberlo arruinado y declaró que le había asegurado que yo tenía quince mil libras y que debía de darle a ella cinco mil por procurarle un casa¬miento tan ventajoso. Después añadió, dirigiendo entonces su discurso a mí, que no tenía nada de hermana suya, que no había sido sino su coima dos años antes, habiéndole entregado ya cien libras como parte de su trato y que estaba perdido si las cosas eran como yo decía. En la rabia que le dominaba aseguró que iba inmediatamente a arrancarle el corazón, lo que atemorizó a la mujer y a mí también. Ella se puso a dar gritos afirmando que todo lo había oído en la casa donde yo me alojaba. Pero esto enfureció todavía más a mi marido, pues ella había jugado con él y había llevado las cosas tan lejos sin otra base que haber oído un simple rumor. Luego, dirigiéndose otra vez a mí me dijo con una gran sinceridad que temía que fuéramos los dos los que es¬tuviéramos perdidos. -Porque honradamente, querida, he de decirte que yo no tengo fincas y que lo poco que poseía me lo ha hecho dilapidar esta diablesa cortejándote y haciéndome adquirir estos bagajes. Ella aprovechó la oportunidad de que me estuviese hablando seriamente para salir de estampía de la habitación y nunca más la volví a ver. Yo me encontraba en aquellos momentos tan desconcertada como él y no sabía qué decir. Pensé que, por diversas razones, era yo la que había llevado la peor parte, pues al decirme que estaba perdido y que no tenía ninguna finca no dejé de sentir cierta turbación. -Así, pues -le dije-, todo ha sido una conjura infernal y nos encontramos casados sobre la base de un doble fraude. Tú parece que estás perdido por el desengaño sufrido y si yo pose-yera una fortuna también habría sido engañada, ya que dices que nada tienes. -Hubieras sido, desde luego, engañada, pero no te hubieses arruinado, porque quince mil libras nos hubieran mantenido muy lindamente en este país. Te aseguro que estaba decidido a dedi¬carte hasta el último groat , que no te hubiese engañado ni en un solo chelín y que por lo demás te hubiera dedicado todo mi afecto y toda mi ternura durante el resto de mi vida. Esto era verdaderamente honrado y me pareció que sentía lo que decía y que hubiera sido el hombre más idóneo para hacerme feliz, dado su temperamento y su manera de conducirse, de cuan¬tos hasta entonces había conocido, pero sin fortuna y lleno de deudas por este ridículo episodio, las perspectivas que teníamos ante nosotros no podían ser más funestas y terribles y yo no sabía qué decir ni qué hacer. Por fin pude decirle que realmente era una desgracia que tanto amor y tan buenas cualidades como había descubierto en él se hundieran de aquella manera en la miseria, que no veía ante nosotros más que desolación, y que en cuanto a mí, desdicha¬damente, lo poco que tenía encima no podría resolvernos ni el problema de una semana. Acto seguido saqué un billete de veinte libras y once guineas sueltas, cantidad que le dije que había ahorrado de mi exigua renta, y mi capital, según lo que aquella vil criatura me había asegurado, serviría solamente para asegurarme la subsistencia durante tres o cuatro años. Añadí que si me quitaban lo poco que poseía me quedaría en la indi¬gencia y que él ya sabía cuál era la situación de una mujer entre extraños cuando se queda sin dinero. Sin embargo, le dije que si lo quería, aquel dinero sería suyo. Me contestó, mostrando una gran ternura y creo que hasta con lágrimas en los ojos, que no lo tocaría, que le resultaba odio¬so pensar en despojarme de lo que tenía y así hacerme desgra¬ciada y que a él le quedaban todavía cincuenta guineas, que po¬seía en este mundo. Y al decir esto las sacó, arrojándolas sobre la mesa y me rogó que las cogiera, aunque por su falta él tuviera que morirse de hambre. Le repliqué, sintiendo el mismo interés por él, que no podía soportar que hablase de aquella manera y que si, por el con¬trario, podía proponerme algún método posible de vida haría cuanto fuera posible por amoldarme a ella y que viviría con las estrecheces que fueran precisas. Me rogó que no siguiera hablando de aquella manera porque acabaría por hacerle enloquecer. Me dijo que había sido educado como un caballero, aunque con una fortuna reducida, y que solamente le quedaba un camino a seguir, y es lo que haría, a menos que yo pudiera contestarle a una pregunta, a la que, sin embargo, no quería que le contestara si no quería o no podía. Le dije que le contestaría con toda la sinceridad posible y que si era o no a satisfacción suya era cosa que yo no podía decir. -Entonces, querida, dime con sinceridad. Con lo que tú tie¬nes ¿podríamos vivir juntos en alguna forma o en alguna situa¬ción o lugar, o no? Por suerte mía no había revelado hasta en-tonces mi personalidad ni las circunstancias de mi vida, y al ver que no podía esperar nada de él, a pesar de su simpatía y a pesar de lo honrado que parecía ser, como no fuera vivir con lo que yo sabía que no había de tardar en ser gastado, resolví ocultarlo todo a excepción del billete de Banco y de las once guineas que poseía, que con gusto daría por bien perdidos por encontrarme en el lugar en que él me encontró. Realmente tenía en mi poder otro billete de treinta libras, que era todo lo que había traído para poder subsistir en el país por no saber lo que me podía acon¬tecer, ya que aquella mujer, la intermediaria que de aquella manera nos había traicionado a los dos, me había hecho creer que me casaría, ventajosamente en el país, y yo no quería estar sin dinero por lo que pudiera acontecer. Oculté el billete, y esto me hizo sentirme más libre, dadas las circunstancias, aun¬que en realidad lo compadeciera a él cordialmente. Volviendo a su pregunta, le aseguré que no lo había engañado voluntariamente y que no lo haría nunca. Sentía mucho manifes¬tarle que con lo poco que tenía no podríamos vivir los dos, que no era ni siquiera suficiente para que yo sola pudiera subsistir en el sur de la nación y que ésta fue la razón de que me pusiera en manos de aquella mujer que se titulaba hermana suya, que me había asegurado que podría vivir muy bien en una ciudad llamada Manchester, donde no había estado todavía, con seis libras anuales solamente y que no ascendiendo mis ingresos a más de quince libras al año, pensé que me sería posible tener un buen pasar con aquella suma, en espera de tiempos mejores. El asintió con una inclinación de cabeza y permaneció en si¬lencio. Los dos pasamos una velada melancólica. Cenamos, sin embargo, juntos y cuando nos encontrábamos casi al final de la cena, él pareció encontrarse mejor y más animado y pidió una botella de vino. -Vamos, querida -dijo-, aunque el caso sea apurado, no hay razón para sentirnos desanimados. Tómalo de la mejor ma¬nera que puedas. Yo trataré de encontrar un camino u otro. Si, por lo menos, tú puedes subsistir, eso es mejor que nada. Inten¬taré luchar. El hombre ha de pensar como un hombre porque sentirse desanimado es tanto como rendirse al infortunio. Diciendo esto llenó su vaso y brindó a mi salud, cogiéndome una mano y apretándola fuertemente mientras bebía y declarando que su principal interés se centraba en mí. Poseía un espíritu verdaderamente sincero y animoso y esto resultaba más aflictivo para mí. Proporciona un cierto consuelo ser arruinada por un hombre de honor y no por un granuja. Aquí el gran desengaño estaba de su parte, porque realmente había gastado una gran suma de dinero, alucinado por su alcahueta, y era lamentable el triste fin a que había llegado. Debe observarse la bajeza con que había obrado aquella mujer, que para conseguir un centenar de libras, dejó sin ningún escrúpulo que él gastara tres o cuatrocientas, que era probablemente todo lo que tenía en el mundo, sin otro fundamento para decir que yo era dueña de una gran fortuna que una simple charla ante una mesita de té. Indudablemente el propósito de él de engañar a una mujer rica era una bajeza. Fingirse rico ante una realidad miserable cons¬tituía un fraude y era una cosa reprobable. Pero el caso aquí era un poco diferente a favor suyo, porque él no era, después de todo, un libertino que hacía un oficio de engañar a las mujeres, como muchos hacen, apoderándose de seis o siete fortunas, una tras otra, para huir después con su botín. El era, a pesar de todo, un caballero, desgraciado y pobre, pero había vivido bien, y si yo hubiese sido realmente rica me habría encolerizado contra la mala mujer que me había engañado, pero por lo que afectaba al hombre, el dinero no hubiera ido a caer en malas manos, por¬que era un ser encantador, de generosos principios, buen sentido y una gran simpatía. Mantuvimos una conversación íntima aquella noche porque ninguno de los dos durmió mucho. Se mostró arrepentido de haberme hecho víctima de sus engaños como si hubiera sido una felonía que había puesto en práctica, y me ofreció de nuevo has¬ta el último chelín que poseía diciéndome que ingresaría en el ejército y buscaría más por el mundo. Le pregunté por qué había sido tan poco misericordioso de quererme llevar a Irlanda cuando podía suponer que no le sería posible mantenerme allí. Entonces me cogió entre sus brazos y me dijo: -Querida mía, puedes creerme si te digo que nunca tuve la intención de ir a Irlanda y mucho menos llevarte a ti hasta allí, sino que llegué hasta donde nos encontramos con el fin de estar fuera de la observación de la gente que pudiera haberse dado cuenta de lo que pretendía y además para que nadie pu- diera pedirme el dinero que le debía hasta que hubiera estado en condiciones de proporcionárselo. -Entonces -pregunté-, ¿qué es lo que hubiéramos hecho a continuación? -Te hubiera confesado, querida, todo el plan, como lo hago ahora. Me proponía preguntarte algo acerca de tu fortuna, cosa que hice como has visto, y cuando hubiese llegado a algún acuer¬do contigo sobre el particular, habría aplazado con cualquier excusa el viaje a Irlanda por algún tiempo, dirigiéndome prime¬ro a Londres. Entonces hubiera sido cuando te habría confesado el verdadero estado de mis asuntos haciéndote saber que había hecho uso de todos mis subterfugios para obtener tu consenti¬miento, no quedándome ya nada que hacer sino solicitar tu per¬dón y decirte, como ya te lo he manifestado, con qué empeño trataría de hacerte olvidar el pasado con la felicidad de nuestro porvenir. -Verdaderamente -le aseguré- creo que no hubieras tar¬dado en conquistarme, y me causa una viva aflicción que no me encuentre en condiciones de hacerte ver lo fácilmente que me hubiera reconciliado contigo y decirte que te perdonaba el en¬gaño de que me habías hecho víctima en gracia a tu simpatía. Pe¬ro, querido, ¿qué es lo que podemos hacer ahora? Los dos esta¬mos hundidos, así que ¿qué otra cosa mejor podemos hacer que reconciliarnos en vista de que no tenemos con qué vivir? Hicimos muchos proyectos, pero todos irrealizables, puesto que no teníamos nada para empezar. Por último me pidió que no habláramos más de ello porque le daba una pena enorme. Así, pues, nos dedicamos a hablar un rato de otras cosas hasta que finalmente nos entregamos al sueño. Por la mañana él se levantó antes que yo. Había permanecido casi toda la noche despierta, y como tenía mucho sueño perma¬necí acostada hasta cerca de las once. Durante este tiempo él cogió sus caballos, sus ropas y su equipaje y se marchó con sus tres criados dejándome sobre la mesa una carta llena de emo¬ción, que decía así: Querida mía: Soy un perro. He abusado de ti, pero me he visto arras¬trado a hacerlo por una vil criatura contra mis principios y las reglas generales de mi vida. ¡Perdóname, amada mía! Te pido perdón con la más profunda sinceridad. Soy el más miserable de los hombres por haberte engañado de esta manera. He sido muy feliz al poseerte y ahora me veo obli¬godo a huir de tu lado. ¡Perdóname, querida! Lo repito, ¡perdóname! Me es imposible ver tu vida arruinada por mí siendo yo incapaz de mantenerte. Nuestro matrimonio ha dejado de ser. Nunca podré volver a verte, por lo que te devuelvo tu completa libertad. Si te es posible volver a casarte ventajosamente, no dejes de hacerlo por mí. Te juro por mi le y empeñando mi palabra de honor que nunca perturbaré tu reposo si llego a enterarme de ello, lo cual, sin embargo, no es muy probable. Por otra parte, si no te casas y la buena fortuna me sonríe, sería tuya, dondequiera que te encontrases. He dejado en tu bolsillo parte de mi dinero. Toma un asiento con tu sirvienta en la diligencia de Londres. Creo que será suficiente para sufragar el viaje hasta allí :in tocar lo tuyo. De nuevo y sinceramente solicito tu perdón, cosa que haré cuantas veces piense en ti. ¡Adiós para siempre, amada mía! Recibe todo el cariño de J. E. Nada de cuanto me había sucedido hasta entonces en mi vida se me metió tan profundamente en el corazón como este adiós. Le reproché mil veces en mi fuero interno que me abandonara porque hubiera ido gustosa con él por todo el mundo aunque hubiera tenido que mendigar un trozo de pan. Metí la mano en el bolsillo y encontré en él diez guineas, su reloj de oro y dos pequeñas sortijas, una con unos pequeños diamantes, que val¬dría únicamente unas seis libras, y la otra un aro sencillo. Me senté y permanecí inmóvil mirando aquellas cosas dos horas, sin hablar apenas palabra, hasta que mi sirvienta me inte¬rrumpió para decirme que la cena estaba ya servida. Comí muy poco, y después de comer me atacó un acceso de llanto. De vez en cuando lo llamaba por su nombre, que era James. «¡Oh, Jemmy -exclamaba-, vuelve a mí, vuelve a mí! Te daré todo lo que tengo, pediré limosna por ti, pasaré hambre contigo.» Y de esta manera recorría desesperada la habitación, me sentaba de vez en cuando y luego volvía a pasear pidiendo a gritos que volviera y cayendo de nuevo en mis arranques de desesperación. Así me pasé la tarde, hasta las siete aproximadamente. Cuando estaba a punto de oscurecer, pues nos encontrábamos , n el mes de agosto, ante mi indecible sorpresa, él volvió a la fonda, sin ningún criado, y vino directamente a mi habitación. Yo me encontraba en la más inimaginable de las confusiones, lo mismo que él. Yo no podía imaginar qué era lo que tenía que hacer y empecé a malquistarme conmigo misma, no sabiendo si estar triste o alegre. Pero mi cariño influyó sobre todo lo demás y me fue imposible ocultar mi alegría, que era demasiado intensa para hacerme sonreír y que me hizo estallar en sollozos. Apenas j entró en la habitación, corrió hacia mí, me apretó fuertemente entre sus brazos y casi me dejo sin respiración con sus besos, pero no pronunció ni una palabra. Finalmente, fui yo la que dije: -¿Cómo es posible, amor mío, que ahora te vayas sin mí? A esto el no contestó porque le era imposible hablar. Cuando nuestro éxtasis se aminoró un tanto, me dijo que había recorrido unas quince millas, pero que no había podido ir más lejos sin volver a verme de nuevo y despedirse de mí una vez más. Le explique de qué forma había pasado mi tiempo y cómo le había llamado a gritos para que volviese. Me dijo que me había oído claramente cuando pasaba por el bosque de Delamere, lu¬gar situado a unas doce millas de distancia de donde nos encon¬trábamos. Yo sonreí. -No creas que bromeo -dijo-. Oí perfectamente tu voz que me llamaba a gritos e incluso a veces creía verte que corrías detrás de mí. -¿Que es lo que decía? -le pregunté, porque no le había dicho las palabras que pronuncié. -¡Oh, Jemmy, oh, Jemmy, vuelve, vuelve! Yo no pude por menos de echarme a reír. -No te rías, amada mía -me dijo-, pues puedes creerme que oí tu voz' tan claramente como en este momento estás tú oyendo la mía. Si lo deseas, ¡re ante un magistrado para prestar juramento de ello. Empece entonces a sentirme asombrada y sorprendida y hasta algo asustada y le volví a preguntar, como antes, qué había hecho realmente y que palabras había pronunciado. Después de solazarnos un rato con esto, le dije: -Bueno, pues ya no volverás a marcharte de mi lado. Reco¬rreré el mundo entero si fuera preciso. Me dijo que para el resultaría muy duro dejarme, pero puesto que debía de ser así, esperaba que yo lo tomara con la mayor calma que pudiera porque para él representaría la perdición que barruntaba. Sin embargo, me dijo que consideraba que había hecho mal de haber dejado que viajara hasta Londres sola, lo cual representaba un largo viaje, y que puesto que a el le daba lo mismo seguir ese camino que cualquier otro, me acompañaría hasta llegar a mi destino o cerca de el y que cuando se marchara de mi lado sin despedirse no lo debía de tomar a mal, cosa esta que me hizo pro¬meterle. Me contó que había despedido a sus tres criados y que había vendido sus caballos y que envió a aquéllos a que se buscaran la vida, todo ello en poco tiempo, en una ciudad situada al borde del camino y cuyo nombre no recordaba. -Cuando me quede solo -dijo-, hube de derramar algunas lágrimas pensando cuánto más felices eran aquellos criados que su amo, porque ellos podían dirigirse a la casa del primer caba¬llero que encontraran, ofreciendo sus servicios, mientras que yo no sabía dónde dirigirme ni qué hacer de mí. Le dije que me sentía profundamente desgraciada de tener que separarme de el y que no podía sucederme cosa peor, y que puesto que había vuelto no me separaría de el si quería admi¬tirme a su lado, dondequiera que fuese o hiciera lo que quisiera. Y que, entretanto, estaba de acuerdo n que fuéramos juntos a Londres, pero que no podía acceder a que me abandonase, como se proponía hacer. Le dije bromeando que si hacía tal cosa, iría tras el llamándole a grandes voces como había hecho antes para que volviera. Cogí después su reloj y se lo devolví, así como sus dos anillos y sus diez guineas, pero él no quiso tomarlo, lo que me hizo sospechar que su determinación era, en efecto, aban¬donarme por el camino. La verdad es que, dadas las circunstancias en que se encon¬traba, las apasionadas expresiones de su carta, el caballeroso tra¬to, lleno de bondad, de que me había hecho objeto en el curso de todo este asunto y el interés que mostraba por mí en la forma de repartir conmigo las pocas cosas que le habían quedado de su propiedad, todo ello se unió para ocasionar tal impresión sobre mí que realmente llegué a quererle con ternura y me resultaba insoportable el pensamiento de separarme de él. Dos días después de esto abandonamos Chester, yo en la dili¬gencia y el a caballo. A mi sirvienta la despedí en Chester. El se mostró opuesto a que me quedara sin criada, pero era una mu¬chacha que tomé en el campo y, como estaba decidida a no tener servidumbre en Londres, le dije que hubiera sido inhumano llevarme a la pobre chica para despedirla al llegar a la ciudad, aparte de que habría sido una carga innecesaria durante el cami¬no, y con estas razones acabé por convencerle. Me acompañó hasta Dunstable, unas treinta millas antes de llegar a Londres, y allí me dijo que la fatalidad y sus propios infortunios le obligaban a dejarme, y que, además, no le convenía ir a Londres por razones que no tenía ningún objeto para mí conocer, y vi cómo se preparaba para partir. La diligencia en que viajaba no se detenía generalmente en Dunstable, pero de¬seando permanecer allí un cuarto de hora, a todos' les satisfizo descansar un rato en la posada del lugar, en la que entramos. En la posada, le dije que no tenía que pedirle más que un favor, y era que puesto que él no quería seguir más adelante, me permitiera quedarme en su compañía una o dos semanas en aquella localidad, con objeto de que durante este tiempo pudié¬ramos pensar algo que evitase lo desastroso que sería para los dos una separación definitiva, y que yo tenía de momento algo que ofrecerle que nunca le había dicho y que quizás encontrara beneficioso para los dos. Era una proposición razonable para ser rechazada, por lo que llamó a, la dueña del establecimiento y le dijo que su esposa se había puesto enferma, tan enferma que no podía pensar en rea¬nudar el viaje en la diligencia, que la había fatigado casi hasta ponerle en las puertas de la muerte. Le preguntó si podría en¬contrarnos alojamiento durante dos o tres días en alguna casa particular donde yo pudiera descansar un poco del viaje que tanto me había fatigado. La posadera, una buena mujer, educa¬da y amable, vino inmediatamente a visitarme; me dijo que disponía en la casa de dos o tres habitaciones muy buenas, com¬pletamente apartadas del bullicio, y que estaba segura de que si las veía me gustarían, y que pondría una de sus criadas exclusivamente a mi servicio. Todo esto era tan amable que yo no podía hacer otra cosa que aceptar y darle las gracias. Fui a ver las habi¬taciones, y me gustaron mucho, pues eran muy alegres y estaban muy bien amuebladas. Pagué, pues, la diligencia, saqué de ella nuestro equipaje y me decidí a permanecer un corto espacio de tiempo en la posada. Le dije a mi esposo que viviríamos en ella hasta que se me acabara el dinero que tenía y que no le permitiría gastar un solo chelín de su propiedad. Tuvimos una cariñosa discusión por esto, pero le dije que era la última vez que iba a gozar de su compañía, y deseaba que me permitiera mandar sólo en aquello y que él gobernase en todo lo demás, y acabó por acceder. Una tarde, cuando paseábamos por el campo, le insinué que iba a hacerle la proposición de que le había hablado. Le conté que había vivido en Virginia, que tenía una madre que creía que vivía aún allí, aunque mi esposo hacía algunos años que había fallecido. Le dije que de no haber perdido mis bienes, que de paso aumenté bastante, hubieran sido suficientes para evitar que hubiéramos de separarnos de aquella manera. Le informé después de la forma que las gentes van a aquellos países a colonizar, don¬de se les entrega, por la Constitución, cierta cantidad de terreno, y que el que tienen que comprar es a un precio tan bajo que no vale la pena ni mencionarlo. Le hice a continuación un relato completo y claro de la natu¬raleza de las plantaciones y cómo llevando mercancías inglesas por valor de dos o trescientas libras, con algunos criados y herra¬mientas, cualquier hombre laborioso podría fundar una familia y en muy pocos años estar seguro de levantar una hacienda. Le di a conocer la naturaleza de los productos de la tierra, cómo era acondicionado y preparado el campo y cómo se pro¬ducían en él las cosechas corrientes, y le demostré que en muy pocos años, con tales comienzos, estaríamos tan seguros de ser ricos como ahora lo éramos de ser pobres. Mi explicación lo sorprendió y la-hicimos tema de todas nues¬tras conversaciones durante el tiempo que estábamos juntos. Además, se lo puse por escrito demostrando que era moralmente imposible, siguiendo una razonable buena conducta, no prosperar allí y vivir bien. Le dije después qué medidas tomaría para conseguir aquella suma de trescientas libras y discutí con él que sería bueno poner un fin a nuestras desdichas y restablecer nuestra posición en el mundo, tal como los dos deseábamos. Añadí que al cabo de siete años, si vivíamos, podíamos encontrarnos en situación de dejar en buenas manos nuestras plantaciones y regresar a Inglaterra recibiendo las rentas de las mismas, y vivir aquí y disfrutar de ellas. Le puse el ejemplo de algunos que lo habían hecho así y se encontraban en la actualidad viviendo en muy buena posición. En una palabra, insistí tanto que casi accedió, pero antes de convencerlo hubo sus más y sus menos, hasta que finalmente se volvieron las tornas y empezó a hablar casi del mismo proyecto, pero respecto a Irlanda. Me dijo que un hombre que se aviniera a la vida campesina y que pudiera contar con un pequeño capital con que empezar podría encontrar allí fincas por 50 libras al año, tan buenas como las que aquí costaban 200; que la tierra era tan rica y las cose¬chas tan abundantes que si no queríamos ahorrar mucho, podía¬mos estar seguros de vivir tan ricamente con ello como un ca¬ballero con una renta anual de 3000 libras en Inglaterra, y que a él se le había ocurrido el plan de dejarme a mí en Londres e ir allí a probar, y que si encontraba una base de vida adecuada digna de mí, cosa que estaba seguro de hallar, vendría a recogerme. Yo sentí ante esta proposición un gran temor de que quisiera cogerme la palabra, o sea, disponer de mis limitados bienes y llevárselos a Irlanda para hacer el experimento. Pero era dema¬siado honrado para desearlo o para aceptarlo en caso de que yo se lo ofreciera. Se me anticipó añadiendo que iría y probaría fortuna de aquella manera. Creía que podría encontrar algo con qué vivir y que después, añadiendo lo mío a lo suyo, podríamos vivir como merecíamos. Pero que no aventuraría ni un solo che¬lín de mi propiedad hasta que hubiese probado con un poco, y me aseguró que si no encontraba en Irlanda nada que mereciese la pena, volvería a mi lado para intentar mi proyecto en Vir¬ginia. Hablaba con tanto empeño de que su plan fuera el primero en ponerse en práctica, que no pude contradecirlo. Sin embargo, me prometió formalmente que tendría noticias suyas poco des¬pués de llegar a su destino y que me haría saber si su proyecto respondía a sus esperanzas, y que si no encontraba probabilida¬des de éxito yo podía aprovechar la ocasión para preparar el otro viaje asegurándome que se trasladaría en mi compañía a América con todo su deseo de triunfar. No pude infundirle otra idea que ésta que se le había metido en la cabeza. Sin embargo, estas conversaciones nos llevaron casi un mes, durante el cual disfruté de su compañía, que realmente era la más divertida que he tenido en toda mi vida. Durante este tiempo hizo que le contara toda mi vida, verdaderamente extra¬ordinaria y con variedades suficientes para colmar una historia más brillante que la mía, porque sus aventuras e incidentes eran superiores a cuanto yo había leído impreso. Ya tendré ocasión de hablar de ello. Por último, nos separamos con el mayor disgusto por mi par¬te, y realmente él también se fue de mi lado contra su voluntad, pero la necesidad le obligaba a hacerlo, porque tenía muy buenas razones para no querer ir a Londres, como me enteré más amplia¬mente algún tiempo después. Le di mi dirección donde podía escribirme, aunque seguí reservándome mi gran secreto y no falté nunca a mi resolución, que era no darle a conocer mi verdadero nombre, quién era o dónde se me podría encontrar. Por su parte me hizo saber en qué forma tenía que escribirle para que mi carta pudiera llegar a ,su poder. El día siguiente de separarnos llegué a Londres, pero no fui directamente a mi antiguo alojamiento. Por otra razón especial tomé una vivienda particular en St. John's Street, cerca de Cler¬kenwell. Allí, perfectamente sola, tuve el sosiego necesario para descansar y reflexionar seriamente acerca de mis andanzas du¬rante aquellos siete meses, pues no había sido menos el tiempo que. había estado ausente. Pensé en las horas agradables que ha¬bía pasado con mi último esposo con el más infinito de los place¬res. Pero este buen recuerdo se vio considerablemente amortigua¬do algún tiempo después, al darme cuenta de que volvía a estar embarazada. Esto era algo perturbador, dada la dificultad que tenía ante mí de dónde podría ir a dar a luz, pues era una de las cosas más delicadas que podían ocurrir en aquellos tiempos a una mujer extranjera, y además no tenía amigos y no podía contar con un aposento seguro, pues no lo tenía ni podía proporcionármelo. Durante todo aquel tiempo había tenido buen cuidado de sos¬tener correspondencia con mi honrado amigo del Banco, o por mejor decir, él se había preocupado de mantener corresponden¬cia conmigo, y aunque yo no había gastado mi dinero con la sufi¬ciente rapidez para pedirle más, le escribía a menudo para hacerle saber que estaba viva. Había dejado instrucciones en Lancashire para que las cartas que me enviara me fueran reexpedidas, y durante mi reclusión en St. John's Street, recibí de él una carta muy amable en la que me decía que el asunto de su divorcio iba por buen camino, pese a haber encontrado algunas dificultades con las que no había contado. No me disgustó en absoluto la noticia de que el proceso fuera más difícil de lo que había esperado, porque aun cuando no me encontraba todavía en condiciones de contar con él ni iba a co¬meter el disparate de casarme sabiendo que iba a tener un hijo de otro hombre, como sé que algunas mujeres se .aventuran a ha¬cer, no quería tampoco perderlo, y en una palabra, resolví hacer¬me con él cuando estuviera restablecida. Por las apariencias me di cuenta de que no volvería a saber más de mi esposo, y como el honrado amigo del Banco había insistido durante todo el tiempo que me casara con él y me había asegurado que no estaba dispuesto a cambiar de opinión, no tuve ningún escrúpulo en resolverme a hacerlo si yo podía y él seguía en sus trece. Desde luego, tenía buenas razones para creerlo así por las cartas que me escribía, que eran las más obsequiosas y amables que puedan soñarse. Empecé a aumentar de volumen y las personas en cuya casa me alojaba se dieron cuenta de ello, y con todas las buenas ma¬neras que les fue posible me indicaron que debía empezar a pen¬sar en marcharme de allí. Esto me puso en un gran aprieto, em- bargándome una gran melancolía, porque verdaderamente no sabía qué camino tomar. Tenía dinero, pero no amistades, y tenía que contar sólo conmigo para tener la criatura, dificultad que nunca me había sobrevenido hasta entonces, como las circuns¬tancias de mi historia han puesto hasta aquí de manifiesto. En el transcurso de mi embarazo enfermé seriamente y mi melancolía hizo que aumentara el mal humor que me dominaba. Mi enfermedad resultó ser solamente unas fiebres intermitentes, pero en verdad mi temor era que iba a abortar. En realidad, este temor no lo era porque hubiera estado contenta de que así fuese, aun cuando nunca tuve el pensamiento de provocar un aborto voluntariamente, pues, debo decirlo, me repugnaba. Sin embargo, hablando de ello en la casa, la dueña me reco¬mendó que fuera a ver a una comadrona. Al principio me resis¬tí, pero acabé por acceder aunque diciéndole que yo no conocía ninguna comadrona, y dejando el asunto en sus manos. Parece ser que la dueña de la casa no era tan ignorante en ca¬sos como el mío como yo había pensado al principio, y así se presentaba ahora enviándome a una comadrona adecuada, ade-cuada para mi caso, quiero decir. La mujer parecía tener mucha experiencia de comadrona, pero tenía también otra vocación, en la cual era una experta como pocas mujeres lo son. Mi patrona le había dicho que yo me en¬contraba en un gran estado de melancolía y que esto me había perjudicado mucho, y una vez en mi presencia, le dijo: -Señora B... (que era el nombre de la comadrona), creo que el mal de esta señora es de una índole que entra dentro de lo que vos tratáis. Por tanto, si podéis hacer algo por ella, hacedlo, pues es una dama digna de respeto. Y dicho esto, salió de la habitación dejándonos a solas. Realmente yo no sabía lo que había querido decir, pero tan pronto como se marchó mi hada madrina, ella empezó a expli¬carme sus palabras. -Señora erijo-, parece que no comprendéis lo que vues¬tra patrona ha querido expresar, y cuando lo entendáis no de¬béis en absoluto tener necesidad de dárselo a entender. Hizo una breve pausa y prosiguió: -Ha querido decir que os encontráis en determinadas circuns¬tancias que pueden hacer que el parto sea difícil para vos y que no queréis exponeros a ello. No quiero añadir nada más, sino deciros que si lo creéis oportuno debéis comunicarme todos los detalles de vuestro caso, cosa que estimo necesaria aunque no quiero entremeterme en vuestros asuntos, pues quizás esté en disposición de ayudaros, tranquilizándoos y librándoos de vues¬tros tristes pensamientos sobre el particular. Las palabras que pronunciaba aquella mujer resultaban tan cordiales para mí que infundieron nueva vida y nuevo espíritu en mi corazón. Mi sangre volvió a circular normalmente y me sentí otra mujer. Comí con apetito y en todos los aspectos ex¬perimenté una mejoría. Me dijo muchas otras cosas sobre el mismo tema y habiéndome instado a que me franqueara con ella y prometiéndome de la manera más solemne mantener el secreto, hizo una pausa como si esperara a ver el efecto que me había causado y qué era lo que yo diría. Yo me encontraba demasiado persuadida de la necesidad que tenía de una mujer semejante para no aceptar su ofrecimiento. Le dije que mi caso era en parte lo que sospechaba y en parte no, porque en realidad estaba casada y tenía un marido, pero que por entonces se encontraba en unas circunstancias especiales y tan lejos que no le era posible presentarse públicamente. Me interrumpió diciéndome que aquello no era asunto suyo y que todas las mujeres que recurrían a ella eran casadas desde su punto de vista. -Todas las mujeres que van a tener un hijo tienen un padre para él -dijo. Añadió que si el padre era esposo o no era esposo, no era asun¬to de su competencia. Su oficio era asistirme en las circunstan¬cias en que me encontraba, tanto si tenía marido como si no lo tenía. -Porque, señora -agregó-, tener un esposo que no puede presentarse es tanto como no tenerlo y, por tanto, si vos sois esposa o querida es lo mismo para mí. Vi, pues, que tanto si era una mujer inmoral como una esposa, tenía que pasar por lo primero, así que dejé de preocuparme. Le manifesté que lo que había dicho era la verdad, pero que, no obstante, si debía explicarle mi caso tenía que decirle cómo era. Así, pues, se lo expliqué con la mayor brevedad que me fue po¬sible, y terminé con estas palabras: -Si os he molestado con lo que os he contado no es porque tenga importancia para vuestra profesión, como vos me habéis dicho antes, sino que os lo digo con la finalidad de que sepáis que me es indiferente por completo que mi caso sea secreto o público. Lo único que me preocupa es que no tengo amistades de ninguna clase en esta parte del país. -Le comprendo perfectamente, señora -me contestó-, pe¬ro no tenéis la seguridad de impedir las impertinencias de la parroquia, usuales en casos semejantes, y quizá no sepáis qué hacer con la criatura cuando nazca. -Esto último me preocupa más que lo primero. -Pues bien, señora -replicó la comadrona-, ¿estáis deci¬dida a poneros en mis manos? Vivo no lejos de aquí. Aunque no quiero hacer averiguaciones respecto a vos, vos podéis hacer¬las de mí. Mi nombre es B. y vivo en tal calle, donde hay un letrero con una cuna. Soy comadrona y muchas señoras han venido a mi casa a dar a luz. En términos generales, he inspirado confianza a la parroquia acerca de lo que puede ocurrir bajo mi techo. En todo este asunto no tengo que haceros más que una sola pregunta y, si me contestáis a ella, todo lo demás será com¬pletamente fácil para vos. Comprendí lo que quería decir y, acto seguido, le contesté: -Señora, creo comprenderos. Doy gracias a Dios de que aun cuando estoy faltada de amistades en esta parte del mundo, no me falta el dinero, en cuanto pueda ser necesario, si bien tam¬poco me sobra. Esto último lo añadí para que no creyera que podía esperar de mí grandes cosas. -Pues bien, señora -me contestó-, ésta es la cosa sin la cual nada puede hacerse en estos casos y, sin embargo, ya obser¬varéis que no pretendo engañaros ni ofreceros nada que pueda ser oneroso para vos, y si lo deseáis, os lo haré saber de ante¬mano para que el precio se adapte a vuestras posibilidades y sea más o menos elevado, según os parezca. Le dije que parecía que se había dado cuenta de mi situación y que no tenía que decirle otra cosa sino lo que ya le había manifestado: que disponía de dinero suficiente, pero no en gran cantidad, y que había que organizar las cosas de manera que que¬daran eliminados de la cuenta todos los gastos superfluos. Me dijo que me presentaría de antemano dos o tres presupues¬tos diferentes, a fin de que escogiera el que más me gustara. Esto era lo que yo deseaba que hiciese. El día siguiente me trajo copias de los presupuestos siguientes: £ s d 1. Por tres meses de alojamiento en su casa, incluida la manutención, a razón de 10 che¬lines semanales 6 0 0 2. Por una enfermera durante un mes y uso de ropa de niño 1 10 0 3. Por un clérigo para cristianar al niño, más los padrinos y el monaguillo 1 10 0 4. Para la cena del bautizo, con cinco amigos invitados 1 0 0 5. Por los honorarios de comadrona . . 3 3 0 6. Sueldo de una criada 0 10 0 Total 13 13 0 Este era el primero. El segundo estaba concebido en unos tér¬minos parecidos: £ s d 1. Por tres meses de alojamiento etcétera, a 20 chelines semanales 13 0 0 2. Por una enfermera durante un mes y uso de ropas y encajes 2 10 0 3. Por un clérigo, etcétera 2 0 0 4. Cena y dulces 3 3 0 5. Honorarios como los anteriores . . . . 5 5 0 6. Por la criada 1 0 0 Total 26 18 0 Este era el segundo. El tercero, según dijo, era el más costoso, y se aplicaba cuando aparecían el padre o los amigos: £ s d 1. Por tres meses de alojamiento y manuten¬ción, con dos habitaciones y un cuarto para la sirvienta 30 0 0 2. Por una enfermera durante un mes y ropa de la más fina para el niño 4 4 0 3. Por un clérigo, etcétera 2 10 0 4. Cena 6 0 0 5. Honorarios 10 10 0 6. Por la criada, aparte de la propia . . . . 0 10 0 Total 53 14 0 Examiné estos tres presupuestos, sonreí y le dije que me pa¬recían muy razonables todos sus extremos teniendo en cuenta todas las cosas y que no dudaba que sus servicios fueran buenos. Contestó que no debía juzgarlos hasta que los viera. Yo le dije que sentía decirle que me parecía que iba a ser de sus clien¬tes de la clase más modesta. -Quizá, señora -insinué-, no sea por ello tan bien venida a vuestra casa. -En absoluto. Porque por una que tenga del tercer presu¬puesto, tengo dos del segundo y cuatro del primero, y el trata¬miento es el mismo en todos los casos. Si dudáis de ello, permi-tiré que cualquier amiga vuestra realice una inspección para com¬probar si estáis bien atendida o no. Pasó después a explicar las particularidades de sus presupues¬tos. -Habréis observado que en los tres meses de manutención solamente cobro a razón de diez chelines por semana, y me atrevo a decir que no estaréis quejosa de mi mesa. Me parece que no debéis de vivir más barato donde os hospedáis ahora. -No, desde luego, no tan barato, porque pago seis chelines semanales por la habitación y la comida aparte, lo que me cuesta mucho más. -Tened además en cuenta, señora, que si el niño no vive o nace muerto, como sabéis que a veces sucede, os ahorráis la partida del cura, y.. que si no tenéis amigos para la cena, os evitáis también ese gasto. Así es que si quitamos del presupuesto esas dos cosas, el parto no os cuesta más de cinco libras y tres chelines sobre vuestros gastos corrientes de vida. Aquello era lo más razonable que había oído en mi vida, así es que sonreí y le dije que podía considerarme como una de sus clientes, pero le dije también que como tardaría todavía dos me¬ses en ir o más, quizá me viera obligada a permanecer con ella más de los tres meses estipulados, y quería saber si en este caso me obligaría a marcharme antes de lo que fuera conveniente. Me contestó que no, que su casa era grande y que además nun¬ca invitaba a nadie que daba a luz en ella a marcharse hasta que voluntariamente quisiera hacerlo, y que si se le presentaban más señoras no estaba mal relacionada con la vecindad y podía ofrecer alojamiento hasta a veinte si se presentaba la ocasión. Vi que era una notable dama en su comercio y en pocas pala¬bras accedí a ponerme en sus manos y le prometí ir a su casa. Habló ella después de otras cosas, miró a su alrededor en mi alo¬jamiento y me dijo que encontraba en falta algunas comodidades de las que no carecería en su casa. Le dije que me daba reparo exigir lo que faltaba porque la patrona parecía no tener práctica en el negocio o por lo menos yo lo creía así o quizá porque había estado enferma o tal vez porque estaba embarazada. Temía que se enfadara si le hacía notar excesivamente mi presencia. -¡Válgame Dios! -me contestó-. Vuestra patrona no ca¬ rece de práctica, pues ha hospedado muchas veces a señoras que se encontraban en vuestras condiciones, pero le es difícil conser¬var la parroquia. Además, no es una mujer de las buenas pren¬das que vos creéis. Sin embargo, como vais a marcharos, no hace falta que le digáis nada, y yo procuraré que estéis un poco mejor atendida de lo que estáis, el tiempo que permanezcáis aquí y ello no ha de costaros más. No comprendí lo que quería decir con ello, pero le di las gra¬cias y de esta manera nos separamos. La mañana siguiente me mandó un pollo asado y caliente y una botella de jerez y ordenó a su sirvienta que me dijera que vendría a atenderme todos los días durante el tiempo que permaneciera en aquella casa. Todo esto era una muestra sorprendente de bondad y de deli¬cadeza y lo acepté de muy buena gana. Por la noche envió a pre¬guntar si necesitaba alguna cosa y cómo. me encontraba, y ordenó a la criada que fuera por la mañana a buscar mi almuerzo. Tam¬bién tenía instrucciones la sirvienta de hacerme chocolate por la mañana antes de marcharse, y así lo hacía, y al mediodía me traía tinas mollejas de ternera y un plato de sopa para la cena. De esta manera cuidaba de mí a distancia, de modo que yo no podía estar más contenta. Me repuse rápidamente porque verdadera¬mente mis melancolías anteriores eran la causa principal de mi enfermedad. Yo temía que, como generalmente suele ocurrir con tales gen¬tes, la criada que me había enviado fuera una mozuela desver¬gonzada de la estirpe de Drury Lane, y me puso muy inquieta tenerla conmigo, así es que no le permití que durmiera en mi casa la primera noche y la vigilé estrechamente, como si se tra¬tara de un conocido ladrón. Mi favorecedora adivinó lo que pa-saba, porque me la envió al cabo de unos días con una nota en la que decía que podía confiar en la honradez de su sirvienta, que respondía de ella en todos los terrenos y que no tomaba sirvientes en su casa sin una completa seguridad acerca de su fidelidad. Entonces me tranquilicé por completo y, en efecto, la conducta de la muchacha respondía por ella, pues nunca vi ninguna que fuera más recatada, juiciosa y tranquila que aquélla en el seno de una familia, como más tarde pude descubrir. Tan pronto como me encontré en condiciones de salir, fui con la muchacha a ver la casa y el departamento que debía de ocupar llegado el momento, y todo era tan bonito, tan limpio y estaba tan bien que no tuve nada que decir, sino que me encontraba maravillosamente complacida y satisfecha de lo que había en¬contrado, lo cual, considerando las tristes circunstancias en que me encontraba, estaba por encima de todo lo que podía buscar. Tal vez crean ustedes que debería dar alguna indicación de la naturaleza de las prácticas ilegales de aquella mujer en cuyas manos había caído, pero esto sería estimular demasiado el vicio. No quiero que mis lectores conozcan las fáciles maniobras que se ponen en juego para librar a las mujeres de la carga indeseada de una criatura clandestinamente engendrada. Aquella grave ma¬trona ponía en juego diversos procedimientos, siendo uno de ellos el que si un niño nacía, aunque no fuera en su casa, porque a veces era llamada a partos en casas particulares, tenía personas a su disposición que por unas monedas se llevaban a la criatura de su lado y también de la parroquia. Según decía ella, los niños eran honradamente cuidados y atendidos, pero esto, teniendo en cuenta la gran cantidad que pasaban por sus manos, no pude comprobarlo nunca. En muchas ocasiones hablé con ella sobre el particular y siem¬pre insistió en que salvaba la vida de muchos inocentes corderos, como los llamaba, pues sin ella hubieran sido asesinados, y tam¬bién salvaba a muchas mujeres que, desesperadas por el infor¬tunio, estarían tentadas de destruir a sus hijos y acabar en la prisión. Reconocí que esto era verdad, y desde luego una cosa digna de encomio siempre y cuando que los pobres niños cayeran en buenas manos después y no fueran maltratados, desnutridos y descuidados por los que se hicieran cargo de ellos. Ella me con¬testó que siempre se cuidaba de esto y que las nodrizas escogidas eran siempre mujeres buenas y honradas en las que se podía confiar. Yo no podía decir nada en contra y me vi obligada a decir: -Señora, yo no dudo de vuestra honradez, pero la conducta de esas gentes es lo más importante. Pero ella me hizo callar repitiendo de nuevo que ponía mucho cuidado en lo que hacía y en las personas que elegía. Lo único que encontré en las conversaciones que sostuve con ella sobre estos temas que me produjo aversión, fue que en una ocasión, hablando de lo adelantada que yo estaba ya y de la fecha en que esperaba a mi hijo, me dijo algo que parecía como si quisiera ayudarme a salir de mi cuidado antes de tiempo, si yo estaba conforme, o sea, dicho en plata, que ella podía darme algo para hacerme abortar, si deseaba poner fin a mis preocupaciones. Desde luego, no tardé en darle a entender que no quería ni pensar en ello y, para hacerle justicia, diré que eludió la cosa tan inteli¬gentemente que en realidad no puedo asegurar si verdadera¬mente quería ponerlo en práctica o si únicamente lo había men¬cionado como una cosa horrible, porque disimuló tan bien sus palabras y captó mis sospechas tan rápidamente que me opuso su más rotunda negativa antes de que yo pudiera explicarme. Para abreviar esta parte, diré que abandoné mi alojamiento de St. John's y me trasladé a la casa de mi maestra, que es como allí la llamaban, y allí realmente fui tratada ron tanta cortesía, tan cuidadosamente atendida y tan generosamente abastecida en todo lo que podía necesitar que quedé sorprendida y no pude de momento ver qué ventaja sacaba mi maestra de todo ello. Pero más tarde me di cuenta de que su provecho .no estaba en la co¬mida de las alojadas, que no podía darle gran beneficio, sino en otras cosas de su administración, de las que puedo decirles que se lucraba grandemente, siendo apenas creíble la actividad que tenía lo mismo en su casa que fuera de ella en asuntos de índole privada, o, dicho en claro inglés, relacionados con la prostitu¬ción. Durante mi estancia en su casa, que duró casi cuatro meses, no tuvo en sus lechos menos de veinte mujeres libidinosas, y creo que eran treinta y dos las que trataba fuera, de las cuales una se encontraba alojada en mi antigua residencia de St. John's. Esto constituía un extraño testimonio de la extensión del vicio en aquellos tiempos, y a mí que tan mala había sido, aquello me emocionaba profundamente. Empezó a repugnarme el lugar en que me encontraba y, sobre todo, aquellas prácticas ilegales. No obstante, debo decir que nunca vi, porque creo que no se veía, la menor indecencia durante el tiempo de mi permanencia allí. Nunca vi subir un hombre por aquella escalera, excepto los que venían a visitar a las mujeres de parto en el mes de la prueba, y nunca sin ir acompañados de la señora, que no permitía que ningún hombre pernoctara en la casa bajo el menor pretexto, aun¬que fuera para acompañar a su propia esposa, y su afirmación frecuente era que no le importaba que nacieran niños en su casa, pero que lo que quería era que nadie los hiciera allí. Puede tal vez argüirse que aquello era necesario, pero lo cierto es que al proceder de aquella manera contribuía a mantener la reputación que tenía su negocio, pues si allí se acogía a las muje¬res descarriadas, ella por nada del mundo hubiera contribuido a su corrupción. Y, sin embargo, el comercio a que se dedicaba era un comercio criminal. Mientras estaba allí, y antes de meterme en cama, recibí una carta de mi representante en el Banco, llena de conceptos ama¬bles y obsequiosos, presionándome para que regresara a Londres. Cuando la recibí hacía quince días que había sido escrita, porque primero había sido enviada a Lancashire, de donde me fue reex¬pedida. Acababa diciéndome que había conseguido un decreto, creo que era así como lo llamaba, contra su esposa y que estaba dispuesto a comprometerse seriamente conmigo, si yo lo acep¬taba, haciéndome grandes protestas de cariño. Llegaba a decirme que no me hubiera hecho aquel ofrecimiento de no saber las cir-cunstancias que habían rodeado mi vida y que, tal como habían ido las cosas, yo estaba muy lejos de merecer. Contesté a esta carta con otra fechada en Liverpool, que envié por un mensajero alegando que lo hacía por mediación de una amiga de la ciudad. En ella le felicitaba por su liberación, pero expresaba algunos escrúpulos acerca de la legitimidad de que se casara de nuevo, y suponía que meditaría muy seriamente sobre este punto antes de resolverlo, pues podía tener unas consecuen¬cias demasiado grandes para que un hombre de su juicio se aven-turara imprudentemente en un asunto de esta naturaleza. Concluí deseándole toda clase de aciertos en todo lo que emprendiera sin que yo influyera para nada en sus decisiones, y no le daba ninguna respuesta acerca de mi regreso a Londres, aunque mi intención era volver a fines de año, y esto se lo decía en abril. Hube de meterme en cama a mediados del mes de mayo y tuve otro hermoso niño, en perfectas condiciones, como siempre en tales ocasiones. Mi maestra realizó su papel de comadrona con la mayor habilidad, mucho mejor que en las otras experiencias que había tenido con anterioridad. Su cuidado para conmigo en mis dolores y después del parto fue tal que ni mi propia madre me hubiera tratado mejor. Espero que nadie se sienta animado a seguir las huellas de esta hábil señora en sus prácticas de toda índole porque haya ocupado un lugar tan difícil de llenar. Me parece que hacía veintidós días que estaba en cama cuan¬do recibí otra carta de mi amigo del Banco en la que me comuni¬caba la sorprendente noticia de que había obtenido por fin la sentencia definitiva de divorcio dictada contra su mujer y que ello resolvía todos mis escrúpulos de casarme de nuevo, como no podía yo suponer ni él esperar, porque su esposa, que había sufrido remordimientos antes por su conducta, cuando se enteró que él había ganado el pleito se había suicidado la misma noche. Se expresó muy cuerdamente al verse implicado en aquel fin desastroso, pero se absolvió a sí mismo de tener culpa alguna en él, ya que se había limitado a que se hiciera justicia en un caso en que de forma tan notoria había sido perjudicado y ofendido. Dijo que, sin embargo, se encontraba profundamente pesaroso de ello y que en este mundo no tenía otra perspectiva de satisfac¬ción sino la esperanza de que yo volviese y le aliviara si¡ dolor con mi compañía. Después me apremió con el mayor empeño a que le diera por lo menos alguna esperanza de que volvería a' la ciudad para dejarme ver y poder hablarme más del asunto. Me sentí extraordinariamente sorprendida ante esta noticia y empecé a reflexionar sobre mi situación, con la desgracia de tener en aquellos momentos un niño en mis manos sin saber qué ca¬mino seguir. Finalmente, hube de hablar de mi caso, aunque de una manera harto velada, a mi maestra. Durante algunos días había estado apesadumbrada y melancólica y ella insistía conti¬nuamente preguntándome qué me pasaba. No podía decirle que tenía una oferta de matrimonio después de haberle asegurado que tenía esposo, así que en realidad no sabía qué explicación darle. Reconocí que había algo que me preocupaba mucho, pero al mismo tiempo le dije que no podía hablar de ello a ningún ser viviente. Ella siguió importunándome algunos días, pero yo le decía que era imposible que comunicara a nadie mi secreto. Esto, en vez de servirle de contestación definitiva, no hizo sino incre¬mentar su porfía. Me apremió diciendo que se le habían confiado grandes secretos de esta naturaleza, que estaba dentro de su pro¬fesión ocultarlo todo y que divulgar cosas de esta clase sería su ruina. Me preguntó si le había oído alguna vez chismorrear sobre asuntos de otras personas, y que siendo así no era posible que pudiera desconfiar de ella. Me aseguró que confiárselo a ella era tanto como no decírselo a nadie, que era muda como la muerte y que verdaderamente debía tratarse de un caso muy raro para que ella no pudiera ayudarme y que ocultarlo era privarme de toda posible asistencia y de los medios para conseguirla y privar¬la a ella de la oportunidad de poderme servir. En resumen, tenía una elocuencia tan embaucadora y un poder tan grande de per¬suasión que no era posible ocultarle nada. Así, pues, decidí desahogarme con ella. Le conté la historia de mi casamiento en Lancashire y de qué forma habíamos sido en¬gañados los dos, cómo habíamos estado juntos y de qué forma nos separamos. Le expliqué que él me había concedido absoluta libertad para volver a casarme si lo deseaba, prometiéndome que si se enteraba nunca reclamaría ni me molestaría. Le dije que yo creía que estaba libre, pero que estaba muy temerosa de aventu-rarme por miedo a las consecuencias a que pudiera dar lugar el hecho si se descubría. Le expliqué después la excelente oferta que tenía, le enseñé las dos últimas cartas de mi amigo invitándome a ir a Londres, y le hice notar el afecto y la seriedad con que estaban escritas, pero le oculté el nombre de mi pretendiente y también la historia del desastre de su esposa, limitándome a decirle que ella había muerto. Se echó a reír de mis escrúpulos y me dijo que el otro no había sido un matrimonio, sino un engaño por ambas partes, y que habiéndonos separado por mutuo consentimiento la natura¬leza del contrato quedaba anulada y la obligación eliminada. Tenía argumentos como éste en abundancia y, en resumen, me dio razones en apoyo de mi razón, pero no me ayudó en cuan¬to a mis inclinaciones. Después vino la mayor y principal dificultad: el niño que ha¬bía traído al mundo. Este obstáculo, según me dijo con buenas palabras, podía ser eliminado de manera que nadie pudiera nun¬ca descubrirlo. Yo sabía que no era posible que me casara sin ocultar por completo que tenía un hijo, porque no tardaría en descubrir, por su edad, cuándo había nacido e incluso engen¬drado después de mis tratos con él, y ello habría imposibilitado todo acuerdo con él. Mi corazón se sintió violentamente conmocionado ante la idea de separarme por completo de la criatura y como no me extra¬ñaría que fuera asesinado o que muriese por negligencia o malos tratos, lo que viene a ser lo mismo, si lo dejaba en otras manos, era algo en lo que no podía pensar sin horror. Deseo que todas las mujeres que consienten desprenderse de sus hijos ponién¬dolos a pupilaje, como por decencia se le llama, consideren que no es otra cosa que un sistema secreto de asesinarlos, esto es, de matarlos impunemente. Es evidente para cuantos entienden algo de la infancia que llegamos al mundo desvalidos e incapaces de satisfacer nuestras necesidades y aun de hacer saber lo que necesitamos y que sin ayuda pereceríamos. Esta ayuda exige no solamente el apoyo de la madre o de cualquier otra persona, sino también un gran cuidado y mucha pericia. Sin ello, la mitad de los niños que nacen perecerían aunque no se les negara el alimento y la otra mitad serían tullidos o anormales, perderían algunos de sus miembros y tal vez la razón. No pongo en tela de juicio que éste sea, en par¬te, el motivo por el que la naturaleza ha puesto en las madres el cariño por sus hijos, sin el cual éstos serían incapaces de seguir adelante. Por esto sólo deben confiarse a los cuidados y el apoyo de las que les dieron el ser. Como estos cuidados son imprescindibles para la vida de los niños, su omisión significa tanto como matarlos. Entregarlos para su crianza a gentes que no sienten el cariño n cesario que concede la naturaleza, es abandonarlos y en algunos casos llegar más lejos, constituyendo un crimen intencionado tanto si el niño vive como si no. Todas estas cosas se presentaban ante mi vista de la manera más sombría y terrible, y puesto que había llegado a tener una gran confianza en mi maestra, a la que había aprendido a llamar madre, le hice partícipe de los negros pensamientos que me ate¬nazaban y en qué. grado de desesperación me encontraba. Ella pareció considerar con mayor gravedad esta parte que la otra, pero como estaba encallecida en estas cosas más allá de la posi¬bilidad de que la conmovieran motivos religiosos o escrúpulos de conciencia, resultaba tan impenetrable como cuando le hablé de mis problemas sentimentales. Me preguntó si no se había mostrado cuidadosa y tierna conmigo durante mi parto, como si yo hubiese sido su propia hija. Le dije que no podía por menos de reconocer que así había sido. -Pues bien, querida -me dijo-, ¿creéis que no hay muje¬res que, ganándose el, pan con ello, tienen a gala cuidar a los niños como podrían hacerlo sus propias madres y comprenderlos quizá mejor? No temáis. ¿Cómo nos criaron a nosotras? ¿Estáis segura de que lo fuisteis por vuestra propia madre? Y, sin embar¬go, estáis robusta y hermosa. Me acarició las mejillas y siguió hablando: -No temáis nada malo, pues yo no tengo criminales a mi servicio. Empleo las mejores y más honradas nodrizas que pue¬dan hallarse y tengo tan pocos niños que se malogren en sus ma¬nos como si estuvieran en las de sus madres. Me tocó en lo vivo al preguntarme si estaba segura de haber sido criada por mi propia madre, pues, por el contrario, estaba segura de no haberlo sido. Temblé y me puse pálida ante aquella expresión. «Seguramente -me dije- esta mujer no puede ser una bruja o estar en comunicación con algún espíritu para saber qué es lo que hicieron conmigo antes de saberlo yo.» La miré amedrentada, pero al pensar que no era posible que supiese nada de mí mi emoción se desvaneció y empecé a encontrarme más tranquila. Ella se dio cuenta de mi emoción, pero no de su significado, así es que continuó con su charla desenfrenada acerca de la fragili¬dad de mi suposición de que todos los niños que no son criados por sus madres mueren asesinados, tratando de persuadirme que las criaturas de que ella se preocupaba eran tan bien tratadas como pudieran serlo por sus propias madres. -Todo esto puede ser verdad -repliqué-, y no me extra¬ñaría que lo fuese, pero mis recelos están realmente bien fun¬dados. -Decidme cuáles son. -En primer lugar, vos dais dinero a las gentes que toman al niño de manos de sus padres y que han de ocuparse de él mien¬tras vive. Como sabéis, en la mayor parte de casos se trata de personas pobres cuyo beneficio consiste en desembarazarse de la carga que supone un hijo. ¿Cómo se puede, pues, dudar de que siendo mejor para ellas que el niño muera no demuestren una excesiva solicitud en lograr que siga viviendo? -Todo esto son suposiciones y fantasías -replicó la vieja-. Yo os puedo asegurar que el crédito de esas gentes depende de la vida del niño que cuidan con la misma solicitud que podría hacerlo su propia madre. -Si yo estuviera segura de que mi pequeño iba a ser bien atendido, me sentiría verdaderamente feliz, pero es imposible que pueda sentirme satisfecha en este aspecto si no lo veo con mis propios ojos, y tal como están mis asuntos esto sería la ruina para mí, de modo que no sé qué hacer. -¡Bonita historia! -exclamó la maestra-. Lo que vos que¬réis es ver el niño y no verlo, estar oculta y al descubierto a la vez. Esto, querida, es imposible. Lo que tenéis que hacer es lo que han hecho antes otras madres escrupulosas, que es aceptar las cosas como son y no como vos querríais que fuesen. Comprendí lo que quería decir por madres escrupulosas. De¬bió de haber dicho prostitutas escrupulosas, pero ella no quería disgustarme porque yo no era una ramera, sino una mujer legal¬mente casada, exceptuando la coacción de mi antiguo matrimo¬nio. Sin embargo, sea yo lo que sea, no había llegado a esa especie de endurecimiento propio de la profesión de aquella mujer, quiero decir a ser indiferente con respecto a la seguridad de mi hijo. Mi cariño hacia él era tan profundo que estuve a punto de renunciar a mi amigo del Banco con el que me resultaba tan duro casarme que no encontraba otra solución que apartarme de él. En esto mi vieja maestra volvía a mi lado con su usual desen¬voltura diciéndome: -Mirad, querida, me parece que por fin he encontrado una solución para que estéis segura de que vuestro hijo será bien tratado y que la persona que cuide de él no os conozca nunca ni sepa quién es la madre de la criatura. -¡Oh, señora, si hicierais esto podríais contar con mi agrade¬cimiento el resto de mi vida! -Vamos a ver, ¿estáis dispuesta a hacer un pequeño des¬embolso anual, un poco más de lo que se suele dar a las personas con las que yo trato? -Con todo mi corazón, siempre y cuando yo no sea descu¬bierta. -De esto podéis estar segura, porque la nodriza nunca se atreverá a hacer investigaciones acerca de vos y sólo iréis con¬migo una o dos veces al año a ver a vuestro hijo, comprobar si lo tratan bien y tener la satisfacción de ver que se encuentra en buenas manos, sin que nadie sepa quién sois. -¿Creéis posible que cuando vaya a ver a mi hijo pueda ocul¬tar que soy su madre? ¿Creéis que es posible una cosa seme¬jante? -Bueno, pues aunque se descubra quién sois, la nodriza no será nunca la más avisada, ya que se le prohibirá hacer indaga¬ciones o formular preguntas acerca de vos. En caso contrario, per¬derá el dinero que se supone vais a entregarle y se le quitará el niño. Me consideré satisfecha con esto. La semana siguiente llegó una mujer campesina de Hertford o de sus alrededores, que iba a llevarse al niño a cambio de una entrega de diez libras. Si yo le entregaba cinco libras más al año, se vería obligada a traer el niño a casa de mi maestra tan a menudo como se lo pidiéramos, o iríamos nosotras a su casa para comprobar si era bien tratado. La mujer tenía muy buen aspecto, era bien parecida y aunque era esposa de un labriego, tenía muy buenos vestidos y ropas de casa y todo parecía normal en ella. Con gran dolor de mi cora¬zón y muchas lágrimas dejé que se llevara a mi hijo. Estuve más tarde en Hertford y la fui a ver en su casa de campo, que me gustó bastante. Le prometí un sinfín de cosas si trataba bien al niño, de modo que a las primeras de cambio se dio cuenta de que yo era la madre de la criatura. En pocas palabras, accedí a que se quedara con el niño y le di diez libras, mejor dicho se las di a mi maestra para que se las entregara a ella delante de mí, y la mujer prometió no devolver nunca el niño ni pedir más por su crianza y guarda. Le prometí que si le prodigaba los mejores cuidados posibles, le daría algo más cada vez que fuera a verlo. No quedé obligada a pagar las cinco libras anuales, aunque pro¬metí a mi maestra que lo haría. Así terminó mi gran preocupación, de una forma que aunque no satisfizo plenamente mi espí¬ritu fue la más conveniente para mí tal como estaban mis asuntos en aquellos momentos y dado lo que podía hacer entonces. Empecé a continuación a escribir a mi amigo del Banco de una manera más amable y, a principios de julio, le envié una carta en la que le decía que tenía el propósito de pasar una tem-porada en la ciudad durante el mes de agosto. La contestación que me mandó estaba escrita en términos de un profundo apa¬sionamiento y me rogó que le hiciera saber con anticipación la fecha de mi llegada para ir a recibirme a dos días de viaje. Esto me confundió torvamente y no supe qué contestar. De mo¬mento pensé en tomar la diligencia y marcharme a West Chester, con el único propósito de tener la satisfacción de poder re¬gresar y que, él viese que lo hacía en el mismo carruaje, porque tenía el temor, aunque no tuviese razón para pensarlo, de que él sabía que no me encontraba en el campo. Y no era un pensa¬miento mal fundamentado, como no tardaré en explicar. Intenté razonar conmigo misma, pero todo fue en vano, por¬que tenía aquella impresión tan fuertemente arraigada en mi ima¬ginación que no la podía resistir. Por último, vino en ayuda de mi deseo de marchar al campo que sería un buen pretexto para mi vieja maestra y disimularía por completo mis otros asuntos, puesto que ella no sabía si mi adorador vivía en Londres o en Lancashire, y cuando le hablé de la resolución que había tomado se quedó firmemente persuadida de que donde residía él era en este último lugar. Habiendo tomado mis medidas para realizar el viaje, se lo hice saber enviando por delante a la muchacha que me atendía para que me guardara sitio en el carruaje. Ella hubiera querido que la criada cuidara de mí hasta el final y viniese conmigo en la diligencia, pero yo le convencí de que no sería muy conveniente. Al marcharme me dijo que no creía necesario comunicarse con¬migo por correspondencia porque sabía que, evidentemente, mi afecto por la criatura haría que fuese yo quien le escribiera y la visitara tan pronto como regresara a la ciudad. Le aseguré que así lo haría y de este modo me despedí, satisfecha de salir de aquella casa, donde, sin embargo, había estado muy bien acomo¬dada, como ya he relatado antes. Tomé plaza en el carruaje, pero no hasta el final, sino hasta un lugar llamado Stone, en Cheshire. Pensé que era un sitio don¬de no había nada que me ligara y en el que no sería fácil que me tropezara con ninguna persona de la ciudad y sus alrededores. Sa¬bía que con dinero en el bolsillo uno se encuentra bien en todas partes, y permanecí allí dos o tres días esperando mi oportuni¬dad. Encontré luego asiento en otra diligencia y tomé billete para Londres. Envié a mi caballero una carta diciéndole que me encontraría en -un día determinado en Stony-Stratford, donde el cochero me dijo que se detendría. Sucedió que el carruaje que tomé era de servicio discrecional, pues había sido alquilado por unos señores que iban a West Chester para embarcar con destino a Irlanda, y al volver no tenía parada en sitios fijos ni estaba sujeto a un horario determinado, como hacen las diligencias, de manera que, habiendo estado de¬tenido el domingo, él tenía tiempo de salir y alcanzarme, cosa que de otra manera no podría haber hecho. Sin embargo, el aviso le llegó tan justo que no pudo llegar a Stony-Stratford con tiempo suficiente para estar conmigo por la noche, sino que me encontró a la mañana siguiente en un lugar llamado Brickhill, cuando precisamente estábamos entrando en la localidad. Confieso que me sentí muy satisfecha al verlo, pues me sentí un poco defraudada aquella noche pensando que quizás había ido un poco lejos en mi maquinación de volver a la ciudad. Me gustó doblemente por la forma como llegó, pues venía en un magnífico coche particular tirado por cuatro caballos y con un criado con librea para atenderlo. Inmediatamente me sacó de la diligencia, que se detuvo a las puertas de una posada de Brickhill, y en su coche llegamos a la misma hospedería y pidió de almorzar. Yo le pregunté qué que¬ría dar a entender con esto porque yo tenía que continuar el viaje. El me contestó que no, que yo necesitaba descansar y que aquélla era una buena Casa, aunque se tratase de un pueblo pe¬queño. Así, pues, aquella noche no seguiríamos adelante a pesar de todo. Yo no le insistí mucho, porque como al venir a buscarme había hecho muchos gastos, era razonable que le complaciera en algo. Por tanto, cedí fácilmente en este punto. Después de cenar dimos un paseo para visitar el pueblo, ver la iglesia y contemplar los campos y el país, como es corriente que hagan los forasteros, siendo nuestro posadero nuestro guía cuando visitamos el templo. Observé que mi caballero hacía mu¬chas preguntas respecto al párroco y comprendí inmediatamente que lo que quería era proponerme que nos casáramos, y como seguía fija en mi mente la idea de no rechazarlo, porque en las circunstancias en que me encontraba no podía decir que no, le seguí la corriente. No había ya ninguna razón para que continua¬ra corriendo más riesgos. Pero mientras estos pensamientos bullían en mi cabeza, lo que sucedió en pocos momentos, observé que el posadero lo llevaba aparte y, en voz baja, pero no lo suficiente para que yo no lo oyera, susurró: -Caballero, si tenéis necesidad... El resto no pude oírlo, pero debió de ser algo así como: «Ca¬ballero, si tenis necesidad de un ministro, yo tengo un amigo no lejos de aquí que os podrá servir tan reservadamente como vos queráis.» Mi adorador contestó en voz lo suficientemente alta para que yo lo oyera; -Muy bien, creo que sí. Apenas habíamos vuelto a la posada cuando se precipitó hacia mí diciéndome con dulces palabras que puesto que había tenido la fortuna de encontrarme y todo estaba de acuerdo, apresuraría su felicidad si yo quería poner un fin al asunto en el mismo lugar en que nos encontrábamos. -¿Qué queréis decir? -le pregunté, ruborizándome un po¬co-. Aquí, en una posada... ¡Alabado sea Dios! ¿Cómo es po¬sible que me habléis de esa manera? -Puedo hablaros muy bien -me replicó-. He venido con el propósito de hacerlo así y voy a probaros lo que he hecho. Y diciendo esto sacó un gran legajo de papeles. -Me asustáis -dije-. ¿Qué es todo eso? -No os asustéis, querida -contestó, besándome. Era la primera vez que se dirigía a mí con tanta libertad y me llamaba «querida». Luego repitió: -No os asustéis. Voy a enseñaros de qué se trata. Y desdobló los papeles que me había enseñado. Primero vi la sentencia de divorcio de su mujer con la declaración de que ella había llevado una conducta inmoral. Después había los cer¬tificados del ministro y de los clérigos de la parroquia donde ella vivía, acreditando que había sido enterrada e indicando cómo y de qué murió, una copia del acta del coroner presentada al ju¬rado que había de juzgarle y, por último, el veredicto que presen¬taba el caso como non compos mentir. Todo esto lo hacía con el propósito de darme mayor satisfacción, aunque yo no era tan escrupulosa y lo hubiera aceptado sin nada de aquello. Lo examiné todo, sin embargo, lo mejor que pude y le dije que el asunto estaba, en efecto, suficientemente claro, pero que no valía la pena que se hubiese tomado la mo¬lestia de traerlo todo porque ya habría habido tiempo suficiente para verlo. -Bueno -contestó-, puede ser que hubiese habido tiempo, pero para mí el momento más adecuado es éste precisamente. Había otros papeles arrollados y le pregunté qué eran. -Esta es precisamente la pregunta que quería que me hicie¬rais -dijo. Y al desenvolverlos apareció una cajita de piel de la que sacó una sortija muy hermosa de diamantes. No pude rechazarla si hubiera estado en mi ánimo el hacerlo porque me la puso inme¬diatamente en el dedo. Así, pues, le hice una pequeña inclina¬ ción de cabeza y la acepté. Después sacó otra sortija, y dijo: -Esta es para otra ocasión. Y se la metió en el bolsillo. -Bien, pero dejadme verla -le dije sonriendo-. Adivino lo que es. Debéis estar loco. -Hubiera estado loco si hubiera hecho menos. Yo tenía muchas ganas de verla, así que le rogué: -Dejadme verla de todas maneras. -Tened paciencia y primero mirad esto. Desenvolvió otro papel y se puso a leerlo. -¡Mirad, es la licencia para que nos casemos! -¡Cuando yo digo que no debéis de andar bien de la cabe¬za... ! ¿Estabais convencido de que aceptaría y me sometería a la primera palabra, o lo habéis hecho para que no pudiera negarme? -Ciertamente, esto último es la verdad. Pero tal vez os equi¬vocáis. No, no. ¿Cómo podéis pensar semejante cosa? ¡No de¬béis rechazarme, no podéis rechazarme! Y diciendo esto empezó a besarme de una manera tan violenta que no me fue posible desembarazarme de él. Había una cama en la habitación y nosotros íbamos de un lado para otro en el ímpetu de nuestra conversación. Por fin me cogió por sorpresa entre sus brazos y me echó en la cama, tumbándose a mi lado y apretándome fuertemente y sin hacer la menor insi¬nuación indecente me rogó que consintiera en nuestro casamien¬to, con repetidas súplicas y argumentos, haciendo protestas de su cariño y jurando que no me soltaría hasta que no contara con mi promesa de acceder. Por fin no pude por menos que decir: -Por lo visto, estáis resuelto a no admitir una negativa. -¡No os negaréis, no podéis negaros, no debéis negaros! -Está bien -contesté dándole un beso ligero-, si es así no me negaré, pero dejadme que me levante. Veíasele tan transportado con mi consentimiento y con la ama¬ble manera de dárselo que empecé a pensar que lo tomaba ya por el matrimonio y que no iba a esperar la ceremonia. Pero en esto lo calumniaba, porque dejó de besarme y, poco después, dándome dos o tres besos más, me dio las gracias por mi sometimiento a su voluntad, y se encontraba tan dominado por la satisfacción y la alegría que incluso vi lágrimas en sus ojos. Me aparté de él porque notaba que los míos también se lle¬naban de lágrimas y le pedí licencia para retirarme un rato a mi habitación. Si alguna vez sentí un arrepentimiento verdadero por la vida viciosa y abominable que había llevado durante veinticua¬ tro años fue entonces. «¡Oh! -pensé-. ¡Qué felicidad repre¬senta para la Humanidad que no puedan ver unos lo que pasa en el corazón de los otros... ! ¡Qué felicidad hubiera represen¬tado para mí haber podido ser la esposa de un hombre tan hon¬ rado y afectuoso como éste desde el principio! » Luego se me ocurrió lo siguiente: «¡Qué abominable criatu¬ra soy! ¡De qué manera va a ser ultrajado por mí este inocente caballero! ¡Qué poco piensa que habiéndose divorciado él de una mujer inmoral va a caer en los brazos de otra de la misma calaña! ¡Que va a casarse con una mujer que se ha acostado con dos hermanos y que ha tenido los tres hijos de su propio herma¬no! ¡Una mujer que ha nacido en Newgate y cuya madre era una prostituta y es ahora una ladrona deportada! ¡Una mujer que se ha acostado con trece hombres y que ha tenido un hijo desde la última vez que él me vio! ¡Pobre caballero! ¿Qué es lo que va a hacer?» Después de hacerme estos reproches continué pen¬sando: «Pero si he de ser su esposa, si es la voluntad de Dios concederme su gracia, pro-meto ser para él una esposa fiel y amarle, correspondiendo al extraño exceso de pasión que él sien¬te por mí. Me enmendaré en lo presente, en lo que él pueda ver, por los engaños y las afrentas que he hecho recaer sobre el infe¬liz, y que él no ha visto.» El esperaba con impaciencia que yo saliera de mi habitación, pero como tardara en hacerlo, bajó por la escalera y se puso a ha¬blar con el posadero acerca del párroco. El posadero, que era un individuo entremetido aunque lleno de buenas intenciones, había ya mandado a buscar al clérigo de la vecindad, y cuando mi caballero empezó a hablar del asunto y le dijo que quería ir a verlo, le dijo: -Caballero, mi amigo el clérigo está va en casa. Y acto seguido se lo presentó. Mi amigo le preguntó si tendría inconveniente en unir en ma¬trimonio a una pareja de forasteros, que estaban dispuestos a casarse voluntariamente. El clérigo contestó que el señor... ya le había dicho algo del caso y que esperaba que no se tratara de un asunto clandestino, aunque él le parecía un caballero serio y tenía noticias de que su prometida no era ninguna niña que necesitara el consentimiento de nadie. -Para que no tengáis ninguna duda sobre el particular -le dijo mi adorador-, leed este papel. Y exhibió la licencia matrimonial. -Estoy satisfecho -le dijo el clérigo-. ¿Dónde se encuen¬tra la dama? -La veréis en seguida. Después de decir esto, mi pretendiente empezó a subir por la escalera a tiempo que yo salía de mi habitación. Me dijo que el clérigo estaba abajo, que había hablado con él y que después de haber visto la licencia estaba dispuesto a casarnos de buen grado. -Pero quiere veros antes -añadió. Y me preguntó si quería permitir que subiera. -Ya habrá tiempo toda la mañana -repuse. -Pero, ¿por qué, querida? Al principio parecía tener algu¬nos escrúpulos por si erais una muchacha arrebatada violenta¬mente del hogar paterno, pero yo le he asegurado que los dos teníamos la edad suficiente para no necesitar otro consentimiento que el nuestro propio y entonces ha sido cuando ha dicho que de¬seaba veros. -Bien, haced lo que queráis -contesté. Entonces hicieron subir al clérigo, que era un señor jovial y bonachón. Parece ser que le habían dicho que nos habíamos en¬contrado allí por accidente, que yo llegué en la diligencia de Chester y mi caballero en un carruaje propio con el que venía a mi encuentro, que debíamos haber coincidido la noche anterior en Stony-Stratford, pero que no había podido ser por no haber podido él llegar hasta allí. - -Esto demuestra, caballero -dijo el clérigo-, que todas las cosas malas tienen también su lado bueno. En este caso lo malo para vos ha sido bueno para mí, porque si se hubiesen encon¬trado en Stony-Stratford, como proyectaban, no habría tenido yo el honor de casaros. Posadero, ¿tenéis el Common Prayer Book? Yo di un respingo, haciendo como si me asustara. -¿Qué quiere decir esto? -pregunté-. ¿Acaso pretendéis casarnos en una posada y de noche? -Señora, si es que queréis casaros en la iglesia, no hay in¬conveniente alguno, pero os aseguro que el matrimonio será tan válido si se celebra aquí como allí. Las reglas no nos obligan a casar en ningún otro lugar que no sea la iglesia, pero si queréis hacerlo en ésta, os advierto que la encontraréis tan concurrida de gente como si fuera una feria campestre. En cuanto a la hora de la celebración, no tiene valor alguno en esta ocasión. No olvi¬déis que nuestros príncipes se casaron en sus cámaras a las ocho y a las diez de la noche. Tardó algún tiempo en convencerme, porque yo hacía como si no estuviera dispuesta a casarme en otro lugar que no fuera la iglesia, pero todo era artificioso. Fingí por último que me convencían, y fueron llamados el posadero, su mujer y su hija para que nos asistieran. El posadero hizo de padre y de ama¬nuense, todo en una pieza. Nos casamos y ello nos llenó de ale¬gría, aunque debo de confesar que los reproches que con ante¬rioridad me había hecho los veía agazapados muy cerca de mí y me arrancaban de vez en cuando un profundo suspiro, cosa que mi nuevo esposo advirtió tratando de animarme y pensando el pobre Nombré que yo albergaba algunas pequeñas dudas acerca del paso que tan apresuradamente había dado. Aquella noche nos divertimos en grande y, sin embargo, se mantuvo todo en secreto en la posada, de manera que ni siquiera se enteraron las criadas de la misma, pues fueron la posadera y su hija las que nos atendieron no permitiendo que ninguna de las muchachas fuera al piso de arriba. Nombré madrina de boda a la hija del posadero y solicitando a la mañana siguiente los servicios de un comerciante, le regalé a la joven una colección de lazos tan bonita como si la hubiera comprado en la ciudad, y enterándome que en aquel pueblo hacían puntillas, obsequié a la madre con una pieza de encaje de hilo para el tocado de la cabeza. Una de las razones de que el posadero mantuviera aquella re¬serva era porque no quería que el ministro de la parroquia se en¬terara de ello y lo divulgara. Pero alguien debió de saberlo, pues a la mañana siguiente, muy temprano, se nos obsequió con una cencerrada debajo de nuestras ventanas, y con el clamor de todos los instrumentos de música que se pudieron encontrar en el pue¬blo. El posadero ahuyentó de malos modos a los alborotadores asegurándoles que antes de llegar allí ya estábamos casados y que, como habíamos sido antiguos huéspedes suyos, celebrábamos en su casa la cena de bodas. Al día siguiente no teníamos fuerza para movernos, porque no habiendo dormido mucho gracias a la cencerrada, nos encon¬trábamos soñolientos hasta el punto de permanecer en la cama hasta casi las doce. Rogué al posadero que se preocupara de que no nos dieran más conciertos ni cencerradas y se las compuso tan bien que en lo sucesivo nos dejaron en paz. Pero entonces ocurrió un extraño incidente que interrumpió por algún tiempo mi alegría. La habi¬tación principal de la casa daba a la calle, y mientras mi esposo se hallaba en la planta baja, me dirigí a un extremo de la estancia y abrí la ventana, pues el tiempo era bueno y caluroso. Cuando me hallaba de pie ante ella respirando un poco de aire fresco, vi llegar tres señores a caballo que se dirigían a la posada donde estábamos. ¡Uno de ellos era mi esposo de Lancashire! Sentí un terror de muerte y una consternación como nunca había experi¬mentado en mi vida. Se me heló la sangre en las venas y me puse a temblar como si fuera víctima de un ataque de fiebre intermi-tente. No había duda alguna de que era él, pues reconocí su traje, su caballo y su rostro. La primera reflexión juiciosa que pude hacerme después de la emoción inicial fue que mi esposo no se encontraba a mi lado para darse cuenta de mi turbación, cosa que me tranquilizó un poco. Hacía poco que aquellos caballeros se encontraban en la casa cuando se asomaron a la ventana de su habitación, como es corriente hacer, pero la de la mía estaba ya bien cerrada como pueden ustedes comprender. Sin embargo, no pude resistir la tentación de espiarles por una rendija y volví a ver a mi antiguo esposo y oí cómo llamaba a uno de los criados de la casa pidién¬dole algo que necesitaba, y entonces tuve la terrible confirma¬ción de que, en efecto, era aquel a quien yo tanto temía. Mi interés inmediato se centró en saber qué había venido a hacer aquí, cosa, como se comprenderá, imposible de averiguar en aquel momento. A veces en mi imaginación se forjaban una tras otra unas ideas horripilantes. Tan pronto suponía que me había descubierto y que iba a venir a echarme en cara mi ingrata conducta y mi ataque contra su honor como creía que subía la escalera para abrumarme con los peores insultos. Me pasaban, pues, por la mente las peores ideas y pensaba en las que podrían pasar por la suya si el diablo le hubiese revelado lo cerca que me tenía. En este estado de tensión estuve casi dos horas, sin quitar mi vista de la ventana o de la puerta donde aquellos hombres esta¬ban. Por fin oí cierto bullicio en .4 pasadizo de la posada, y co¬rriendo a la ventana pude ver, con la consiguiente satisfacción, que los tres caballeros salían del mesón y emprendían el camino hacia el Oeste. Si hubiesen ido hacia Londres, mi terror no habría desaparecido, temerosa de que pudiera tropezarme con mi otro marido por el camino y me reconociera. Al comprobar que se marchaban en sentido contrario, la tranquilidad sucedió a mi trastorno anterior. Decidimos que nuestra partida fuera al día siguiente; pero a eso de las seis nos alarmó un gran alboroto en la calle, y vimos unos hombres que corrían a caballo como si estuvieran locos. Nos enteramos que se trataba de una alarma provocada por tres salteadores de caminos que habían realizado unos atracos contra dos coches y contra algunos otros viajeros cerca de Dunstable Hill, y parecía ser que había sido dado aviso de que habían es¬tado en Brickhill, en la posada donde nos encontrábamos. Inmediatamente fue cercada y registrada la casa, pero había suficientes testigos para declarar que aquellos hombres se ha¬bían marchado hacía más de tres horas. Una gran muchedumbre nos rodeaba en aquellos momentos y mi interés se concentró en mi otro marido. Entonces dije que aquellos hombres no po¬dían ser los que ellos buscaban, pues yo conocía a uno de ellos, que era un caballero muy honrado, propietario de una buena ha¬cienda en Lancashire. El jefe de la Policía local, que había dado la alarma, fue in¬formado inmediatamente de lo que yo decía y vino a verme para oírlo de mi boca. Le aseguré que había visto a los tres hombres cuando estaba en la ventana, que después los vi por la ventana de la habitación en que almorzaban, que más tarde los contem¬plé cuando montaban a caballo y que podía asegurar que había identificado a uno de ellos como la persona que yo sabía que estaba en buena posición y que era un caballero sin tacha de Lancashire, de donde yo precisamente venía. El acento de seguridad con que hice mi declaración contuvo los ímpetus de la masa y produjo al jefe de Policía tanta satis¬facción que, acto seguido, ordenó la retirada diciendo a las gen¬tes del pueblo que no eran aquéllos los hombres que buscaban porque tenía una información según la cual se trataba de unos honrados caballeros, y entonces todos se retiraron. La verdad del asunto no la supe, pero, lo cierto era que de los coches ha¬bían sido robadas, en Dunstable Hill, 560 libras en dinero. Ade¬más, algunos de los mercaderes de encajes que solían viajar por aquel lugar también habían sido atracados. En cuanto a los tres caballeros queda algo por explicar, pero lo haré más adelante. Bueno, aquella alarma nos detuvo allí otro día, aunque mi es¬poso era partidario de no demorar el viaje diciéndome que des¬pués de un robo es cuando es más seguro el camino, porque era seguro que los bandidos desaparecían después de haber sido dada la alarma en el país. Pero yo me sentía temerosa e inquieta, so¬bre todo a causa de que mi antiguo marido pudiera todavía ha¬llarse en la carretera y me reconociese. Viví entonces los cuatro días seguidos más gratos de toda mi vida. No fui en ellos más que una sencilla novia y mi nuevo espo¬so procuró por todos los medios que todo estuviera a mi gusto. ¡Oh, si aquella situación pudiera haber durado... ! ¡Cómo habría olvidado tu das mis inquietudes pasadas y habría evitado futuras tristezas! Pero tenía un pasado demasiado turbulento y de él tenía que dar cuenta, lo mismo en esta vida que en la otra. Nos marchamos el quinto día, y el posadero, al darse cuenta de mi inquietud, montó a caballo con su hijo y tres honrados vecinos del pueblo, provistos todos de buenas armas de fuego, y sin de¬cirnos nada siguieron detrás del coche hasta vernos seguros en Dunstable. No pudimos por menos que agasajarles como se me¬recían en aquella localidad, lo que costó a mi esposo unos diez o doce chelines, porque también dio algo a los hombres por el tiempo que habían perdido, aunque el posadero no quiso admitir nada. Este fue el suceso más feliz que pudo haberme acontecido, porque, de haber llegado a Londres sin haberme casado, hubiera tenido que recurrir a él la primera noche de alojamiento, descu-briéndole que no tenía ni una sola amistad en toda la ciudad que pudiera recibir a una pobre novia. Estando va casada, no podía ya tener inconveniente en ir directamente a su casa con él y tomar posesión de un hogar muy bien amueblado. Tenía un esposo en muy felices circunstancias y esto me aseguraba la perspectiva de una vida tranquila si sabía comportarme bien. Entonces tuve ocasión de meditar acerca de la existencia que parecía que iba a llevar. ¡Qué diferente era de la vida absurda e irregular que había llevado hasta entonces... ! ¡Cuánto más digna es una vida de virtud y de bondad que la que yo había considerado una vida de placer... ! ¡Oh, si aquella etapa feliz de mi vida hubiera podido durar, o si yo hubiera podido aprender lo que valía durante el tiempo que disfruté de ella! No hubiera vuelto a caer en la pobreza, que es el castigo seguro de la virtud, y hubiera sido la más dichosa de las mujeres no sólo en aquellos momentos, sino siempre. Pero sucedió que al iniciar aquella existencia yo era realmente una penitente de toda mi vida pasada. Miraba hacia atrás con repug¬nancia y puedo decir que me odiaba a mí misma por ello. Muchas veces reflexionaba de qué manera mi amante de Bath, tocado por la mano de Dios, se había arrepentido y me había abando¬nado negándose a verme más, aun cuando fuera extremado el amor que por mí sentía. Y aguijoneada por el peor de los demo¬nios, que es la miseria, yo había vuelto a mis prácticas indignas y me había aprovechado de lo que llamaban mi lindo rostro para entregarme otra vez al vicio. Ahora parecía haberme refugiado en un puerto seguro, des¬pués de la tempestuosa travesía de mi vida pasada y comencé a dar las gracias por mi liberación. Permanecía muchas horas sentada a solas llorando ante el recuerdo de las locuras pasadas y las terribles extravagancias de una vida desordenada, y llegaba a veces a adularme a mí misma diciéndome que estaba sincera¬mente arrepentida. Pero hay tentaciones que no están en el poder de la natu¬raleza humana resistirlas y pocos saben cómo se comportarían si se vieran arrastrados hacia ellas. Así como la ambición es la raíz de todo mal, la miseria es, a mi juicio, la peor de todas las asechanzas. Pero debo dejar estas divagaciones para dar cuenta de un hecho fatal que había de volver a torcer el rumbo de mi existencia. Yo vivía con mi esposo con la mayor tranquilidad. El era un hombre tranquilo, sentimental, sobrio, virtuoso, modesto y sin¬cero, y justo y diligente en sus asuntos. Aunque éstos no eran de gran envergadura, nos bastaban para llevar una vida de como¬didades con los ingresos que conseguía. No quería vivir con boa¬to ni figurar, como dice el mundo. No lo esperaba ni lo deseaba, porque odiaba las ligerezas y las extravagancias de mi pasado, así es que había elegido una vida retirada, frugal y centrada en nosotros mismos. No tenía amistades ni hacía visitas y me dedi¬caba a mi esposo, lo que constituía un placer para mí. Vivimos un ininterrumpido período de bienestar y de alegría durante cinco años, cuando de repente un golpe que descargó una mano casi invisible destrozó mi felicidad y volvió a arrojar¬me a la calle en unas condiciones que eran todo lo contrario de lo que yo hasta entonces había estado disfrutando. Habiendo confiado mi esposo, a uno de sus compañeros de trabajo, una cantidad de dinero demasiado importante para que nuestra situación nos permitiera soportar su pérdida, el emplea¬do lo engañó y aquello pesó de una manera abrumadora sobre él: La cosa no hubiera sido tan grave si mi marido hubiera tenido el valor de enfrentarse con su infortunio, pues el crédito de que gozaba era tan bueno que, como yo le dije, hubiera podido repo¬nerse pronto de aquel quebranto, pero acobardarse ante la des¬gracia es tanto como doblar su peso, y el que piensa que ha de costarle la vida, muere sin remisión. Fue en vano que yo le hablara tratando de. consolarle. La herida había profundizado en él, como una puñalada que tocase los puntos más vitales de su ser. Se sintió inmerso en gran me-lancolía y desconsuelo y entró en un estado de letargo hasta que falleció. Aunque me temía aquel golpe, mi alma sintió una gran opresión, pues me daba cuenta de que si él se moría yo estaba perdida. Había tenido de él dos hijos y no más porque, a decir verdad, yo ya había entrado en la edad en que no pueden tenerse más hijos. Tenía cuarenta y ocho años y supongo que si él hubiese vivido tampoco habría vuelto a estar embarazada. Me vi sola en una situación verdaderamente triste y lamen¬table y en algunos aspectos me sentí peor que nunca. En primer lugar había pasado el tiempo florido en que podía esperar ser cortejada como mujer. Esta agradable parte de mi ser había entrado en la declinación y solamente quedaban ruinas de lo que fui y, lo que todavía era peor que esto, era la criatura más abatida y desconsolada. Yo que había animado a mi esposo y había tratado de sostener su espíritu ante la desgracia, no podía soportar la mía propia. Hubiera deseado poseer en el infortunio aquel ánimo que tantas veces le había dicho a él que era necesa¬rio tener para soportar la adversidad. Mi caso no podía ser ciertamente más deplorable, porque me quedé absolutamente sin amistades y sin ningún apoyo, y la pér¬dida que mi esposo había sufrido redujo mis posibilidades eco¬nómicas a un extremo que, aunque en realidad no debía nada a nadie, podía prever fácilmente que con lo que me quedaba no podría mantenerme mucho tiempo, pues mientras gastaba en mi subsistencia no tenía ningún medio de que mis reservas aumen¬taran en un solo chelín. Así, pues, no veía ante mí más que una terrible zozobra, y esto se presentaba en mi imaginación con un aspecto tan claro que parecía que ya había llegado hasta mí lo que tan cerca estaba. Mis aprensiones duplicaban mi desdicha, pues me imaginaba que cada moneda de seis peniques que pagaba por una hogaza de pan era la última que iba a tener en el mundo y que el día siguiente tendría que ayunar y que acabaría murién¬dome de hambre. En mi desventura no contaba con ninguna asistencia ni nin¬gún amigo que me consolara o aconsejara. Permanecía sentada llorando y atormentándome noche y día, retorciéndome las ma¬nos y algunas veces desvariando como si me hubiese vuelto loca. Realmente a veces me preguntaba si todo aquello no habría afec¬tado mi razón, y mi melancolía llegaba a tales extremos que mi inteligencia se perdía en fantasía y en ideas absurdas. En esta triste situación viví dos años, gastando lo poco que tenía, llo¬rando continuamente sobre mis penosas circunstancias, como si estuviera desangrándome hasta morir, sin la menor esperanza de ayuda de Dios y de los hombres. Y cuando había llorado tan¬to y tan a menudo que tenía, como puede decirse, agotadas mis lágrimas, empecé a sumirme en la más profunda desesperación porque iba quedándome rápidamente sin dinero. Para tener un poco de alivio había levantado mi casa y había alquilado una habitación. Al ir reduciendo mi tren de vida, fui vendiendo la mayor parte de las cosas que poseía, lo que me proporcionó un poco de dinero. Con ello viví un año más, a base de la más extremada economía y escatimándolo todo hasta un extremo increíble. Así, cuando miraba ante mí sentía paralizarse mi corazón ante la inevitable aproximación de la necesidad y la miseria. Que nadie lea esta parte de la historia de mi vida sin reflexionar sobre las circunstancias de un tal estado de desola¬ción y sin pensar en lo que haría ante la falta de amigos y de pan. Nadie podría en semejante estado dejar de ahorrar lo poco que tuviera y de elevar al mismo tiempo los ojos al cielo pidien¬do ayuda: «No me hundáis en la miseria a fin de evitarme tener que robar.» Las épocas de apuros son épocas de terribles tentaciones en las que se pierden las fuerzas para resistirlas. La miseria abruma, el alma se sume en la desesperación con el infortunio y en estas condiciones ¿qué puede hacerse? Una noche, en la que puede decirse que había llegado a las últimas boqueadas y que puedo ase¬gurar que me sentía como enloquecida y delirante, me impulsó no sé qué espíritu y sin saber lo que hacía me vestí, puesto que todavía tenía unos vestidos bastante buenos, y salí. Estoy segura de que lo hice sin ningún designio determinado. No sabía a dón¬de iba a ir ni pensé qué iba a hacer. Fue sin duda el diablo quien me hizo salir, tentándome, pues ni siquiera sabía lo que hacía. Dando vueltas sin rumbo, no sé por qué lugares, pasé por de¬lante de una farmacia que había en Leadenhall Street, y vi que encima de un taburete, colocado al lado del mostrador, había un pequeño lío envuelto en una tela blanca. Junto a él, dándole la espalda, se veía una sirvienta que miraba al fondo del estable¬cimiento, donde un mancebo de botica hallábase detrás del mos¬trador, también de espaldas a la puerta, buscando, con una vela en la mano, algo que había en la parte superior de la estantería. Los dos estaban distraídos, y en la tienda no había nadie más. Aquél era el cebo y el diablo, que, como he dicho, preparó la emboscada, me tentó como si hablara, porque recuerdo y nunca lo olvidaré, que oí una voz que me decía, detrás de mí: «Toma ese envoltorio, de prisa, ahora mismo.» No había acabado de oírlo cuando entré en la farmacia y dando mi espalda a la mu¬chacha, como si estuviera contemplando un carro que pasaba por allí, me llevé las manos a la espalda, cogí el lío y salí sin que nadie me viera. Es imposible expresar el horror que experimentaba mientras hacía aquello. Cuando salí de la botica no tenía fuerzas para co¬rrer y apenas para andar. Crucé la calle y doblé la primera esqui¬na que vi, que creo que era una calle que iba a dar a Fenchurch Street. Desde allí volví a cruzar tantas calles y a doblar tantas esquinas que no podía saber qué camino recorría ni hacia dónde iba. Apenas sentía el suelo en que posaba mis pies, y cuanto más alejada me sentía del peligro más de prisa iba, hasta que, rendida y con la respiración entrecortada, me vi obligada a sen¬tarme en un banco que había junto a una puerta. Allí empecé a reponerme un poco y me di cuenta de que había llegado a Thames Street, cerca de Billingspate. Estuve descansando un rato y después reanudé mi camino. Me ardía la sangre y el cora¬zón me palpitaba como si hubiera recibido un susto. En una pala¬bra, me hallaba en tal estado de atolondramiento que no sabía donde iba ni lo que hacía. Después de haberme cansado de aquella manera durante un interminable paseo lleno de emociones, empecé a pensar en vol¬ver a mi alojamiento, a donde llegué a eso de las nueve de la noche. Me era imposible saber de dónde procedía aquel envoltorio ni por qué circunstancias se hallaba en el lugar en que lo en¬contré. Cuando lo abrí aparecieron unas ropas de sobrepaso de buena calidad, casi nuevas, adornadas con unos encajes muy finos, una escudilla de plata, una jarrita del mismo metal, seis cucharillas, un poco más de ropa, una camisa de mujer, tres pañuelos de seda y dentro de la jarrita, envueltos en un papel, die¬ciocho chelines y seis peniques en metálico. Mientras iban apareciendo todas estas cosas yo me iba en¬contrando en un estado terrible de miedo físico y de terror men¬tal, a pesar de que me sintiese completamente a salvo, que me es imposible expresarlo con palabras. Me senté y me puse a llo¬rar con la mayor vehemencia. «Señor -me dije-, ¿qué es lo que soy ahora? ¡Nada más que una ladrona! La próxima vez me atraparán y me llevarán a Newgate, donde seré juzgada y conde¬nada a muerte.» Con todo esto volví a llorar amargamente mu¬cho rato, y estoy segura de que, a pesar de lo pobre que era, si no hubiese sido por el miedo que sentía, hubiera ido a dejar aquellas cosas en el lugar en que las había encontrado, pero fue una idea que, no tardé en desechar de mi mente. Aquella noche dormí poco. El horror de lo que había hecho pesaba sobre mi alma y no supe nunca lo que dije ni lo que hice aquella noche ' ni el día siguiente. Estaba impaciente por oír alguna noticia de la pérdida de aquellos objetos y deseaba ardientemente saber si pertenecían a una persona pobre o rica. Pensé que tal vez eran de una pobre viuda, tan pobre como yo, que las había empaque¬tado para ir a venderlas y de esta manera tener un poco de pan para ella y para un pobre niño, que ahora estaban pasando ham¬bre y sumidos en la desesperación por la falta del poco dinero que con la venta podrían haber obtenido. Aquella idea me ator¬mentó durante tres o cuatro días. Pero mis propias desventuras acallaron aquellas reflexiones y las perspectivas de mis necesidades, que se agravaban terrible¬mente cada día que pasaba, endureció poco a poco mi corazón. Pesaba especialmente sobre mi alma el pensamiento de que creía haberme reformado, arrepentida de mis pasadas maldades, du¬rante los años que llevé una existencia juiciosa, seria y retirada. Ahora me había sentido impulsada a hacer lo que hice por la espantosa situación en que creía hallarme, a las puertas de la destrucción del cuerpo y del alma. Dos o tres veces me arrodillé preguntando a Dios con el mayor fervor qué podía hacer, para lograr mi liberación, pero no puedo decir otra cosa sino que en mis rezos no había esperanza. No sabía qué hacer. Tenía miedo y reflexioné que mi arrepentimiento por mi existencia pasada no debía de haber sido bastante sincero y que por ella el Cielo empezaba a castigarme en este mundo, firmemente decidíido, al parecer, a que fuera tan miserable como malvada había sido. De haber continuado pensando así, tal vez me hubiera con¬vertido en una verdadera penitente, pero dentro de mí se alber¬gaba un mal consejero que me acuciaba continuamente a buscar un remedio a mi situación empleando los peores medios. Así, una tarde me volvió a tentar con el mismo malvado instinto de cuan¬do me dijo: « ¡Coge ese envoltorio! », y me hizo salir de mi casa buscando algo a que echar mano. Era aún de día y anduve al azar no sé por dónde y en busca de no sabía qué, cuando el demonio puso en mi camino una ten¬tación verdaderamente terrible, que ni antes ni después tuve. Cuando pasaba por Aldersgate Street vi una linda niñita que había asistido a una escuela de baile y que se dirigía sola hacia su casa. Entonces mi instigador, como un verdadero ángel malo, me empujó hacia aquella criatura. Hablé con ella y ella habló de buena gana conmigo. Cogiéndola de la mano, la llevé hasta una callejuela pavimentada que desemboca en Bartholomew Close. La niña me dijo que aquél no era el camino de su casa y yo le contesté: -Sí lo es, querida. Confía en mí que yo te enseñaré el ca¬mino de tu casa. La niña llevaba puesto un collar de cuentas de oro, en el que yo tenía puestos mis ojos, y en la oscuridad de la callejuela me agaché con el pretexto de que se le había desatado una chancleta y entonces le quité hábilmente el collar sin que se diera cuenta de ello y volví a cogerle la mano. Me incitó entonces el demonio a que matara a la niña en aquella sombría calleja, por si se ponía a gritar si se- enteraba del despojo, pero el solo pensamiento de ello me llenó de horror, así que tuve la fuerza suficiente para alejar de mí aquella tentación. Dirigiéndome a la niña le dije que debía de volver sobre sus pasos, porque, en efecto aquel no era el camino de su casa. Me dijo que así lo haría, y entonces me fui hasta Bartholomew Close y, dando la vuelta por otro pasaje que desemboca en Long Lane, no tardé en llegar a Char¬terhouse Yard saliendo a St. John's Street. Después, cruzando por Smithfield, anduve por Chick Lane hasta que, pasando por Field Lane, no tardé en desembocar en Holborn Bridge. Allí, mezclándome con la densa muchedumbre que discurre por el lu¬gar, no era posible que me descubrieran. Con esta hazaña termi¬ nó mi segunda salida al mundo. El pensamiento sobre este botín anuló el del anterior y las reflexiones que me hacía no tardaron en disipar mis escrúpulos. La pobreza, como ya he dicho, endurecía mi corazón y mi nece¬sidad me hacía mirar con indiferencia la de los demás. El últi¬mo asunto no me produjo ninguna preocupación porque no hice a la niña daño alguno y en cambio había dado a los padres una lección para que no dejaran que volviese sola a su casa y para que aprendieran a obrar en lo sucesivo con mayor prudencia. El hilo de cuentas de oro valía unas doce o catorce libras. Supuse que debió ser primero de la madre, porque las cuentas eran demasiado gruesas para un collar de niña, pero quizá la va¬nidad de la madre de que su hija lo luciera en la escuela de baile hizo ponérselo. Sin duda debió de enviar a alguna criada a buscar a la criatura y a cuidar de ella, ,pero la negligente muchacha tal vez se tropezó con algún individuo en su camino por lo que la pobre criatura empezó a vagar sola hasta caer en mis manos. Sin embargo, como he dicho, no le hice ningún daño y ni siquiera la asusté, porque todavía albergaba tiernos pensamien¬tos y puedo asegurar que yo no hubiera cometido aquella trope¬lía de no sentirme impulsada por la necesidad. Después de éstas tuve muchas otras aventuras, pero como era novata en el oficio no sabía cómo bandearme a menos que el demonio me metiera las cosas en la cabeza y verdaderamente debo de reconocer que nunca se mostró remiso conmigo. Hubo una aventura que tuvo un feliz resultado para mí. Iba por Lombard Street en la oscuridad de la noche cuando, justa¬mente al final de Three King Court, vi venir hacia mí a un sujeto con la velocidad del rayo, que dejó caer, precisamente detrás de mí, un paquete que llevaba en la mano. Yo me encontraba en la esquina de la calleja. Al tirar el pa¬quete, el hombre me dijo: -Dejadlo ahí un momento, señora, y que Dios la bendiga. Y siguió corriendo con la velocidad del viento. Tras él aparecieron corriendo dos o tres hombres más, y des¬ pués, un joven con la cabeza descubierta que iba gritando: -¡A ellos! ¡Ladrones! Después llegaron dos o tres hombres más y perseguían a los anteriores con tanto empeño que aquéllos se vieron obligados a tirar lo que llevaban. Cogieron a uno, pero el otro se pudo esca¬par. Pregunté repetidamente qué pasaba, pero la gente eludía con¬testarme y yo no quise ser indiscreta insistiendo. Cuando aquella muchedumbre hubo pasado, llegó mi oportunidad de dar la vuelta y coger el paquete que tenía detrás de mí, marchándome rápidamente del lugar. Lo hice con menos perturbación que en ocasiones anteriores porque aquello no lo había robado yo, sino que había sido robado por otros para que fuera a mis manos. Llegué sin novedad a mi alojamiento con aquel paquete, que contenía una pieza de fina seda negra y otra de terciopelo de seda. La última no era en realidad más que una parte de una pieza y media, unas once yardas, pero la primera era una pieza completa de casi cincuenta yardas. Parece ser que procedían de la tienda de un mercero que había sido saqueada, y digo sa¬queada porque era muy considerable el número de mercancías que habían sido robadas en ella y también bastantes las que se recuperaron, que creo llegaron a seis o siete piezas completas de seda. No sé cómo pudieron llevarse tantas cosas, pero lo cierto era que yo no hice más que robar a un ladrón, por lo que no tuve el menor escrúpulo en quedarme con aquellas mercancías y ex¬perimentar por ello una gran satisfacción. Hasta entonces había tenido mucha suerte y me metí en varias aventuras más, que aun¬que no me proporcionaron grandes beneficios tuvieron éxito. Pero a pesar de ello andaba siempre con el temor de que me sobreviniese cualquier daño y que pudiera llegar con el tiempo a ser ahorcada. La impresión que este último pensamiento produjo en mí fue demasiado fuerte para que pudiera resistirla y me con¬tuve de llevar a cabo algunos intentos a pesar de que sabía que el riesgo era pequeño. No quiero dejar de relatar un episodio que constituyó para mí un gran acicate durante muchos días. Solía pasear por los pueblos que hay alrededor de la capital para ver si encontraba algo que pudiera convenirme. Al pasar por delante de una casa cerca de Stepney, vi sobre la ménsula de una ventana dos sortijas, una pe¬queña de diamantes y, la otra un sencillo aro de oro, dejadas allí por alguna señora imprudente, seguramente con más dinero que previsión, y quizás abandonadas allí solamente., durante el tiempo de lavarse las manos. Pasé algunas veces por delante de aquella ventana para ver si había alguien dentro de la habitación, pero no había nadie. Para estar más segura se me ocurrió dar unos golpecitos en el cristal, como si quisiera llamar la atención de alguien. En caso de que hubiera alguna persona se acercaría a la ventana y entonces le aconsejaría que quitara de allí aquellas sortijas porque había visto a dos sujetos de mala catadura que se estaban fijando mucho en ellas. Fue una hábil estratagema. Repiqueteé dos o tres veces, pero no acudió nadie y viendo entonces que la cosa aparecía des¬pejada, me recliné con fuerza contra el rectángulo de cristal, el cual se rompió haciendo poco ruido; me apoderé de las dos sortijas y me marché con ellas sin riesgo alguno. La de diamantes valía unas tres libras y la otra unos nueve chelines. Anduve entonces buscando con empeño un mercado donde dar salida a mis mercancías y en especial a las dos piezas de seda. Me repugnaba desprenderme de ellas por poco dinero, como hacen por lo general los ladrones poco experimentados, que después de haber arriesgado sus vidas por un objeto de positivo valor, se desprenden de él por una bagatela. Estaba decidida a no hacer tal cosa, pasara lo que pasara, a no ser que me viera reducida a la más extrema necesidad. Sin embargo, no sabía a punto fijo qué camino tomar. Por último decidí dirigirme a mi antigua maestra y volver a relacionarme con ella. Mientras pude le envié siempre puntualmente las cinco libras anuales para mi hijo, pero llegó un momento en que hube de suspender los en¬víos. Sin embargo, le escribí una carta en la que le ex¬plicaba las circunstancias difíciles en que me encontraba desde la pérdida de mi esposo y le rogaba que hiciera todo lo que pu¬diera para que el niño no sufriese demasiado a consecuencia de los infortunios de su madre. Le hice una visita y vi que todavía se dedicaba a su antiguo negocio, en parte, aunque no en las florecientes condiciones de antes. Parece ser que había sido demandada judicialmente por un caballero al que había robado una hija. Ella aparecía compli¬cada en el rapto y a duras penas escapó de ir a presidio. Los gas¬tos que tuvo que hacer la dejaron muy pobre. Su casa estaba amueblada con la más extrema sencillez y ya no gozaba de la reputación de antes. No obstante, todavía continuaba aguantan¬do el tipo, como vulgarmente se dice, y como era una mujer activa y muy lista, con lo poco que le quedó, se dedicó a prestar dinero y gracias a esto vivía últimamente bastante bien. Me recibió muy amablemente y con las mismas serviciales ma¬neras de siempre, diciendo que no sentía menos consideración por mí por verme en mala situación, que se había preocupado de que mi hijo estuviese bien cuidado aunque yo no pagase por él, y que la mujer que lo tenía era condescendiente y que no debía de preocuparme por el niño hasta que pudiera ocuparme de él de una manera efectiva. Le dije que no tenía mucho dinero, pero que me quedaban al¬gunas cosas de valor, y le pregunté si podía decirme cómo me las había de arreglar para convertirlas en dinero contante y so¬nante. Me preguntó qué era lo que tenía y entonces saqué el hilo de cuentas de oro, que le dije era uno de los regalos que me había hecho mi esposo, y luego le mostré las dos piezas de seda, que; aseguré haber recibido de Irlanda e introducido en la ciu¬dad. Por último le hice ver la sortija de diamantes. En cuanto al pequeño paquete de la escudilla y de las cucharillas ya había encontrado la oportunidad de vnder algo y respecto a la ropa de sobreparto me ofreció quedársela creyendo que la había usa¬do yo. Me dijo que se había convertido en prestamista y que me compraría aquellos objetos, pero quedándoselos como si fueran empeñados. Después envió a buscar a los agentes que tenía, los cuales, a su vez, se las compraron a ella sin el menor escrúpulo pagándole buenos precios. Empecé a pensar que aquella mujer podría ayudarme un poco, dada la lamentable situación en que me encontraba, para poder dedicarme a algo, pues gustosamente hubiera echado mano de cualquier ocupación honrada que hubiese tenido a mi alcance. Pero en esto no era hábil y no sabía aprovechar las ocasiones que pasaban por mi lado. De haber sido más joven, quizás esto me hubiera ayudado a brillar, pero ya no podía pensar en llevar cierto género de vida después de haber cumplido los cincuenta años, como era mi caso, y así se lo hice saber a la que seguía lla¬mando mi maestra. Me invitó a ir a vivir a su casa, hasta que encontrara trabajo, pagando muy poca cosa, lo que acepté de mil amores. Y así, pu¬diendo vivir sin apuros, tomé ciertas disposiciones relacionadas con el niño que hube de abandonar para casarme con mi último esposo, cosa que ella me facilitó diciéndpme que pagara las cinco libras anuales solamente en el caso de que me encontrara en con¬diciones de hacerlo. Todo aquello me sirvió de mucha ayuda du¬rante una corta temporada, abandonando las actividades dolosas que había emprendido recientemente. De muy buena gana hubie¬ra tratado de ganarme el pan con la aguja, si pudiera haber encon-trado trabajo de esta clase, cosa difícil para quien, como yo, carecía de amistades. No obstante, encontré trabajo para confeccionar colchas, ba¬tas de señora, enaguas y cosas por el estilo. Me adapté bien a este trabajo en el que puse todo mi empeño y con él empecé a vivir honradamente. Pero el diligente demonio que había decidido que continuara a su servicio, me tentaba continuamente para que saliera a dar un paseo, esto es, a ver si encontraba algunas de las cosas que solía encontrar antes. Una noche obedecí ciegamente a sus requerimientos y efectué un largo recorrido por las calles, pero sin encontrar nada que va¬liera la pena, así es que volví a casa fatigada y con las manos vacías. No contenta con ello, salí también la noche siguiente y al pasar por delante de una cervecería vi abierta la puerta de una pequeña habitación que había en ella, al lado mismo de la puerta de la calle, y sobre una mesa vi una jarra de cerveza de plata, cosa que era corriente en las tabernas de aquel tiempo. Parecía como si unos clientes hubieran estado allí bebiendo y los negligentes muchachos de servicio se hubieran olvidado de retirar el servicio. Entré tranquilamente en la habitación, puse la jarra en un rin¬cón del banco, me senté a su lado y llamé golpeando el suelo con el pie. Se presentó un muchacho al que pedí que me sirviera una pinta de cerveza tibia, pues el tiempo era frío. El chico se fue y pude oír cómo bajaba a la bodega en busca de lo que le había pedido. A poco de marcharse aquél entró otro muchacho en el cuartito y me preguntó: -¿Llamabais, señora? -No, hijo mío -le contesté adoptando cierto aire resigna¬do-. Ya ha ido el otro chico a buscarme una pinta de cerveza. Mientras permanecía allí, oí que la mujer del mostrador pre¬guntaba: -¿Se fueron ya los del cinco? Este era el cuarto en que yo estaba sentada. -Sí -contestó el muchacho. -¿Quién retiró la jarra? -preguntó la mujer del mostrador. -Yo -contestó otro dependiente-. Ahí está. Y señaló equivocadamente una jarra que había retirado de otro cuarto. O tal vez era que se había olvidado de que no la había retirado, cosa que indudablemente no hizo. Escuché todo esto con la mayor satisfacción, porque me pro¬baba que la jarra en cuestión no había sido echada en falta, pues creían de buena fe que había sido recogida. Al marcharme le dije al dependiente: -Ten cuidado con la vajilla, muchacho. Me refería al vaso de plata en que había bebido mi cerveza. El chico me contestó: -Sí, señora. Después de esto no tardé en desaparecer. Llegué a casa de mi maestra y pensé que había llegado el mo¬mento de hacer un tanteo por si se presentaba algún peligro y podía contar con su ayuda. Unos momentos después tuve ocasión de hablar con ella y le dije que tenía un secreto de la mayor im¬portancia que le confiaría si me prometía guardarlo. Me contestó que habiendo ya guardado fielmente uno de mis secretos, no había ninguna razón para no hacer lo mismo con otro. Le conté, pues, todas las cosas extrañas que me habían suce¬ dido y que me habían convertido en una ladrona, sin la menor inclinación por mi parte para serlo y por último le expliqué la historia de la jarra. -¿La habéis traído con vos, querida? -me preguntó. -Desde luego -contesté enseñándosela-. Y no sé qué ha¬cer. ¿Debo devolverla? -¡Devolverla! -exclamó-. Hacedlo si lo que queréis es que os envíen a Newgate por haberla robado. -¿Cómo es eso? ¿Pueden ser tan ruines que me hagan dete¬ner si se la devuelvo? -No conocéis a esa gente, niña mía. No solamente os llevarán a Newgate, sino que harán que os ahorquen sin ningún mira¬miento a pesar de haberla devuelto, o harán un recuento de todas las jarras que puedan haber perdido y os las harán pagar. -¿Qué he de hacer, pues? -pregunté. -Nada. Ya que habéis tenido la habilidad de robarla debéis quedaros con ella. Nada de pensar en su devolución. Además, hija mía, ¿no la necesitáis por ventura más que ellos? Os deseo que podáis dar con una ganga semejante una vez por semana. Esto me hizo formar un nuevo concepto de mi maestra. Desde que se había hecho prestamista, tenía a su alrededor una clase de personas qué no eran las honradas con que se había tratado an¬tes. No había de permanecer mucho tiempo allí sin descubrir, más claramente que antes, que le llevaban empuñaduras de es¬pada, cucharas, tenedores, jarras y otros objetos, no para ser em¬peñados sino para ser vendidos, y que ella compraba todo lo que le llevaban sin preguntar nada y haciendo muy buenos negocios, según se desprendía de su conversación. Siguiendo el curso de este negocio me enteré también de que fundía inmediatamente todas las cosas que compraba para que no pudieran ser identificadas. Una mañana vino a verme dicién¬dome que se disponía a fundir y que si yo lo deseaba, incluiría también mi jarra para que nadie pudiese verla. Le dije que acce¬día con mucho gusto y entonces la pesó y me dio el valor de la plata que contenía, aunque me di cuenta de que no hacía lo mis¬mo con el resto de sus clientes. Algún tiempo después de esto, un día me encontraba traba¬jando melancólicamente cuando empezó a preguntarme qué era lo que me ocurría, como solía hacer. Le dije que estaba muy triste, que tenía poco trabajo y nada con qué vivir y que no sabía qué camino tomar. Ella se echó a reír y dijo que lo que tenía que hacer era salir de nuevo para probar fortuna, pues tal vez pudiera tropezar con alguna otra pieza de plata. -¡Oh, señora! -le contesté-. Se trata de un oficio para el que no tengo habilidad y no tardarán en cogerme y estaré per¬dida. -Yo puedo proporcíonaros una instructora que os hará tan diestra como ella misma. Yo me eché a temblar al oír aquella proposición porque hasta aquel momento no había tenido cómplices ni contacto con los de semejante ralea. Pero ella supo vencer todos mis escrúpulos y todos mis temores. Y en poco tiempo, con la ayuda de aquella cómplice me convertí en una ladrona desvergonzada, tan hábil como pudo haberlo sido Moll Cutporse , aunque, si la fama no miente, no fuera tan primorosa como ella. Mi cómplice me dio lecciones sobre tres clases de robos, a saber, el de «mechera», o robo de artículos en las tiendas apro¬vechando descuidos de los dependientes; el que se efectuaba en librerías o libros de bolsillo; y el arte de sustraer los relojes de oro que las mujeres llevaban prendidos de un costado. Este último lo practicaba ella con tanta habilidad que ninguna mujer llegó a hacerlo mejor. De estas modalidades me gustaban la pri¬mera y la última y durante algún tiempo me estuvo enseñando a practicarlas como un profesor enseña a una comadrona y sin cobrarme nada. Por último me puse en acción. Me había enseñado su arte a la perfección y varias veces lo practiqué desenganchando un reloj de su costado con la mayor destreza. Me señaló como mi primera víctima una joven señora embarazada que llevaba un reloj precioso. El robo lo llevé a cabo cuando ella salía de la igle¬sia. Me hizo ponerme al lado de la señora y cuando ella llegaba al principio de la escalera mi instructora hizo como que se caía y lo hizo contra la dama con tanta violencia que le dio un gran susto-y las dos se pusieron a gritar. En el preciso momento en que ella chocaba con la señora, yo eché mano al reloj y soste¬niéndolo en la forma adecuada, el ímpetu hizo que se desengan¬chara sin que la interesada sintiera nada. Yo salí inmediatamente de estampía dejando que mi instructora y la señora se repusie¬ran de la conmoción producida por el encontronazo y entonces fue cuando se advirtió la desaparición del reloj. -Han debido de empujarme unos pícaros para hacer la faena -dijo mi instructora-. Si la señora se hubiese dado cuenta un poco antes de que le faltaba, seguramente habríamos podido echarles mano. Supo adaptarse tan bien a lo sucedido que nadie sospechó de ella, y yo llegué a casa con una hora de antelación. Esta fue mi primera aventura en compañía. El reloj era verdaderamente pre¬cioso y tenía unas piedras incrustadas, y mi maestra nos dio por él veinte libras, de las cuales tuve la mitad. Me convertí en una perfecta ladrona, endurecida hasta por en¬cima de cualquier reflexión de conciencia o de pudor y llegando a un grado que nunca creí posible alcanzar. De esta forma el diablo, que empezó a empujarme hacia el mal aprovechándose de mi intolerable miseria, me colocó a una altu¬ra por encima de lo corriente cuando mis necesidades no eran ya tan grandes ni las perspectivas de pobreza tan temibles. En¬tonces me dio la vena de trabajar, y como no era torpe en el manejo de la aguja, probablemente, a medida que iba consiguien¬do amistades, hubiera podido ganarme muy bien la vida. He de decir que si semejante perspectiva de trabajo se me hu¬biese presentado al principio, cuando empecé a sentir que se aproximaba la miseria, esto es, que semejante probabilidad de ganarme la vida honradamente hubiera aparecido entonces, nun¬ca habría caído en el malvado oficio en que ahora estaba embar¬cada. Pero la práctica del delito me había endurecido y me volví audaz hasta el último grado, lo que en gran parte era debido al hecho de que después de tanto tiempo de actuar nunca había sido detenida. En una palabra, mi socia y yo estuvimos practi¬cando juntas una larga temporada sin ser nunca descubiertas, lo que hizo que no solamente nos volviéramos más atrevidas, sino que nos enriquecimos, pues llegó un momento en que tuvimos en nuestras manos veintiún relojes de oro. Recuerdo que un día, sintiéndome más reflexiva que de cos¬tumbre y poseyendo ya un capital importante, pues mi parte llegaba casi a doscientas libras en dinero, se produjo con gran intensidad en mi mente la idea, inspirada sin duda, si es posible, por algún buen espíritu, de que si al principio la pobreza me trastornó y me hizo caer en aquellos excesos, ahora que estaban aliviadas mis calamidades y que podía también conseguir algo trabajando y tenía un buen fondo en el Banco que podía servir¬me de base de sustentación, debía cambiar de vida puesto que todavía estaba a tiempo. No podía esperar estar siempre en li¬bertad, y, cuando diera un mal paso y fuera detenida estaría perdida. Fue aquel, sin duda, un minuto feliz en mi vida, pues, de haber prestado oídos a la bendita insinuación de donde viniera, todavía hubiese tenido una posibilidad de llevar una vida normal. Pero mi destino estaba trazado para que siguiera otro cami¬no diferente. El activo demonio que tan hábilmente me arrastra¬ba me había agarrado demasiado fuerte para que me fuera posible retroceder. De la misma manera que fue la pobreza la que me hizo caer en el barro, la avaricia me mantenía ahora en él y ya no tenía ninguna posibilidad de volverme atrás. A los argumentos que mi razón me dictaba para convencerme de que debía aban¬donar todo aquello, la avaricia se ponía en primer plano y me susurraba: «¡ Sigue, sigue! Has tenido mucha suerte. Continúa hasta que llegues a tener cuatrocientas o quinientas libras y en¬tonces podrás retirarte sin tener que trabajar más en toda tu vida.» Así, pues, de la misma manera que había caído entre las garras del demonio, me vi retenida en ellas como por un hechizo, y no tuve fuerzas para poder salir de aquel círculo fatal hasta que acabé cayendo en un laberinto de confusión del que no había nin¬guna posibilidad de escapar. Sin embargo, estos pensamientos dejaron cierta impresión den¬tro de mí y me hicieron actuar con un poco más de prudencia que antes, más de la que los que me dirigían acostumbraban a tener. Mi cómplice, como yo la llamaba, aunque debía de haberle dado el nombre de profesora, fue la primera en caer en desgracia cuando iba acompañada de otra de sus discípulas. En el momento en que iban a la caza de botín, intentando dar un golpe en casa de un pañero de Cheapside, fueron sorprendidas por un jorna¬lero y detenidas con dos piezas de batista que fueron encontradas en su poder. Esto fue suficiente para que fueran alojadas en Newgate y allí tuvieron la desgracia de que salieran a la superficie algunos de sus antiguos pecados. A consecuencia de ello se abrieron dos sumarios, y como los hechos resultaron probados, las 'dos fueron condenadas a muerte. Para evitar la ejecución, las dos alegaron estar embarazadas, aun cuando mi cómplice lo estuviera tanto como yo misma. Fui a verlas con frecuencia en su encierro condoliéndome del trance en que se encontraban y pensando que tal vez me llegaría pronto el turno a mí. Aquel lugar me llenaba de horror, conside¬rando que era el lugar de mi desdichado nacimiento y de los in¬fortunios de mi madre, hasta el punto de no poder soportarlo y de verme obligada a dejar de ir a verlas. ¡Oh, si su desgracia hubiera podido servirme de advertencia! Todavía podía considerarme feliz de poder estar en libertad y de que no hubiese nada contra mí. Pero aquello no era posible porque la copa de mi amargura no se había colmado por com¬pleto. Mi cómplice, sentenciada como delincuente habitual, fue eje¬cutada. La joven que la acompañaba fue indultada de pena capi¬tal, pero aún hubo de languidecer durante largo tiempo en pri¬sión, y por último consiguió que su nombre figurara en una am¬plia amnistía y salió a la calle. El terrible ejemplo de mi cómplice me amedrentó considera¬blemente y durante algún tiempo me abstuve de mis correrías, pero una noche, en la vecindad de la casa de mi maestra, alguien dio la voz de «¡ Fuego! ». Mi maestra se asomó para ver lo que pasaba, pues todavía no nos habíamos acostado, e inmediatamen¬te se puso a gritar que estaba ardiendo la parte superior de la casa de una, dama de los alrededores, como efectivamente era. Entonces me dio un golpecito en el hombro y me dijo: -He aquí una gran oportunidad que se os presenta, hija mía, pues el fuego está tan cerca que podréis acercaros a él antes de que la calle quede bloqueada por la gente. Id corriendo a la casa de la dama y decidle a ella o a cualquier persona que encontréis, que vais en su ayuda en nombre de una amiga suya que vive más arriba. Y me dio el nombre de la amiga de la dueña de la casa incen¬diada. Salí y al llegar al lugar del siniestro me encontré que allí todo era confusión como puede comprenderse. Entré precipitadamen¬te y me tropecé con una de las sirvientas, a la que dije: -¡Dios santo! ¿Cómo ha podido ocurrir semejante catástro¬fe? ¿Dónde está vuestra ama? ¿Qué hace? ¿Se encuentra a sal¬vo? ¿Dónde están los niños? Vengo de parte de la señora... para prestarles ayuda. La muchacha echó a correr y le oí que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones: -¡Señora, señora, hay aquí una señora que viene de parte de la señora... para ayudarnos! La pobre mujer, sin saber lo que se hacía, apareció ante mí con un envoltorio debajo del brazo y acompañada de dos cria¬turas. -Por Dios, señora -le dije-, dejad que lleve a los niños a casa de la señora... Ella desea que se los mande para poder atenderlos y cuidarlos. Inmediatamente cogí a uno de ellos de la mano y ella me puso el otro en los brazos. -¡Hacedlo así, por el amor de Dios! -me dijo-. Llevádselos a mi amiga y dadle las más expresivas gracias por sus bon¬dades. -¿Tenéis algo más que poner a salvo, señora? También pue¬do hacerlo. -¡Gracias y que Dios os bendiga! Tomad este envoltorio que contiene objetos de plata labrada y llevádselos también. ¡Oh, que buena mujer es! ¡Dios mío, estamos perdidos, del todo arrui¬nados! Y salió corriendo, medio trastornada, seguida de las criadas. Yo lo hice en dirección opuesta con los dos niños y el paquete. Apenas había llegado a la calle cuando vi otra mujer que se dirigía hacia mí diciéndome con un tono de viva compasión. -Por Dios, señora, se os va a caer esa criatura. Dejadme que os ayude. Y con un gesto amable intentó desembarazarme del paquete que llevaba. -No -le dije-, si queréis ayudarme, coged a este niño de la mano y llevadlo hacia la parte alta de la calle. Iremos juntas y os gratificaré la molestia. Después de lo que había dicho, no le era posible negarse a lo que yo le pedía. Aquella individua era, en una palabra, de mi mismo oficio y lo que precisamente quería era el envoltorio. Sin embargo, me acompañó hasta la puerta de la casa que me había indicado mi protectora porque no podía hacer otra cosa, y enton¬ces le dije al oído: -Vamos, muchacha, que ya comprendo a qué trabajo os dedi¬cáis. Iros con viento fresco a otro lugar, donde sin duda encon¬traréis bastantes cosas de que echar mano. Ella me comprendió y se marchó. Yo me puse a aporrear la puerta y como los moradores de la casa se habían ya levantado ante el escándalo provocado por el incendio no tardaron en fran¬quearme la entrada. -¿Está despierta la señora? -pregunté-. Os ruego que le digáis que su amiga la señora... le pide por favor que se haga cargo dé estas criaturas. La pobre señora se encuentra en una situación difícil. Su casa está ardiendo. Acogieron a los dos niños muy amablemente y se compadecie¬ron del infortunio de aquella familia. Cuando me disponía a mar¬charme con el paquete una de las criadas me preguntó si no tenía que dejarlo también. Yo repliqué: -No, querida, esto va a otro sitio. No es de esa familia. Partí apresuradamente antes de que me hicieran otras pregun¬tas y llevé el envoltorio de plata labrada, que era de un volumen considerable, a casa de mi maestra, a la que se lo entregué. Esta me dijo que no lo tocaría, pero que debía de salir en busca de más cosas. Me indicó que lo que debía de hacer era visitar la casa de una señora que se encontraba al lado de la incendiada. Yo intenté obedecerla, pero ya entonces la alarma provocada por el incendio era muy grande, las bombas estaban funcionando en la calle y ésta se encontraba tan atestada de gente que me fue imposible acercarme a la casa por más esfuerzos que hice. Entonces volví a la casa de mi maestra y llevándome el envoltorio a mi habita¬ción lo abrí y me puse a examinar su contenido. Verdaderamente aterrada, debo decir el tesoro que allí encontré. Además de la vajilla familiar de plata, que constaba de muchas piezas, hallé una cadena de oro de forma antigua y con el cierre roto, lo qué me hizo suponer que hacía algunos años que no se usaba. También había un joyero y en él la sortija de compromiso de la señora y algunos trozos rotos de viejos broches de oro. Encontré, asimismo, un reloj de oro, una bolsa que contenía aproximada¬mente veinticuatro libras en monedas antiguas y otras varias co¬sas de valor. Era ésta la mayor de las presas con las que di, y la peor. Y digo esto último porque, aunque, como arriba he hecho constar, me encontraba endurecida hasta un extremo más allá de todo poder de reflexión en otros asuntos, me sentí realmente tocada en la parte más sensible de mi alma cuando contemplé aquel tesoro, al pensar en la pobre y desconsolada señora que tantas cosas había perdido además a causa del incendio. Y me dio pena que, después de creer que había salvado sus objetos' de plata y sus mejores joyas, hubiera de experimentar la sorpresa y la desespe¬ración de ver que había sido engañada y que la persona que se había hecho cargo de sus hijos, no iba, como yo había asegurado, de parte de la dama de la casa próxima, sino que los niños habían sido depositados allí sin conocimiento de la misma. No puedo por menos que confesar que lo inhumano de esta acción que había cometido no dejó de conmoverme, llegando en mi enternecimiento a hacer que las lágrimas asomaran a mis ojos. Pero a pesar de este convencimiento de que me había com¬portado de una manera cruel e inhumana, no me pudo convencer mi razón de que debía de restituir lo robado. Es mas, mis refle¬xiones acabaron por desvanecerse y terminé por olvidar comple¬tamente las circunstancias que rodearon la acción de apoderarme de aquello. Pero no fue esto todo. Aunque aquel «trabajo» me había hecho considerablemente más rica que antes, la resolución que tomé en un tiempo de abandonar este horrible comercio cuando hubiese tenido algo más, no volvió a asaltarme, sino que decidí seguir adelante para poseer más y más. La avaricia se unió de esta manera al éxito y ya no volví a pensar en retirarme a tiem¬po, aunque si no lo hacía no podía pretender disfrutar con se¬guridad y tranquilidad de lo que de una manera tan canallesca había conseguido. Un poco más, un poquito más, era lo que siempre deseaba... Finalmente, sin hacer caso de la inoportunidad de mis delitos, me desprendí de todos los remordimientos y centré todas las reflexiones que me hacía sobre el particular solamente en esto: en poder conseguir más botín para que se completasen mis de¬seos. Cuando tenía en mis manos un botín, el producto de un robo, todas mis miradas se dirigían al siguiente y esto me alen¬taba a continuar en el oficio sin dejarme ánimos para pensar en dejarlo. En estas condiciones, endurecida por el éxito y resuelta a se¬guir adelante, caí en la trampa que me estaba señalada como mi última recompensa por esta dase de vida. Pero esto no sucedió todavía, sino que corrí aún otras aventuras, que coronó el triun¬fo, antes de llegar a mi ruina final. Seguía viviendo con mi maestra, que por un momento se había sentido realmente impresionada por el fin en la horca de mi desgraciada cómplice. Parece ser que ésta conocía lo suficiente de mi maestra para hacerle seguir, si quería, su misma suerte, lo que originó su inquietud y la hizo llegar a estar verdaderamente aterrorizada. Es verdad que cuando aquella desgraciada murió sin haber abierto la boca para decir lo que sabía, mi maestra se sintió aliviada y hasta tal vez estuvo satisfecha de que la hubiesen ahor-cado, a pesar de haber tenido en sus manos la posibilidad de haber obtenido el indulto a costa de sus cómplices. Pero, por otra parte, la forma como murió y el sentimiento de su bondad por no haber traficado con lo que sabía, hicieron que mi maestra lamentara muy sinceramente su pérdida. Yo la consolé lo mejor que pude y ella, al corresponderme, me aconsejó que me espa¬bilara para no correr la misma suerte. Sin embargo, como ya he dicho, ello me hizo ser algo más precavida y sentí una aversión particular a actuar de «mechera», especialmente entre los merceros y pañeros que eran unos indi¬viduos que solían tener los ojos muy abiertos. Realicé un par de intentonas con encajeras y modistas y particularmente en una tienda que la acababan de establecer dos mujeres jóvenes sin gran experiencia en el comercio. De allí me llevé una pieza de encaje de hilo valorada en unas seis o siete libras y un envoltorio de hilo torzal. Pero fui solamente una vez, porque el truco que empleaba no podía repetirse. Siempre considerábamos nuestra acción como una empresa fácil cuando oíamos que se había abierto una nueva tienda y especialmente cuando la gente que la regentaba no estaba ducha en lo que era tener un establecimiento. Esta razón hacía que fueran visitadas una o dos veces al principio del negocio y tenían que ser los dueños muy vivos para evitarlo. Tuve otro par de aventuras, pero fueron simples bagatelas, aunque suficientes para darme para vivir. Después de esto nada importante se me presentó durante algún tiempo, hasta el punto de que empecé a volver a pensar seriamente en la conveniencia de abandonar el oficio. Pero mi maestra, que no estaba dispuesta a perderme y que esperaba grandes cosas de mí, me hizo un día entrar en contacto con una joven y un individuo que pasaba por ser su marido, aunque, según pude averiguar luego, no eran es¬posos, sino socios. Socios, al parecer, en el oficio que practicaban y socios en algo más. En una palabra, robaban juntos y se acos¬taban juntos, y un día fueron apresados juntos y acabaron siendo ahorcados juntos. Entré en una especie de sociedad con estos dos tipos con ayuda de mi maestra, y me arrastraron a tres o cuatro aventuras, en el curso de las cuales pude darme cuenta de que sus robos eran torpes y groseros, y que si lograban tener éxito era gracias a una gran dosis de temeridad por su parte y de negligencia por la de las gentes a las que robaban. Así, pues, decidí que en lo sucesivo sería muy prudente en todo lo que hiciera con ellos, y realmente en dos o tres desgraciadas empresas que me propusieron decliné el ofrecimiento y les convencí de que debían renunciar a llevarlas a cabo. En una ocasión me propusieron especialmente que fué-ramos a robar en una relojería tres relojes de oró que habían visto durante el día y que ellos sabían donde los guardaban. La pareja tenía llaves de tantas clases que no era un problema abrir el armario donde el relojero los guardaba. Nos citamos en un lugar determinado, pero cuando pude observar a conciencia cómo estaba el asunto, me di cuenta de que lo que se proponían era penetrar en la casa forzando la puerta, y como esto estaba en contra de mis principios, no quise tomar parte en el asunto y marcharon solos. Entraron en la casa violentamente y destroza¬ron el armario, pero no encontraron más que uno de los relojes de oro y otro de plata y se apoderaron de ellos saliendo seguida¬mente de la casa. Pero la familia del relojero dio la voz de alarma, gritando: «¡Ladrones!», y el joven fue perseguido y detenido. La mujer, que de momento logró escapar, tuvo la desgracia de ser también apresada poco después, encontrándosele los relojes en su poder. De este modo me libré por segunda vez, pues se pudo comprobar la culpabilidad de la pareja, y los dos fueron ahorcados por ser antiguos delincuentes a pesar de su juventud. Como antes he dicho, robaban juntos, dormían juntos y juntos fueron ahorcados, y de esta forma terminó mi nueva asocia¬ción. Empecé a ser extremadamente prudente después de haber es¬capado por un pelo de aquel fregado, pues aproveché el ejemplo de aquellos desdichados. Pero mi maestra me incitaba todos los días a seguir actuando. Un día me dio detalles de una presa, que, por haber sido descubierta por ella, le había de proporcionar una excelente participación en el botín. Había una importante cantidad de encajes de Flandes oculta en una casa particular, y y como la importación de esta clase, de encajes estaba prohibida resultaba una presa magnífica para cualquier aduanero que diera con ella. Mi maestra tenía una referencia completa, tanto de la cantidad como del lugar exacto donde se hallaba la mercancía y me lo explicó detalladamente. Yo me dirigí a un aduanero v j le dije que le haría la denuncia de una cantidad determinada de encaje de Flandes si me garantizaba que tendría mi parte en la recompensa. Era un trato tan justo que nada podía haber más legal, así es que el hombre accedió y fue conmigo a la casa en unión de un agente de Policía. Al decirle que yo podía dar direc¬tamente con el lugar donde escondían la mercancía, me dejaron hacer. Entré comprimiéndome por un agujero muy oscuro, con una vela en la mano, y llegué hasta donde estaban las piezas, cuidando, a la vez que le entregaba la mayor parte, ocultar cierta cantidad para mí sin que nadie se enterase. El encaje que allí había valía 300 libras, y la parte que me quedé unas 50. Las per¬sonas que vivían en la casa no eran los dueños de los encajes, que les habían sido confiados por un comerciante, así es que la impresión que sufrieron no fue tan grande como yo creía. Dejé al aduanero muy satisfecho con el decomiso que había hecho, y me citó en su oficina, y allá fui después de haber puesto a buen recaudo lo que me había guardado particularmente sin despertar la menor sospecha. Cuando llegué empezó a regatear¬me el derecho que yo tenía en el decomiso, creyendo que igno¬raba su valor, y trató de despacharme dándome 20 libras. Le dije que no era tan ignorante como él suponía y no pude por menos que alegrarme cuando me ofreció llegar a un arreglo. Le pedí 100 libras, subiendo él a 30. Reduje mi petición a 80 libras y él llegó a 40. Acabó por ofrecerme 50 y yo acepté pidiéndole solamente que me diera, para mi propio uso, una pieza de encaje que valía 8 ó 9 libras, a lo que también accedió. Así, pues, conseguí las 50 libras en efectivo, que me fueron pa¬gadas aquella misma noche, y así puse fin al regateo. El hombre no se enteró de quién era yo ni se molestó en hacer averiguacio¬nes. Si se hubiese enterado que me había quedado una parte, seguramente no habría sido tan generoso. Dividí exactamente estos beneficios con mi maestra, y desde entonces me convertí en un diestro empresario en asuntos de este tipo. Me di cuenta de que era el trabajo más provechoso y seguro que podía hacer y me dediqué a averiguar dónde había mercan¬cías prohibidas y después de comprar algunas, denunciaba a los poseedores de ellas, aunque ninguno de estos alijos tuvo la im¬portancia del primero. Pero me gustaba actuar sin peligro y tenía la precaución de no correr los grandes riesgos en que otros se metían y en los que solían fracasar constantemente. La siguiente intentona que realicé fue con un reloj de oro de señora. Tuvo lugar entre la muchedumbre congregada en una capilla protestante y corrí gran peligro de ser detenida. Ya tenía en la mano el reloj, pues había dado a la mujer un fuerte encon¬tronazo como si alguien me hubiera empujado contra ella, cuan¬do me di cuenta de que no se desenganchaba. Entonces lo dejé y empecé a gritar, como si me estuvieran matando, que alguien me había pisado el pie y que debía de haber rateros por allí por¬que había sentido que daban un estirón a mi reloj. Debo de ha¬cer observar que en todas estas aventuras siempre iba muy bien vestida y llevaba prendas muy buenas y un reloj colgado como cualquier otra señora. Apenas había dicho yo esto cuando la otra señora gritó tam¬bién: «¡Rateros!», porque alguien, dijo, había tratado también de quitarle el reloj. Cuando intenté arrancarle el reloj me encontraba, naturalmen¬te, a su lado, pero al ponerme a gritar ya lo había dejado y en¬tonces el gentío nos separó, y al dar ella la voz de alarma yo ya me encontraba a cierta distancia, de manera que no pudo en lo más mínimo sospechar de mí. Pero cuando se puso a gritar: « i Ra¬teros! », alguien exclamó: -¡Y por aquí debe de andar otro, pues a esta señora también la han querido robar! En aquel mismo momento y en un lugar un poco más apar¬tado, por gran suerte para mí, se volvió a oír el grito: «¡Rate¬ros! », siendo detenido un joven con las manos en la masa. Esto, aunque una desgracia para el infeliz, resultó muy oportuno para mí, aunque ya había actuado antes con la debida habilidad. Pero ahora ya estaba fuera de toda sospecha y la muchedumbre suelta se precipitó hacia la dirección donde habían gritado, y sacó al muchacho a la calle y le dio una soberana paliza, cosa que los ladrones prefieren siempre a ser enviados a Newgate, donde permanecen encerrados hasta morir, o son a veces ahorcados, siendo lo mejor que pueden esperar, cuando resultan probados sus delitos, ser deportados. Escapé de milagro esta vez y me asusté tanto que durante una buena temporada no volví a dedicarme a los relojes de oro. Con¬currieron muchas circunstancias favorables para mí en aquella aventura, pero la más importante fue que la mujer de cuyo reloj tiré era una estúpida, es decir, que ignoraba la naturaleza de la intentona, cosa que no se hubiese sospechado en una mujer que tenía la prudencia de haber enganchado el reloj con la debida se¬guridad para que en ningún caso pudieran quitárselo. Pero al sen¬tir que le daban un tirón, gritó, se precipitó hacia delante e hizo que la gente se reuniera tumultuosamente a su alrededor, pero sin hablar de su reloj ni de rateros hasta que pasaron dos buenos minutos, tiempo suficiente para que yo me apartara. Cuando yo me puse a gritar detrás de ella, como he dicho, que había rateros, hice que algunas de las personas que se habían adelantado retro¬cedieran y por lo menos siete u ocho se interpusieron entre la señora y yo. Al dar yo el grito: « ¡Rateros! », antes que ella o por lo menos a la vez, ella podía ser tan sospechosa como yo y la gente se quedó confundida mientras que si hubiera tenido la presencia de ánimo que se precisa en tales ocasiones y tan pronto como sintió el tirón se hubiese vuelto rápidamente en vez de gritar, echando mano a la persona que se encontraba inmediata¬mente junto a ella, me hubiera cogido de una manera infalible. Este consejo no es muy beneficioso para el gremio, pero da idea de la forma de actuar de los rateros y cualquiera que lo siga puede tener la seguridad de atrapar al ladrón, porque es seguro que se escapará si no lo hace así. Tuve otra aventura que deja este asunto fuera de duda y pue¬de servir de enseñanza para la posteridad por lo que a los rateros se refiere. Mi vieja y buena maestra, para dar un pequeño esbozo a su historia, aunque había abandonado va el oficio, había nacido ratera y, como supe poco después, había pasado por los diferen¬tes grados de este arte sin ser detenida más que una vez, pero de una manera tan evidente, que fue declarada culpable y conde¬nada a deportación. Pero como era una mujer de una labia extra¬ordinaria y además tenía dinero, encontró medios, cuando el barco que la llevaba recaló en Irlanda para aprovisionarse, de desembarcar y huir, y permaneció en el país poniendo en prác¬tica su oficio durante varios años. Se hizo allí con otras malas compañías y se convirtió en comadrona y en proxeneta, reali¬zando un sinfín de hazañas que me relató cuando me contó un poco de su vida al ser más íntimas nuestras relaciones. Fue a aquella malvada criatura a la que debí toda la habilidad y todo el arte que llegué a dominar. Fueron muy pocas las mujeres que llegaron más lejos que yo y que practicaron la profesión durante tanto tiempo sin que les su¬cediese ninguna desgracia. Después de todas estas aventuras en Irlanda y de llegar a ser bien conocida en ese país, abandonó Dublín y vino a Inglaterra, pero como aún no había expirado el tiempo de su destierro, aban¬donó su antiguo oficio por miedo a caer en malas manos, lo que hubiera significado su ruina total. Entonces inició la-misma acti¬vidad que había tenido últimamente en Irlanda, no tardando, gracias a su admirable organización y a su magnífica lengua, en situarse a la altura que ya he descrito y llegando a ser verdade¬ramente rica, aunque su negocio volvió a decaer por las circuns¬tancias que he explicado. He relatado muchos detalles de la historia de esta mujer para hacer comprender la influencia que tuvo en la vida de delincuente que yo llevaba. Ella me guió como llevándome de la mano y me dio tales instrucciones y las seguí yo tan bien que me convertí en la ladrona más lista de mi época, zafándome de todos los peligros con tal habilidad que cuando muchos compañeros que llevaban solamente medio año en el oficio iban a dar con sus huesos en Newgate, yo llevaba ya cinco años de práctica sin incidentes. Los huéspedes de aquella prisión habían oído hablar tanto de mí que esperaban que no tardase en ir a hacerles compañía, pero yo siempre lograba escapar, aunque muchas veces corriendo gran¬des peligros. Uno de los mayores que corría era el de ser ya demasiado co¬nocida entre los de la profesión, y algunos de ellos, cuyo odio hacia mí se fundamentaba más bien en la envidia que en el daño que pudiera haberles hecho, empezaron a soliviantarse porque yo me escapaba siempre mientras ellos eran apresados y encerra¬dos en Newgate. Fueron ellos los que me pusieron el nombre de Moll Flanders, que no tenía absolutamente nada que ver con mi nombre verdadero ni con ninguno de los que había usado con anterioridad, excepto en una ocasión en que, siendo ya rica, me llamé la señora de Flanders. Pero aquellos perdidos no podían saberlo, ni yo pude llegar nunca a conocer por qué llegaron a ponerme aquel nombre. No tardé mucho en ser informada que algunos de los que fre¬cuentaban Newgate habían jurado delatarme, y como sabía que dos o tres de ellos eran capaces de hacerlo la cosa me preocupó bastante y durante mucho tiempo no me atreví a salir de casa. Pero mi maestra, que era mi socia en mis triunfos y que jugaba sobre seguro conmigo, pues participaba de mis ganancias y no de los peligros que me amenazaban, mi maestra, repito, estaba ya cansada de que llevara una vida inútil y desaprovechara el tiem¬po, como ella decía, y encontró un recurso para que pudiera volver a salir, y fue que me vistiera de hombre y me dedicara así otra vez a la práctica de mis antiguas actividades. Yo era alta y bien parecida, pero tenía un cutis demasiado suave para poder pasar por un hombre, pero como no salía más que por la noche pude bandearme bastante bien. Tardé mucho tiempo, con todo, en acostumbrarme a mis nuevos vestidos, pues se me hacía casi imposible mostrarme tan ágil, tan activa y tan hábil en mis actuaciones con un traje tan contrario a mi natura¬leza. Y como me desenvolvía muy torpemente, no obtenía los éxitos de antes ni tenía la facultad de poder escapar con facili¬dad, así es que determiné dejarlo, resolución que pronto fue con¬firmada por el suceso siguiente: Al disfrazarme de hombre, mi dueña me puso en contacto con un joven que era bastante hábil en el oficio y con el que trabajé sin el menor inconveniente durante tres semanas. Nuestra prin¬cipal actividad consistía en acechar los mostradores de los ten¬deros y arramblar con las mercancías que hubieran quedado des¬cuidadas en cualquier lugar. Esto nos permitió llevar a cabo al¬gunos buenos negocios, como llamábamos nosotros a estos traba¬jos. Y como siempre estábamos juntos, intimamos mucho, pero él no sabía que yo no era un hombre, aunque a veces iba con él a su alojamiento, de acuerdo con las exigencias de nuestro nego¬cio, y cuatro o cinco veces permanecí a su lado toda la noche. Pero nuestro designio era otro y era absolutamente necesario que yo ocultara mi sexo, como más adelante quedó demostrado. Las circunstancias de nuestra manera de vivir, permaneciendo fuera hasta tarde, así como el tener que dedicarnos a los nego¬cios más diversos, así como la necesidad de que nadie entrara en nuestra casa, hacía imposible que yo me negara a acostarme con él, a no ser que le hubiera dicho que yo era una mujer. Sin embargo, tal como sucedían las cosas pude ocultarlo sin ninguna dificultad. Pero por su mal y por bien mío aquella clase de vida no tardó en finalizar, y se acabó cuando yo ya estaba harta de ella por diferentes razones. Aquel joven y yo habíamos conseguido apoderarnos de buenos botines en nuestras andanzas, pero la última iba a ser extraordinaria. Se trataba de una tienda situada en una calle determinada que tenía detrás un almacén que daba a otra calle. La casa estaba en un chaflán. Por la ventana del almacén vimos sobre el mostrador y en la vitrina que había delante cinco piezas de seda, además de otras mercancías, y aunque era casi de noche, los dependientes, ata¬reados en la tienda, no habían tenido tiempo de cerrar las ven¬tanas o se habían olvidado de hacerlo. El joven que me acompañaba sintió tanta alegría al ver esto que apenas pudo contenerse. Dijo que todo aquello estaba a su alcance y aseguró entusiasmado que se apoderaría de todo si asaltaba la casa. Traté de disuadirle, pero todo fue inútil. Teme¬rariamente empezó su trabajo. Sin hacer ruido y con una gran habilidad quitó parte del marco de la ventana, entró y se apo¬deró de cuatro piezas de seda. Con ellas en las manos vino hacia mí, pero inmediatamente los dependientes de la tienda se lan¬zaron en su persecución. En aquel momento estábamos juntos, pero yo no había cogido ninguna de las piezas y le dije apresu-radamente: -¡Por el amor de Dios, corred, porque si os alcanzan estáis perdido! Echó él a correr con la velocidad del rayo y yo también, pero la persecución se hizo más enconada contra él que contra mí, por ser él quien llevaba las piezas de seda. Arrojó dos de éstas, dete¬niendo un poco el ímpetu de sus perseguidores, pero el número de éstos aumentó y algunos se lanzaron también contra mí. No tardaron en cogerla, con las otras dos piezas en su poder, pero los demás siguieron persiguiéndome. Con mil apuros logré llegar hasta la casa de mi maestra y entré en ella, pero no sin que se dieran cuenta algunos de los que me seguían. Como no llamaron inmediatamente a la puerta, tuve tiempo de quitarme el traje de hombre y ponerme mis propias ropas. Además, cuando mis perse¬guidores quisieron entrar, mi maestra, a la que yo había contado rápidamente lo ocurrido, los detuvo diciendo que en la casa no había entrado ningún hombre. Ellos afirmaron que no era ver¬dad y la amenazaron con echar la puerta abajo si no abría. Mi maestra, sin experimentar la menor preocupación, acabó diciéndoles muy tranquilamente que les franquearía la entrada si venían con un agente de Policía, y que sólo así les permitiría entrar, aunque no era razonable que lo hiciera toda aquella mu¬chedumbre. Los perseguidores no podían negarse a ello y fueron en busca de un agente. Entonces ella abrió la puerta, que quedó guardada por el policía, mientras unos hombres que éste nombró se pusieron a registrar la casa acompañados de mi maestra y reco¬rrieron todas las habitaciones. Cuando llegó al cuarto donde yo estaba, me llamó y dijo en voz alta: -Abre la puerta, por favor, prima. Hay aquí unos señores que quieren registrar tu cuarto. Yo tenía a mi lado una niña, nieta de mi maestra, o por lo menos lo decía ella, y le dije que abriera la puerta, mientras yo permanecía sentada trabajando, con muchos objetos en desorden a mi alrededor, como si hubiese estado dedicada todo el día a aquella faena, llevando en la cabeza un gorro de dormir y abri¬gada con una bata de mañana. Mi maestra me pidió perdón por tener que molestarme y me contó a medias lo que ocurría y que no tenía más remedio que permitirles que abrieran todas las puer¬tas y registraran lo que quisieran para convencerse por sí mismos, ya que todo lo que podría decirles no les satisfaría. Yo seguí sentada sin moverme y les dije que podían buscar lo que quisie¬ran en la habitación, y que si había alguien en la casa no era, desde luego, en la mía. Del resto de la casa yo no podía decir nada, aunque no comprendía qué era lo que buscaban. Todo parecía tan inocente y tan normal a mi alrededor que me trataron con más cortesía de lo que esperaba, pero no dejaron por ello de registrar escrupulosamente la habitación, mirando debajo de la cama, en la cama y en todos los sitios donde era posi¬ble que hubiera alguien escondido. Después de hacerlo y de no encontrar nada, se excusaron por haberme molestado y se fueron. Después de haber registrado toda la casa de esta forma, de abajo arriba y de arriba abajo, sin poder dar con nadie, apaci¬guaron a toda la muchedumbre, pero se llevaron a mi maestra a presencia del juez. Dos individuos juraron haber visto perfec¬tamente cómo se metía en la casa el hombre que iban persiguien¬do. Mi maestra armó un gran alboroto diciendo que aquello era mentira y que la estaban tratando de aquella forma sin ningún fundamento, pues si había entrado algún hombre sin que ella lo viera, podía ser muy bien que hubiera salido de la misma manera, y que ella estaba dispuesta a prestar juramento de que durante todo el día, que ella supiera, ningún hombre había permanecido de puertas adentro, lo cual era una gran verdad, y que podía muy bien ser que mientras ella se encontraba en el piso superior, un individuo asustado, al encontrar la puerta abierta, hubiese en¬trado sin que ella lo supiese. Y que de haber sido así habría vuel¬to a salir tal vez por la otra puerta, porque había otra que daba a un callejón, escapando de aquella forma y engañándoles a to¬dos. Todo esto resultaba probable y el juez se sintió satisfecho al prestar mi maestra juramento ante él de que no había admitido hombre alguno en su casa con el propósito de ocultarlo o de pro¬tegerlo contra la acción de la justicia. Este juramento pudo pres¬tarlo sin ningún inconveniente, y de esta forma la dejaron mar¬char. Fácil es imaginar el miedo que me entró por lo que había ocu¬rrido y a mi maestra le fue imposible conseguir que volviera a vestirme con aquel traje de hombre, porque, como le manifesté, sería descubierta en seguida. Mi pobre asociado en aquella diablura se vio metido en un buen lío, porque fue llevado ante el Lord Mayor y Su Señoría lo hizo encerrar en Newgate y las personas que tomaron parte en la persecución estaban dispuestas a tomar parte en la causa instruida contra él y a comparecer en el juicio para identificarlo y mantener sus acusaciones. Sin embargo, él consiguió que el juicio se aplazara bajo la pro¬mesa de que descubriría a sus cómplices y especialmente al hom¬bre que había participado con él en el robo. Y cumplió su pro¬mesa porque dio mi nombre, que fue el de Gabriel Spencer, que era el que yo adoptaba para ir con él. Y aquí se puso de manifies¬to mi prudencia al ocultarle mi sexo y mi nombre, pues de haber¬lo sabido podía darme por perdida. Hizo cuanto pudo por descubrir a aquel Gabriel Spencer. Dio muchos detalles acerca de mí y reveló el lugar donde creía que vivía, dando toda clase de detalles de lo que suponía que era mi alojamiento. Pero habiéndole ocultado la principal circunstancia de mí sexo, yo tenía una gran ventaja y nunca pudo saber nada de mí. Hizo que dos o tres familias sufrieran toda clase de mo¬lestias al tratar de dar conmigo, pero nada sabían de mí como no fuera el haberme visto con él, pero nada más. En cuanto a mi maestra, aunque fue el medio por el que me conoció, como todo se había hecho indirectamente, él no sabía nada. Esto se volvió en contra suya, porque habiendo prometido ha¬ cer revelaciones y no haber podido cumplir su palabra, se creyó que había estado jugando con la justicia de la ciudad, por lo que fue perseguido todavía con mayor empeño por los tenderos que le apresaron. Mi inquietud fue, sin embargo, terrible durante todo este tiem¬po, y con objeto de poder estar segura abandoné a mi maestra una temporada. Tomé una criada y me dirigí, en la diligencia de Dunstable, a la casa de los posaderos donde tan feliz había sido con mi esposo de Lancashire. Al llegar allí les conté un cuento diciéndoles que esperaba de un día a otro la llegada de mi esposo, a quien había escrito que nos encontraríamos en su casa de Dunstable, y que si el viento le era favorable desembarcaría al cabo de unos días. Esperando su llegada, quería residir con ellos. No sabía si vendría en el coche correo o en la diligencia de West Chester, pero de lo que estaba segura es que vendría a buscar¬me allí. La posadera se puso muy contenta al verme y del posadero sólo puedo decir que armó tanto jolgorio cuando llegué que si hubiese sido una princesa no me habría hecho mejor recibimien¬to. Si hubiera querido, podía haber estado residiendo allí durante un mes o dos. Mi caso era de una naturaleza muy diferente a lo que les había dicho. Me sentía extremadamente temerosa, aunque lo disimulaba tan bien que a duras penas podría nadie haberlo des¬cubierto, ni tampoco aquel individuo podría, de una manera - o de otra, dar conmigo, y aunque no podría acusarme de compli¬cidad en el robo, del que le dije que desistiera, pues no hice otra cosa que echar a correr, podía denunciarme por otros delitos y de este modo comprar su vida a cambio de la mía. Esto me llenaba de grandes temores. No tenía otro apoyo que el de mi amiga y confidente, mi vieja maestra, así es que me veía obligada a poner mi vida en sus manos. Así lo hice, comu¬nicándole dónde me encontraba, y durante el tiempo que perma¬necí allí recibí algunas cartas suyas. Algunas de ellas casi me sacaron de quicio, pero por fin recibí la buena nueva de que ha¬bían ahorcado a aquel individuo, o sea la mejor noticia que en mucho tiempo llegaba hasta mí. Mi permanencia en la posada se prolongó cinco semanas y no puedo decir otra cosa sino que viví muy agradablemente, si se exceptúa mi secreta ansiedad, pero cuando recibí aquella carta volví a tener el buen aspecto de siempre, diciéndole a la posa¬dera que había recibido una misiva de mi esposo en Irlanda, en la que a la vez que me daba la buena noticia de que se encontraba muy bien, me comunicaba la mala nueva de que sus negocios no le permitían abandonar el país con la premura que había creído posible y que por ello yo me vería obligada a volverme sin él. La posadera me felicitó, sin embargo, por la buena noticia de que mi esposo se encontraba bien. -Porque he venido observando, señora -me dijo la buena mujer-, qué no estabais lo alegre que acostumbrabais a estar antes y que no hacíais más que pensar en él. Es fácil advertir el cambio que en vos se ha producido. Siento que el señor no pue¬da venir, pues me hubiera complacido mucho verlo, y espero que cuando tengáis noticias seguras de su llegada, vendréis de nuevo por aquí, donde se os recibirá con alborozo, señora, cuan¬do tengáis a bien hacerlo. Después de tan gratos cumplidos, nos separamos y yo regresé muy contenta a Londres, donde encontré a mi maestra tan satis¬fecha como yo. Me dijo que no volvería a recomendarme ningún otro asociado, porque se había dado cuenta de que cuando iba sola me desenvolvía mejor. Y, en efecto, así ocurría, porque, preocupándome sólo de mí misma, pocas veces me veía en algún peligro, y si caía en él salía con más destreza que complicada con los actos torpes de otras personas, que quizá tenían menos pre¬visión que yo o eran más atrevidas y más impacientes, porque aunque yo tenía tanto valor como cualquiera para aventurarme, tomaba más precauciones antes de emprender algo y tenía más presencia de ánimo cuando me veía obligada a tenerlo. A veces pensaba en mi atrevimiento en otro sentido. Aunque mis compañeros eran sorprendidos y todos caían tan repentina¬mente en manos de la justicia, no podían resolverme a tomar la firme resolución de abandonar aquellas actividades, especialmen¬te teniendo en cuenta que distaba mucho de ser pobre. La tenta¬ción producida por la necesidad, que es generalmente la intro¬ducción a ese criminal comercio, había ya desaparecido, puesto que poseía cerca de 500 libras en dinero contante y sonante, con lo que podría haber vivido muy bien si me hubiese resuelto a re¬tirarme. Pero repito que no tenía la menor intención de hacerlo, como me sucedía antes, cuando no disponía más que de 200 li¬bras y no tenía ante mis ojos los terribles ejemplos de ahora. De esto resulta evidente para mí que cuando el crimen nos ha endurecido, ningún temor puede afectamos ni ningún ejemplo servirnos de advertencia. Tenía una compañera cuyo cruel destino pareció ligarse al mío durante una temporada, pero de la que pude librarme a tiempo. El caso fue verdaderamente desgraciado. Había conseguido apo¬derarme en una mercería de una pieza de buen damasco y cuando salimos de la tienda se la entregué marchándose ella en una dirección y yo en otra. Hacía muy poco que habíamos dejado el establecimiento, cuando el mercero echó en falta su pieza de tela y envió a un lado y a otro a sus dependientes, que no tar¬daron en apoderarse de mi compañera con la pieza de damasco encima. En cuanto a mí tuve la suerte de entrar en una tienda de encajes subiendo un par de escalones y tuve la satisfacción o el terror, al asomarme a la ventana al oír el escándalo que armaban, de ver a la pobre criatura arrastrada por la Policía, que no tardó en encerrarla en Newgate. Tuve buen cuidado de no intentar nada en aquella tienda re¬volviendo los géneros para dejar pasar el tiempo. Después com¬pré unas cuantas yardas de puntilla, las pagué y salí a la calle realmente entristecida por la pobre mujer que se veía en un apu¬ro por un robo que había cometido yo. También en esta ocasión quedó demostrado que mis previsio¬nes servían para mantenerme a salvo, porque siempre que come¬tía un robo acompañada no dejaba saber a quienes iban conmigo quién era ni dónde vivía, aunque en más de una ocasión trataron de espiarme para averiguarlo. Todos me conocían por mi nom¬bre de guerra de Moll Flanders, aunque algunos creían que yo no era quien presumía ser. Mi nombre era popular entre ellos, pero no sabían dónde encontrarme ni si mi barrio estaba al Este o al Oeste de la ciudad, siendo mi cautela lo que constituía mi segu¬ridad en todas aquellas ocasiones. Durante algún tiempo estuve en contacto con el caso de aque¬lla mujer. Sabía que si emprendía algo que me saliera mal y me llevaban a la prisión donde ella estaba, no tardaría en declarar contra mí y que procuraría salvar su vida a expensas de la mía. Consideré que mi nombre empezaba a ser bastante conocido en Old Bailey , y aunque no sabían cómo era yo, si caía en sus ma¬nos sería tratada como una antigua delincuente. Por esta razón me decidí a ver cuál era el destino de aquella pobre criatura antes de quitarme de en medio, y en alguna ocasión hice llegar dinero a sus manos para aliviarla en el trance en que se encon¬traba. Por fin compareció en juicio. Alegó que no era ella la que había robado la pieza, sino una tal señora Flanders, como oía que la llamaban, porque ella no la conocía, que fue la que le dio el paquete al salir de la tienda diciéndole que lo llevara a su resi¬dencia. Le preguntaron dónde estaba aquella señora Flanders, 1 pero la infeliz no pudo describirme ni dar la menor indicación de mi paradero. Los dependientes de la mercería declararon que ella se encontraba en la tienda al ser robada la mercancía, que inmediatamente la encontraron a faltar y que salieron en su per¬secución, encontrándola en su poder. Después de todo esto el tribunal la declaró culpable, pero considerando que realmente no era la persona que había robado el género, sino una cómplice inferior, y que era muy posible que no se pudiera dar con la se¬ñora Flanders, o sea, conmigo, para poder salvar su vida, teniendo en cuenta estas consideraciones, digo, tuvo a bien condenarla sólo a ser deportada, que era el castigo más suave que podía recibir en aquella circunstancia. El tribunal le dijo que si entretanto podía dar con la susodicha señora Flanders, intercedería para conseguir su indulto, esto es, que si lograba encontrarme y en¬tregarme, no sería deportada. Tuve el mayor cuidado de que esto no le fuera posible, y poco después la condenada fue condu¬cida a un barco para cumplir la pena de destierro que le había sido impuesta. He de repetir que el destino de aquella mujer me afectó pro¬fundamente y empecé a estar preocupada sabiendo que había sido la culpable de su desdicha, pero la conservación de mi propia vida, que evidentemente estaba en peligro, fue lo que me hizo que me despojara de toda ternura. Viendo que no la condenaban a muerte, me sentí satisfecha de su deportación porque esta con¬dena le impedía hacerme a mí cualquier daño, pasara lo que pasara. El destierro de aquella mujer tuvo lugar algunos meses antes del episodio que últimamente he relatado y contribuyó también parcialmente a que mi maestra me recomendara que vistiera ro¬pas masculinas para que pudiera pasar inadvertida, como lo hice. Pero no tardé en cansarme de aquel disfraz, como ya he dicho, porque en realidad me exponía a demasiadas dificultades. Me sentí libre del temor de que alguien pudiera testificar con¬tra mí, porque todos los que tuvieron algo que ver conmigo ha¬bían sido ahorcados o deportados. Se me conocía por el nombre de Moll Flanders y aunque hubiera tenido la desgracia de ser detenida diría que me llamaba de otro modo y no podrían acha¬carme mis antiguos delitos. Empecé, pues, a moverme otra vez con una mayor libertad y tuve varias aventuras afortunadas, aun¬que no de la categoría de las anteriores. Por aquel entonces se registró otro incendio en las proximi. dades de donde vivía mi maestra, y yo, como en la otra ocasión, intenté probar fortuna, pero no me anticipé a la llegada de la muchedumbre, y no solamente no pude llegar a la casa que era mi objetivo, sino que en vez de lograr una buena presa me vi ante un infortunio que estuvo a punto de poner fin, de consuno, a mi vida y a mis malas acciones. El incendio era terrible y la gente, ansiosa de salvar sus cosas, no encontraba mejor medio que arrojarlas por las ventanas, cuando una joven tiró un colchón que vino a caer encima de mí. Es cierto que siendo blando no podía romperme ningún hueso, mas su peso era tan grande que al caer sobre mi cabeza me derribó dejándome un rato como muerta. La gente no se preocupó mucho de librarme de aquel peso ni de prestarme auxilio, y así permanecí debajo del colchón un buen espacio de tiempo, hasta que alguien me ayudó a le¬vantarme. Tuve la suerte, después de todo, de que la gente de la casa incendiada no siguiera tirando cosas que inevitablemente hubieran acabado conmigo. Sin duda, estaba reservada para fu¬turas aflicciones. Aquel accidente, sin embargo, me estropeó el negocio en aque¬lla ocasión y volví a la casa de mi maestra, conmocionada y asus¬tada hasta el último grado. Pasó algún tiempo hasta que volví a estar completamente restablecida. Nos hallábamos en una época alegre del año y había empezado la feria de San Bartolomé. Nunca había dirigido mis pasos hacia aquel lugar por no ser el sitio donde se celebraba muy favorable para mí. Pero aquella vez fui a dar una vuelta por el recinto y siguiendo a la gente me encontré en un punto donde se celebraba una rifa. No tenía gran importancia para mi ni esperaba obtener ningún provecho. Pero he aquí que, de pronto, vine a dar con un caballero extremadamente bien portado y con aspecto de ser muy rico, y como en esos sitios se suele entablar conversación con una gran facilidad, él me eligió a mí y me hizo objeto de mu-chas atenciones. Primero me dijo que jugaría por mí en la rifa y así lo hizo, y habiendo sacado un pequeño objeto (creo que era un manguito de pluma), me lo regaló. Después siguió con-versando conmigo con un respeto muy poco corriente y compor¬tándose como un verdadero caballero. Continuó hablándome durante largo rato, hasta que, por últi¬mo, me llevó a pasear por el recinto y siguió charlando de mil cosas sin ningún fin determinado. Finalmente me dijo, sin cum¬plidos, que le encantaba mi compañía, y me preguntó si podía atreverse a pedirme que diera un paseo en su coche en su com¬pañía. Me aseguró que era un hombre de honor y que no iba a solicitar de mí nada que fuera impropio de él. Aparenté por un momento declinar la invitación, permití que siguiera importu¬nándome un poco más y acabé por acceder a su invitación. Al principio no acertaba a comprender cuáles eran las inten¬ciones de aquel caballero, pero me di cuenta de que estaba un poco bebido y que seguía decidido a continuar bebiendo. Me llevó en su coche al «Spring Garden», en Knightsbridge, donde paseamos por los jardines. Me trataba muy cortésmente, pero siguió bebiendo copiosamente. Me instó a que yo bebiera tam¬bién, pero yo decliné la sugerencia. Hasta aquí había cumplido su palabra y no insinuó nada fuera de lugar. Partimos de nuevo en el coche y me llevó a recorrer varias calles. Eran ya casi las diez de la noche cuando detuvo el carruaje delante de una casa donde parece ser que lo conocían y en la cual no tuvieron escrúpulo en acompañarnos escaleras arriba hasta una habitación donde había una cama. Al principio me resistía a subir, pero después de una breve discusión accedí también para ver en qué iba a acabar todo aquello y con la espe¬ranza de sacar algún provecho de la situación. En cuanto al lecho, no presté en realidad mucha atención. Entonces empezó a hablarme en un tono distinto de como me había prometido, y poco a poco yo fui cediendo hasta que, en una palabra, hizo conmigo lo que quiso. Creo que no necesito decir nada más. Entretanto, siguió bebiendo copiosamente, y a eso de la una de la madrugada volvimos de nuevo a entrar en el coche. El aire y el traqueteo del carruaje hicieron que el alcohol se le subiera más a la cabeza y quiso volver a hacer conmigo en el coche lo que había hecho antes en la cama, pero pensé que ya mi presa estaba segura. Al rechazarlo, logré que se tranquili¬zara un poco, y apenas habían pasado cinco minutos cuando se quedó completamente dormido. Aproveché la oportunidad para registrarlo concienzudamente. Le quité el reloj de oro, una bolsa de seda con dinero, la peluca, los guantes orlados de plata, la espada y una bonita tabaquera, y abriendo la puerta del coche me dispuse a apearme en marcha. Pero en una callejuela estrecha, más allá de Temple Bar, se de¬tuvo para permitir que pasara otro vehículo, y entonces me des¬licé suavemente fuera, zafándome lindamente del coche y del caballero y no volviendo a verlos más. Fue una aventura completamente inesperada y no prevista cuando decidí ir a pasear por la feria. Aunque no estaba tan lejos de la etapa placentera de la vida para no saber cómo comportar¬me cuando un mentecato, cegado por sus apetitos, no sabía dis¬tinguir una mujer madura de una joven, no era excesivamente vieja con mis diez o doce años de más, pero tampoco podía pasar por una mozuela de diecisiete años y era muy fácil advertirlo. No hay nada tan absurdo, tan cargante y tan ridículo como un hom¬bre con los vapores del vino en su cabeza y el arrebato en la san¬gre de unas inclinaciones torcidas. Se encuentra poseído a la vez por dos demonios y no puede regirse por la razón, de la misma manera que un molino no puede moler sin agua. El vicio destru¬ye todo lo que pueda haber de bueno en él, si es que hay algo, y cegado por su ardiente deseo comete toda clase de tonterías, como beber más cuando ya está borracho y elegir una mujer vulgar, sin tener en cuenta quién es o lo que es, si está sana o enferma, si es limpia o sucia, fea o guapa, joven o vieja, pues no puede darse cuenta de nada. Un hombre así es peor que un loco suelto. Impulsado por los dictados de su mente viciosa y corrom¬pida, no sabe lo que se hace, como no lo sabía aquel infeliz con el que me tropecé y al que despojé de su reloj y de su dinero. Estos son los hombres de quienes dice Salomón: «Van como va un buey al matadero hasta que una flecha les atraviesa el híga¬do.» Admirable descripción, por cierto, de la terrible enferme¬dad, porque es un mal veneno y letal que se mezcla con la san¬gre y cuyo centro u origen está en el hígado. Desde ahí con la rápida circulación de todo el conjunto, la repugnante infección pasa por el hígado, destroza el espíritu y hiere las entrañas como con una flecha. Es cierto que aquel incauto desventurado no corrió el menor peligro conmigo, aunque al principio tuve cierto recelo del que podría yo correr con él. Pero en determinado aspecto merecía ser compadecido, pues parecía ser un buen hombre, un caba¬llero que no intentaba hacer daño alguno, un hombre sensible, de muy buena conducta, de aspecto distinguido, continente ro¬busto, rostro agradable y todo lo que puede satisfacer a cualquie¬ra, sólo que la noche anterior se la había pasado bebiendo y no en la cama, como me aseguró cuando estábamos juntos, y su san¬gre se encontraba ardiendo, y en estas condiciones su razón, que estaba como dormida, lo había traicionado. En cuanto a mí, la finalidad que me guiaba era su dinero y todo lo que pudiera sacar de él. Después, si hubiera tenido me¬dios para hacerlo, lo hubiese mandado sano y salvo a su hogar y a su familia, porque bien se podía apostar doble contra sencillo que tenía una esposa honrada y unos hijos inocentes, ansiosos por su seguridad y que les hubiera gustado verlo en su hogar y cuidarlo hasta que se restableciera. ¡Y después de aquello, con qué vergüenza y remordimiento pensaría en lo que había hecho! ¡Cómo se reprocharía haberse acostado con una prostituta, con una mujer encontrada en la feria, entre la hez y la escoria de la ciudad! ¡Con qué horror pensaría que tal vez podía haberle con¬tagiado una enfermedad, que la flecha le hubiese atravesado el hígado y cómo se odiaría al mirar hacia atrás por su locura y la indignidad de su vicio! Si poseía algunos principios del honor, y es de creer que los tuviese, lamentaría haber cedido a aquella tentación abandonando a su recatada y virtuosa esposa y adqui¬riendo quizás el morbo de un contagio que envenenaría la sangre de sus descendientes. Si estos hombres supieran los despreciables pensamientos que inspiran a las mujeres que tienen tratos con ellos, sería un freno para ellos. Como ya he dicho en una ocasión, estas mujeres no tienen ninguna inclinación por el placer, no han sido educadas para amar al hombre, son pécoras pasivas que no valoran el de¬leite sino el dinero. Y cuando el hombre se encuentra borracho en el éxtasis de su estúpido placer, ellas les registran los bolsi¬llos para ver lo que pueden encontrar, de lo cual el hombre es tan insensible en el momento de su locura, como incapaz de pen¬sar lo que hacía con anticipación, cuando iba tras ello. Conocí a una mujer que fue tan hábil con cierto individuo, que realmente no merecía ser tratado mejor, que mientras esta¬ba entretenido con ella en cierta forma, le quitó la bolsa, que contenía veinte guineas, del bolsillo del chaleco, donde se la había metido desconfiando de ella, y en su lugar le colocó otra bolsa que contenía fichas redondas doradas. Después que hubo terminado con ella, le preguntó: -Supongo que no me habrás robado la bolsa. La mujer bromeó con él diciéndole que no creía que tuviera mucho que perder. El tanteó con sus dedos el bolsillo del cha¬leco y al ver que la bolsa seguía en su sitio sonrió satisfecho, y de esta manera ella se quedó con el dinero. El negocio que tenía consistía en eso. Guardaba en su bolsillo un reloj de imitación de oro y una bolsa de fichas y daba el cambiazo en tantas ocasio¬ nes como se le presentaban. Llegué a casa con mi último botín y se lo enseñé a mi maestra, y cuando le conté lo ocurrido se afectó tanto que apenas pudo evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos al pensar que un ca¬ballero tan cumplido corría diariamente el riesgo de perderse cada vez que unas copas de vino se le subían a la cabeza. Pero al ver los muchos objetos de que me había apoderado, me dijo que aquello le complacía sobremanera. -El trato que le habéis dado hará más para que se enmiende que todos los sermones que pueda haber escuchado en su vida. Y si el resto de la historia es verdad, así fue. El día siguiente vi que se preocupaba mucho por la identidad de aquel caballero. La descripción que le hice de él, de su rostro, de su vestido, de su persona, todo coincidía para hacerle creer que se trataba de un caballero al que conocía, así como a su fa¬milia. Se había quedado muy pensativa e insistiendo sobre aquella característica, saltó y me dijo: -Apostaría cien libras a que conozco a ese caballero. -Lo siento -le repliqué-, porque por nada de este mundo quisiera ser yo la que lo descubriera. Ya le he -causado bastante daño y no deseo ser instrumento para ocasionarle más. -Os aseguro que tampoco yo le haré ningún daño, pero de¬béis dejarme que satisfaga un poco mi curiosidad, porque si es él, podéis creer que lo descubriré. Me sobresaltó un poco oírla hablar así y le dije, con una preo¬cupación aparente en mi semblante, que pensando de aquella forma, también podría él tratar de descubrirme y en tal caso podría considerarme perdida. -¿Por qué pensáis que yo pueda traicionaros, hija mía? -me replicó con calor-. No lo haría ni por todo lo que él pueda valer en el mundo. Os he guardado secretos más importantes que éste, de modo que podéis seguir confiando en mí. Yo entonces no le dije nada más. Ella organizó sus planes de otra forma, y sin hacerme partíci¬pe de ellos se dispuso a aclarar el asunto. Con este fin visitó a un amigo suyo, que tenía amistad con la familia de la que sospe¬chaba y le dijo que tenía un gran negocio entre manos con el tal caballero, que por cierto era nada menos que barón y de muy buena familia, pero que no sabía cómo llegar hasta él sin que alguien la presentara. Su amigo le prometió en seguida ayudarla en lo que le pedía y, de acuerdo con ello, se dirigió a la casa del caballero para ver si se encontraba en aquellos momentos en la ciudad. El día siguiente visitó a mi maestra diciéndole que sir... esta¬ba en su casa, pero que le había sucedido una desgracia y se en¬contraba enfermo de cuidado, razón por la que no podía hablar con él. -¿Qué desgracia le ha acaecido? -le preguntó-mi maestra fingiendo sorprenderse. -Pues que había ido a visitar a otro caballero amigo suyo que residía en Hampstead y cuando regresaba, fue atacado y robado. Y como al parecer había bebido un poco, los malhechores lo atropellaron hiriéndole. -¿Robado? -inquirió mi maestra-. ¿Y qué es lo que le quitaron? -Su reloj de oro,. la tabaquera del mismo metal, su hermosa peluca y todo el dinero que llevaba encima, que podéis contar que sería bastante, porque sir... no sale nunca sin llevar consigo una bolsa llena de guineas. -¡Bah! -exclamó mi maestra en tono de burla-. Me pare¬ce que lo que le sucedió fue que se emborrachó, cayó en manos de una prostituta y ésta lo desvalijó y ahora va a su mujer con el cuento de que le han atracado. Es una impostura corriente. Cada día se cuentan a las pobres esposas historias parecidas. -¡Quitad allá! -le dijo el amigo-. Habláis de esa forma porque no conocéis a sir... Es un caballero cumplido y en toda la ciudad no podría encontrarse un. hombre más sobrio, serio y moderado que él. Odia esas cosas, y nadie que lo conozca puede pensar semejantes cosas de él. -Bueno, bueno, no es asunto de mi incumbencia, pues si lo fuera, no nos sería difícil descubrir algo de lo que os he dicho en este caso. Porque a veces esos hombres moderados, a juicio de la mayoría, no son mejores que los demás y lo que sucede es que saben fingir mejor o, si queréis decirlo de otra forma, que son unos hipócritas más perfectos. -No, no -le dijo su amigo-. Os puedo asegurar que sir... no es un hipócrita. Se trata verdaderamente de un hombre muy formal y en su juicio, y la verdad es que fue atracado. -Está bien, puede ser así. Esto no es asunto mío. Lo único que quiero es hablar con él. Mi asunto es de otra naturaleza. -Sea de la naturaleza que sea el asunto que os hace buscarle, no le podéis ver todavía porque está bastante enfermo y sufre muchas contusiones. Debió de caer el pobre en muy malas ma¬nos. -¿Y dónde está herido? -preguntó mi maestra poniéndose un tanto seria. -Pues en la cabeza, en las manos y en el rostro, porque parece ser que los bandidos que lo atracaron debieron de tratarle de una forma despiadada. -¡Pobre caballero! -contestó mi maestra-. No cabe duda entonces que debo de esperar a que se reponga. Espero que no tarde mucho porque tengo verdadera precisión de hablar con él. Mi maestra volvió a mi lado y me contó la historia. -He encontrado --dijo- a vuestro caballero, que por cier¬to es un señor de campanillas y se encuentra d pobre en un gran apuro. Me pregunto qué demonios le hicisteis que casi lo habéis matado. Mi aspecto debió de traducir el asombro que me embargaba. -¡Cómo que casi lo he matado! -exclamé-. Sin duda ha¬béis dado con otra persona Estoy segura de no haberle hecho nada. Cuando lo dejé estaba perfectamente, aunque borracho y dormido. -No sé nada de eso, pero es verdad que se encuentra muy mal. Y entonces me contó todo lo que le había dicho su amigo sobre el particular. -Entonces debió de caer en malas manos después de dejarlo yo, pues cuando me marché estaba bien. Diez días más tarde o poco más, mi maestra fue de nuevo a ver a su amigo para que le presentara el caballero. Había inquirido noticias por otros conductos y se había ente¬rado de que estaba mejor, aunque no bien del todo, y había obte¬nido permiso para poder hablar con él. Era una mujer de una habilidad extraordinaria y, en realidad, no quería ser presentaba por nadie. Me contó lo que pasó mu¬cho mejor de lo que yo puedo hacerlo, pues, como ya he dicho, era mujer de mucha labia. Cuando estuvo ante él le dijo que, aunque era una desconocida, se presentaba con el solo designio de prestarle un servicio y que ya tendría ocasión de ver que no le guiaba ningún otro fin. Le rogó que le prometiera que si no aceptaba lo que iba a proponerle, no tomara a mal que se mez¬clara en una cosa que no era asunto suyo. Le aseguró que lo que tenía que decirle era un secreto que solamente a él pertene¬cía, y tanto si aceptaba como si no aceptaba su ofrecimiento, continuaría siendo un secreto para el mundo entero, a menos que él lo divulgase. Si rechazaba sus servicios, no por ello sentiría menos respeto hacia él, no causándole el menor daño, así que estaba en completa libertad de tomarlo como quisiera. Al principio él se mostró muy cauteloso diciendo que no sabía que hubiera nada relacionado con él que requiriera guardar el secreto; que nunca había hecho daño a nadie por lo que no le importaba lo que pudiera decir de él; que no entraba en su ca¬rácter ser injusto con nadie, y que no podía imaginar que nadie pudiera hacerle servicio alguno; pero que si ella estaba empeña¬da en rendirle el que decía, no lo tomaría a mal, así es que la deja¬ba en completa libertad de decirle o no lo que pretendía. Ella lo encontró tan indiferente que casi sintió miedo de me¬terse en harina. Sin embargo, después de algunos circunloquios, le dijo que, por una extraña e increíble casualidad, había llegado a su particular conocimiento la última y dolorosa aventura en que recientemente había caído y de tal forma que no había nadie más en el mundo que lo supiera, aparte de los dos, y ni siquiera con el debido detalle la persona que había estado con él. Al principio él se mostró disgustado. -¿A qué aventura os referís? -preguntó. -A la del robo de que fuisteis víctima cuando regresabais de Knightsbr... de Hampstead, quiero decir, caballero. No os extrañe que pueda deciros paso a paso todo lo que hicisteis desde el recinto de Smithfield hasta el «Spring Garden» en Kñightsbridge y de allí hasta la calle... y cómo, después, fuisteis aban¬donado dormido en vuestro coche. Os digo que no os sorpren¬dáis porque no he venido a sacaros nada ni nada os pido y os aseguro que la mujer que estuvo con vos ignora quién sois y no lo sabrá nunca. Tal vez os pueda prestar el servicio que he dicho, ya que no he venido simplemente a informaros de todas estas cosas, como si quisiera que comprarais mi silencio. Os puedo ase¬gurar, caballero, que sea lo que sea lo que podáis hacer o pensar sobre el particular y sea lo que sea lo que me digáis, quedará tan secreto como ahora, como si yo estuviese en la tumba. El caballero se quedó atónito ante su discurso y le dijo grave¬mente. -Señora, sois para mí una completa desconocida, pero es ver¬daderamente lamentable que participéis de un secreto de la peor de las acciones que he cometido en mi vida y de la que estoy jus¬tamente avergonzado, siendo la única satisfacción que experimen¬taba la convicción de que solamente era conocido por Dios y por mi propia conciencia. -Os ruego, caballero -contestó mi maestra-, que tengáis el convencimiento de que no debéis de contar el descubrimiento que yo he hecho como parte de vuestra desgracia. Creo que fue una cosa en la que debisteis de caer por sorpresa, y que quizás aquella mujer usó de alguna artimaña para incitaros a ello. No encontraréis ocasión de arrepentiros porque yo me haya ente¬rado del asunto ni vuestra propia boca permanecerá más cerrada que la mía ahora y siempre. -Está bien, pues entonces permitidme que haga justicia a la mujer que estuvo conmigo. Os aseguro que no me incitó a nada y que más bien me rechazaba. Fue mi propia locura la que me arrastró y, ¡ay!, la que arrastró a ella también. Debo de recono¬cerlo así. En cuanto a lo que me quitó, no podía esperar otra cosa de ella en las condiciones en que me encontraba, aunque a punto fijó no sé tampoco si fue la mujer ó el cochero quien me despojó. Si fue ella se lo perdono y creó que cualquier caballero haría lo mismo. Pero me interesan otras cosas más que lo que pudiese haberse llevado de mí. Mi maestra entró entonces de llenó en el asuntó y él se fran¬queó completamente con ella. En primer lugar, y con referencia a lo que de mí había dicho, le manifestó lo siguiente: -Celebró mucho, caballero, que hayáis rendido justicia a la persona que estuvo con vos. Os aseguró que es una verdadera señora y no una mujer de la calle, y por más que consiguierais de ella lo que os proponíais, estoy segura de que no entra en sus costumbres. Corristeis, verdaderamente, una gran aventura, ca¬ballero, pero si esta parte constituye algo de la inquietud que os domina, podéis estar completamente tranquilo, porque me atrevo a aseguraros que ningún otro hombre la había tocado antes que vos, a excepción de su esposo, fallecido hace casi ocho años. Parece ser que era ésta su principal preocupación y que se encontraba verdaderamente atemorizado a causa de ello. Así que cuando mi maestra le comunicó aquello, pareció hallarse muy complacido y le dijo: -Pues bien, señora, si he de ser completamente franco con vos, después de lo que acabó de escuchar, doy por bien perdido todo lo que perdí, pues considero que la tentación era grande, y si fue ella quien me robó tal vez lo hizo porque era pobre y lo necesitaba. -Si no hubiera sido pobre, sir -contestó mi maestra- po¬déis estar bien seguro de que nunca hubiese cedido a vuestros de¬seos, y esa misma pobreza debió de prevalecer en ella y se justi¬ficó pensando que, en las condiciones en que os encontrabais, el despojo de que os hizo víctima lo hubiera llevado a cabo cual¬quier cochero ó portador de silla de postas. -Es posible, y hasta deseo que le sirva de provecho. Vuelvo a repetiros que todos los caballeros que hacen estas cosas debe¬rían obtener el mismo resultado que yo; tal vez entonces les sir¬viera de escarmiento. Lo único que me inquietaba era el detalle que vos me habéis aclarado antes. Al llegar a este punto, empezó a hablar con cierto desparpajó de lo que había ocurrido entre él y yo, tema no muy adecuado para que una mujer escriba sobre el mismo, y del miedo cerval que le acometió al pensar que yo hubiera podido contagiarle al¬guna enfermedad y que él la hubiese propagado más tarde. Por último, preguntó si mi amiga podía proporcionarle una oportu¬nidad para hablar conmigo. Mi maestra le garantizó que yo era una mujer limpia y llena de salud y de que en este aspecto él po¬día considerarse tan seguro como si se hubiera acostado con su propia esposa, pero en cuanto a lo de verme díjole que podría traer peligrosas consecuencias. No obstante, prometióle que hablaría conmigo y le daría a conocer mi respuesta, todo ello sin dejar de emplear argumentos para persuadirle en contra de sus deseos e insistiendo en que no sería prudente para él. Le dijo también que esperaba que se abstuviese de reanudar unas relaciones con¬migo, porque por lo que a mí se refería, equivalía a poner mi vida en sus manos. El caballero afirmó que tenía muchas ganas de verme y que daría toda clase de garantías con respecto a no aprovecharse de mí, y que ante todo me absolvería de toda clase de acusaciones. Mi maestra le previno que todo aquello podía conducir a una ma¬yor difusión del secretó, y al final resultarle funesto y le rogó que no insistiera sobre este particular, Por último consiguió ha¬cerle desistir de su empeñó. A continuación cambiaron algunas palabras acerca de los ob¬jetos que él había perdido, y el caballero se mostró muy intere¬sado por su reloj de oró, asegurando a mi maestra que si ella conseguía recuperarlo le entregaría de buena gana tanto dinero como le había costado. Ella contestó que haría cuanto estuviera en su manó para devolvérselo y que dejaría que él cuidase de va¬lorarlo. El día siguiente mi maestra le llevó el reloj y él le entregó treinta guineas a cambió del mismo, cantidad superior a la que yo hubiese podido obtener por él, aunque me parece que valía mucho más. Hablóle también de su peluca que, según él, había costado sesenta guineas y de su caja de rapé, y pocos días después ella le llevó Tos dos objetos. El caballero mostró gran satisfacción y dio a mi aya otras treinta guineas. El día siguiente yo le mandé gratuitamente su magnífica espada y su bastón. No le pedí nada a cambió, pero en cuanto a verlo seguí manteniendo mi negativa. Más tarde quiso sostener una larga conversación con mi maes¬tra para enterarse de cómo había llegado a sus oídos aquel asun¬tó. Ella compuso una larga historia sobre aquel tema y le contó que lo había sabido por cierta persona a la que yo había referido todos los pormenores con objeto de que dicha persona me ayu¬dase a disponer de sus bienes. Después mi confidente le entregó todos los objetos a ella, pues su oficio era el de prestamista. Al enterarse del desastre acaecido a Su Señoría, presintió lo que en realidad había ocurrido y puesto que aquellos objetos obraban ya en su poder, decidió ir a verlo sin perder tiempo. A continuación, le aseguró repetidas veces que nadie se iba a enterar nunca de nada a través de ella y aunque conocía mucho a la mujer en cues¬tión, refiriéndose a mí, nunca le revelaría la identidad del caba¬llero. No es necesario decir que nada de esto era verdad, pero tampoco había perjuicio alguno para él, puesto que yo nunca conté lo ocurrido a nadie. Eran muchas las ideas que se anidaban en mi cabeza acerca de una nueva entrevista con el caballero y muchas veces lamenté haberle opuesto mi negativa. Estaba segura que de haberlo visto y haberle hecho saber que estaba enterada de su nombre, hubiese obtenido no pocas ventajas por su parte, y quizás incluso alguna pequeña pensión. Aunque ello hubiese representado una existen¬cia no exenta de zozobras, por lo menos no habría estado tan llena de peligros como la que había llevado hasta aquellos momentos. Sin embargo, estos pensamientos fueron desapareciendo y se¬guí negándome a verle, pero mi maestra siguió visitándolo a me¬nudo y él se mostraba muy amable con ella haciéndole algún ob¬sequio cada vez que la veía. En cierta ocasión ella lo encontró muy alegre y llegó a pensar que el vino se le había subido a la cabeza, y él permitiera ver a aquella mujer que, según dijo, tanto le había gustado aquella noche, de modo que mi maestra, que desde un principio apoyaba sus pretensiones, le dijo que puesto que mostraba tantos deseos, casi se inclinaba a su favor con tal de que lograra convencerme a mí. Añadió también que si se servía ir a su casa aquella noche, ella trataría de conseguirle una entrevista confiando en sus repetidas promesas de olvidar lo pa¬sado. Por tanto, mi maestra vino a verme y me refirió toda la con¬versación. Para abreviar diré que no tardó en arrancarme el con¬sentimiento para algo de lo que estaba arrepintiéndome ya de haberme negado al principio, de modo que me, preparé para entrevistarme con él. Me vestí con todo el cuidado posible, pue¬do asegurarlo, y por primera vez utilicé algunos toques artísticos. Digo por primera vez, pues nunca había llegado a la bajeza de pintarme, no habiéndome faltado nunca la vanidad suficiente pa¬ra creer que no tenía necesidad de ello. El vino a la hora convenida, y tal como había dicho mi maes¬tra y seguía siendo evidente, había estado bebiendo, aunque ni por asomo se acercaba a lo que podríamos calificar de embria¬guez. Pareció muy contento de verme e inició una larga parrafa¬da acerca del ya pasado asunto. Le presenté repetidas veces mis excusas y le aseguré que no tenía ningún propósito de cogernada cuando lo conocí y que no me había enfadado con él, pues lo tenía por un caballero de finos modales y no olvidaba sus in¬sistentes promesas de mostrarse cortés conmigo. El alegó que había bebido mucho y que apenas sabía lo que hacía, y que de no haber sido por ello, nunca se hubiera permi¬tido tomarse las libertades que se había tomado conmigo. Me aseguró que nunca había tocado más mujer que a mí desde que se había casado y que ello le causó una sorpresa; me dedicó cum¬plidos por haberle resultado tan agradable, y otras lindezas por el estilo, y tanto abundó en este tema que advertí que la con¬versación lo había puesto en camino de volver a hacer lo mismo. Pero lo atajé con brusquedad y juré que nunca había permitido que hombre alguno me tocase desde que murió mi marido, de lo cual hacía ya ocho años. El dijo que me creía y añadió que mi amiga le había confiado esta intimidad y que esto era precisa¬mente lo que le había dado tantos deseos de volver a verme, y que puesto que ya había truncado una vez su virtud conmigo, sin sufrir malas consecuencias, no corría peligro al aventurarse de nuevo. En resumidas cuentas, ello condujo a lo que yo esperaba y que no puede ser relatado. Mi maestra lo había previsto lo mismo que yo, y por tanto lo llevó a una habitación en la que no había una cama, pero que daba a una alcoba en la que sí la había. Allí nos retiramos el caballero y yo para pasar la velada, y después de un rato, él se acostó y durmió toda la noche. Yo me retiré en seguida, pero por la mañana volví sin haberme vestido y me acosté a su lado el tiempo restante. Por tanto, como aquí puede verse, el haber cometido una vez un delito constituye un lamentable antecedente para volver a perpetrarlo; todo remordimiento y reflexión se borran cuando la tentación redobla. Si no hubiese cedido ante él otra vez, su corrompido deseo se hubiera desvanecido, y es muy probable que nunca hubiera caído en él con nadie más, como no había he¬cho antes, como creo de veras. Cuando se marchaba, le dije que esperaba que estuviese segu¬ro de no haber sido robado otra vez. Me contestó que estaba tranquilo a este respecto y que volvía a confiar en mí, y metién¬dose la mano en el bolsillo me dio cinco guineas, el primer dinero que ganaba de aquel modo desde hacía muchos años. Volví a ser visitada por él, pero nunca se inclinó hacia una manutención regular, que es lo que a mí me habría agradado. En cierta ocasión, por cierto, me preguntó cómo me ganaba la vida. Yo le contesté con rapidez y le aseguré que nunca había hecho lo que hacía con él, sino que trabajaba como costurera y que apenas podía defenderme. Dije también que a veces hacía más de lo que podía y que mi trabajo era muy duro. Pareció pesaroso al pensar que él había sido el primero en llevarme por aquel sendero, y me dijo que nunca había pensado hacer tal cosa. Le causaba cierta impresión haber sido la causa de su propio pecado y del mío también. A veces expresaba tam¬bién tales reflexiones sobre el propio delito, y sobre sus particu¬lares circunstancias con respecto a sí mismo, y explicaba cómo el vino lo había inducido a estas inclinaciones y cómo el diablo lo había conducido hasta aquel lugar y hallado un objeto para ten¬tarle, y entonces se convertía en un tratado de moral. Cuando estos pensamientos predominaban en él, se marchaba y a veces no volvía en un mes o aun más tarde, pero después, cuando se debilitaba su voluntad, la flaqueza volvía a vencer y entonces venía dispuesto a encenagarse de nuevo. Así vivimos algún tiempo, y aunque no me mantuvo con todas las de la ley, como suele decirse, nunca dejó de mostrarse generoso y darme lo suficiente para que pudiera vivir sin trabajar y, lo que era aún mejor, sin tener que volver a ejercer mi antiguo oficio. Pero también este asunto tocó a su fin. Apenas transcurrido un año advertí que no venía tan a menudo y, por último, se mar¬chó para siempre sin ninguna clase de despedida desagradable o desgarradora. Así concluyó aquel breve acto de mi existencia, que no tuvo para mí muchas consecuencias y que añadió mayor peso a mi remordimiento. Sin embargo, durante aquel intervalo me quedé casi siempre en casa; por lo menos, como estaba bien provista no tuve nin¬guna aventura, o mejor dicho, no la tuve durante los tres prime¬ros meses de dejarme él. Pero después, descubriendo que mis fon¬dos empezaban a disminuir y no estando dispuesta a gastar mis reservas pensé otra vez en mi antiguo oficio y en dar un vistazo a las calles, y mi primer paso fue bastante afortunado. Me había vestido con unas ropas muy sencillas. Como conta¬ba con diversos atuendos para presentarme en público, me había puesto un traje de tela basta, un delantal azul y un sombrero de paja, y me había situado junto a la puerta de la «Posada de las Tres Copas», en St. John Street. Eran muchos los arrieros que acudían a aquella posada, y las diligencias que iban a Barnet, Totteridge y otras localidades paraban siempre en la calle al atardecer, mientras se disponían a partir, de modo que yo estaba dispuesta para aprovechar cualquier ocasión que pudiera pre¬sentarse. Mi intención era la siguiente: la gente suele llevar far¬dos y pequeños paquetes y utilizar a los mensajeros y las diligen¬cias para que los transporten hasta sus puntos de destino en el campo, y es usual que esperen en ellas las mujeres, las esposas o las hijas de los faquines para llevar los paquetes a las personas que emplean sus servicios. Aunque parezca extraño, ocurrió que mientras yo esperaba junto a la entrada de la posada, una mujer que hasta entonces también había estado allí, y que era la esposa de un mozo perte¬neciente a la diligencia de Barnet, al observar mi presencia me preguntó si esperaba alguna de las diligencias. Le contesté que si, que esperaba a mi señora que venía para marcharse a Barnet. Preguntóme quién era mi dueña y yo repliqué el primer nombre que pasó por mi cabeza pero, al parecer, acerté el nombre de una familia que vivía en Hadley, casi al lado de Barnet. No le dije nada más, ni ella a mí durante un buen rato, pero después, al llamarla alguien desde una puerta cercana, me rogó que si alguien preguntaba por la diligencia de Barnet me acer¬cara y la avisara desde la puerta de la casa, que me pareció ser una taberna. Contesté que lo haría con mucho gusto y ella se alejó. Apenas se hubo marchado llegó una criada con un niño, ja¬deando y sudando, y preguntó por la diligencia de Barnet. Yo contesté en seguida: -Es aquí. -¿Eres de la diligencia de Barnet? -inquirió. -Sí, querida-contesté yo-. ¿Qué se te ofrece? -Quiero dos plazas para dos viajeros. -¿Y dónde están? -le dije. -Ahí está la niña. Me harás un favor si la metes dentro del coche, mientras yo voy a buscar a mi señora. -Pues date prisa, querida -dije-, pues esto no tardará en llenarse. La criada llevaba un gran fardo debajo del brazo. Dejó a la niña en el carruaje y yo le advertí: -Será mejor que dejes también este paquete. -No -contestó-, tengo miedo de que alguien pudiera qui¬társelo a la niña. -Déjamelo a mí, pues -sugerí-, y yo lo guardaré. -Está bien, pero ten mucho cuidado. -Respondería de él, aunque valiera veinte libras -dije. -Tómalo, pues erijo la criada antes de marcharse. Apenas tuve el fardo en mi poder y la criada se perdió de vista, me dirigí a la taberna en la cual se hallaba la mujer del faquín, pues de haberla encontrado me hubiese limitado a entregarle el paquete y a pasarle el recado como si yo me dispusiera a marchar¬me y no pudiera quedarme por más tiempo, pero como no di con ella, me marché de allí y adentrándome en Charterhouse Lane, atravesé Charterhouse Yard, entré en Long Lane, después me metí en Bartholomew Close, crucé Little Britain, y pasando por el Hospital Bluecoat llegué a Newgate Street. Para evitar que alguien me reconociera, me despojé de mi delantal azul y con él envolví el fardo, que estaba cubierto con un trozo de percal estampado muy chillón. Metí también en el fardo el sombrero de paja y me puse el lío sobre la cabeza, pre¬caución que resultó muy acertada, pues al pasar delante del Hos¬pital Bluecoat, me topé nada menos que con la criada que me había confiado el paquete. Al parecer, se dirigía con su señora, a la que había ido a buscar, hacia la diligencia de Barnet. Vi que caminaba apresuradamente y yo no tenía interés algu¬no en detenerla. Por tanto, se alejó y yo llegué muy sana y salva a mi casa para entregar el fardo a mi maestra. No contenía dine¬ro, ni plata ni joyas, pero sí un soberbio traje de damasco indio, una bata y unas enaguas, una cofia y unos encajes de Flandes, con bastante ropa interior y otros artículos cuyo valor supe apre¬ciar. Esta artimaña no era invento mío, sino que me la explicó cier¬ta persona que la había practicado con éxito, y mi maestra se complació mucho con ella. En realidad, la llevé a cabo varias veces, aunque nunca la repetí en el mismo lugar. La vez siguiente la probé en «White Chapel», en la esquina de Petticoat Lane, donde paran los carruajes que van a Stratford and Bow y sus al¬rededores, y otra vez en el «Flying Horse», junto a Bishopgate, donde esperaban entonces las diligencias de Cheston. Y siempre tuve la fortuna de volver a casa con algún botín. En otra ocasión me situé frente a un almacén del muelle donde atracan los barcos del Norte, de Newcastle-upon-Tyne, Sunderland y otros lugares. Una vez allí y estando cerrado el almacén llegó un joven con una carta y reclamó una caja y un cesto procedentes de Newcastle-upon-Tyne. Le pregunté si tenía los comprobantes necesarios y él me enseñó la carta que debía ser¬virle para reclamarlos y una relación del contenido. La caja es¬taba llena de ropa blanca y el cesto contenía cristalería. Leí la carta y tuve buen cuidado en fijarme en el nombre, las marcas, el nombre de la persona que remitía el género y el del que tenía que recibirlo, y rogué al joven que volviera por la mañana, pues¬to que el encargado del almacén no volvería en toda la noche. Me alejé de allí en seguida y después de obtener recado de escribir en una posada, redacté una carta de míster Richardson, Newcastle, a su querida prima Jemmy Cole, en Londres, con una lista de lo que mandaba en aquel barco, pues recordaba al dedillo todos los detalles: tantas piezas de alemanisco, tantas anos de tejido de Holanda en una caja y un cesto de vasos de cris¬tal fino de la cristalería de míster Henzill, indicando también que la caja ostentaba la marca I.C. No. 1, y que el cesto llevaba la dirección en una etiqueta atada al mismo. Una hora más tarde, volví al almacén, busqué al guardián y, sin escrúpulo alguno, lo¬gré que el envío en cuestión pasara a mi poder. El valor de las ropas de lino era de unas veintidós libras. Podría llenar todo este libro con gran variedad de aventuras parecidas, con nuevos trucos inventados casi a diario y que yo ponía en práctica con gran destreza, y siempre con buenos re¬sultados. Por fin, como el cántaro que se rompió de tanto ir a la fuente, me metí en algunos líos de poca importancia que, a pesar de no afectarme de un modo fatal, me dieron a conocer, lo cual, des¬pués de ser reconocida como culpable, era lo peor que pudiera sucederme. Había adoptado un disfraz a base de unas tocas de viuda; no tenía ningún designio especial, pero esperaba lo que pudiera presentarse, como tan a menudo solía hacer. Y ocurrió que mien¬tras pasaba por la calle en Covent Garden, se oyeron unos grites estridentes de: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» Al parecer, algunas artistas habían hecho una jugarreta a un tendero y, al verse per¬seguidas, unas tomaron una dirección y las demás otra. Según dijeron, una de ellas llevaba ropas de luto, como si fuera una viuda, por lo cual la muchedumbre la emprendió conmigo y mientras algunos decían que yo era la culpable, otros aseguraban que no. Acudió inmediatamente el dependiente del mercero y juró en voz alta que yo era la persona que andaba buscando y se apoderó de mí. Sin embargo, cuando llegué arrastrada por la multitud a la tienda del mercero, él dijo con toda seguridad que yo no era la mujer que había estado en su tienda, y me habría soltado en seguida si otro individuo no hubiera dicho grave¬mente: -Es mejor esperar que vuelva el dependiente, pues él la ha reconocido. Por tanto, me retuvieron allí a la fuerza durante casi media hora. Habían llamado a un alguacil y éste se quedó en la tienda custodiándome. Hablando con él le pregunté dónde vivía y a qué se dedicaba. Sin poder prever lo que ocurriría después, el hom¬bre me dijo su nombre y su oficio, así como su dirección, y con un gesto de desafío añadió que ya tendría ocasión de saber su nombre cuando ingresara en «Old Bailey». También algunos de los dependientes se insolentaron conmi¬go y me costó bastante trabajo lograr que me quitaran las manos de encima. Cierto es que el propietario se mostró mucho más cortés que ellos, pero no me permitió marcharme a pesar de que aseguraba no poder decir que yo hubiera estado antes en su tienda. Empecé a mostrarme indignada y le dije que esperaba que no tomase a mal que yo adoptara medidas legales contra él en otra ocasión y que deseaba poder mandar a buscar a ciertos amigos míos para que se me hiciera la debida justicia. Me replicó que no podía concederme aquella libertad y que podría reclamarla cuando compareciese ante el juez. Añadió que, en vista de mis amenazas, se ocuparía de mí y que me pondría a buen recaudo en Newgate. Le dije que él tenía los triunfos en la mano en aque¬llos momentos, pero que no tardarían en volverse las tornas, y dominé mi carácter tan bien como me fue posible. Sin embargo, pedí al policía que llamase a un faquín, cosa que cumplió, y en¬tonces pedí pluma, tinta y papel, pero no me entregaron ninguna de las tres cosas. Pregunté al mensajero su nombre y sus señas, y el pobre hombre me contestó de buen grado. Le rogué que ob¬servara y recordase el modo como yo era tratada allí y que se fijara en que me retenían por la fuerza. Añadí que desearía su testimonio en otro lugar y que él no saldría perdiendo al hablar. El mensajero dijo que me serviría con su mejor voluntad. -Pero, señora -me dijo-, quisiera oír como se niega a dejaros marchar, de este modo podría hablar después con mayor claridad. Al oír estas palabras, me dirigí en voz alta al dueño de la tien¬da, diciéndole: -Caballero, en el fondo de vuestra conciencia sabéis que yo no soy la persona que andáis buscando y que no he estado antes en vuestra tienda. Por tanto os exijo que no me retengáis por más tiempo. De lo contrario, servíos explicar el motivo de mi detención. El hombre pareció más enojado que nunca al oír mi deman¬da y contestó que no haría nada hasta que lo creyese conve¬niente. -Muy bien -dije, dirigiéndome al policía y al faquín-, me haréis el favor de recordar estas palabras en una futura ocasión, caballeros. El faquín asintió y el policía demostró su preocupación y qui¬so persuadir al mercero para que le permitiera marcharse y me soltase a mí, puesto que, como él mismo había dicho, no creía que yo fuese la persona buscada. -Mi buen señor -le dijo el mercero con tono insultante-, ¿sois el juez o un sencillo alguacil? Yo os he encargado su cus¬todia y os ruego que cumpláis con vuestro deber. Un poco turbado, pero con gran dignidad, el alguacil le con¬testó: -Sé cuál es mi deber y quién soy yo, señor, pero dudo que vos sepáis lo que estáis haciendo. Cambiaron otras palabras ásperas y, entretanto, un dependien¬te atrevido y de baja estofa me maltrató bárbaramente, y otro, el mismo que me había detenido, con el pretexto de registrarme, me puso las manos encima. Le escupí en pleno rostro, llamé al algua¬cil y le rogué que tomara nota de los malos tratos que se me habían infligido. -Os ruego, señor alguacil -le dije-, que toméis también el nombre de este villano. Mientras hablaba señalaba a aquel hombre. El alguacil lo re¬prendió como es debido y le dijo que no sabía lo que estaba haciendo, puesto que su amo reconocía que yo no era la mujer que había estado en su tienda. -Mucho me temo -añadió el alguacil- que vuestro dueño se esté metiendo en un buen lío y me arrastre a mí con él, si esta dama llega a probar quién es y resulta que no es la mujer que pretendéis. -¡Al diablo con ella! -replicó aquel individuo, con una mueca insolente de enojo-. Es ella, podéis estar seguro. Juraré que es la misma que se hallaba en la tienda y que yo le entregué las piezas de satén que hizo desaparecer con sus propias manos. Ya se enterará cuando míster William y míster Anthony, los otros empleados, vuelvan. Ellos la reconocerán tan bien como yo. En el mismo instante en que aquel granuja estaba diciéndole estas palabras al alguacil, entraron los mencionados míster Wil¬liam y míster Anthony, y con ellos una considerable multitud en¬tre la que figuraba la auténtica viuda por la que me habían toma¬do. Entraron sudorosos y dando voces en la tienda, con grandes gestos de triunfo, arrastrando a la desdichada, sin hacer caso de su amo, que se hallaba en la trastienda, y exclamando en voz alta: -¡Aquí está la viuda, señor! -¿Qué significa esto? -dijo el propietario-. Pero si ya la tenemos aquí y éste jura que se trata de ella. El otro dependiente, el que se llamaba míster Anthony, re¬plicó: -Míster John puede decir lo que quiera y jurar lo que le ven¬ga en gana, pero ésta es la mujer y aquí está el resto del satén que ha robado. Lo saqué de entre sus ropas con mis propias ma¬nos. Yo seguía sentada e inmóvil y mi corazón empezaba a tranqui¬lizarse, pero me limité a sonreír y guardé silencio. El dueño de la tienda había palidecido y el alguacil dio media vuelta y me miró. -Dejadlos, señor alguacil -dije-, dejadlos continuar. El caso era flagrante y no podía ser negado, por lo que el alguacil hubo de hacerse cargo de la verdadera ladrona y el mer¬cero me dijo con gran cortesía que lamentaba el error y que espe¬raba que yo no lo tomaría por las malas. Dijo también que cada día les ocurrían tantos casos de esta índole que no se les podía culpar por mostrarse tan severos al tomarse la justicia por su mano. -¿Que no lo tome a mal, caballero? -exclamé-. ¿Pues de qué modo he de tomarlo? Si me hubierais permitido marcharme cuando vuestro insolente empleado me detuvo en la calle y me trajo a vuestra presencia y cuando vos mismo reconocisteis que yo no era la persona que buscaban, lo hubiera pasado por alto sin tomarlo en serio, debido a los muchos sinsabores que sin duda tenéis que soportar cada día, pero vuestro comportamiento ha sido insoportable y en especial el de vuestro empleado. Por esto exigiré y obtendré una reparación. Entonces él empezó a parlamentar conmigo y dijo que me concedería cualquier satisfacción razonable, cosa que haría de buen grado si yo le hubiese contestado qué era lo que de él esperaba. Le contesté que yo no podía erigirme en mi propio juez y que la ley decidiría en mi lugar y que como pensaba exponer mis quejas ante un magistrado, ya tendría ocasión de oír allí lo que yo pensaba declarar. Me dijo que no había motivo para acudir a la justicia toda vez que estaba ya en libertad para ir donde quisiera y, acto seguido, llamó al alguacil y le indicó que podía dejarme marchar, pues estaba libre de toda culpa. El algua¬cil le habló con calma: -Señor, acabáis de decirme que yo no era un juez, sino un sencillo alguacil, y me habéis pedido que cumpliera con mi de¬ber haciéndome cargo de esta dama como prisionera. Ahora, se¬ ñor, me doy cuenta de que sois vos quien ignoráis cuál es mi deber, pues queréis convertirme en juez, pero debo deciros que esto no entra en mis atribuciones. Puedo retener a un preso cuando alguien me lo confía, pero tan sólo la ley y el magistrado pueden dejar en libertad al preso. Por tanto, estáis en un error, caballero, pues he de hacerla comparecer ante un juez ahora mis¬mo, tanto si os agrada como si no. De momento, el mercero se mostró muy arrogante con el al¬guacil, pero no siendo éste un funcionario pagado, sino un hom¬bre recto y acomodado, pues tengo entendido que se trataba de un tratante en cereales, así como una persona de sentido común, se mantuvo en sus trece y se negó a dejarme en libertad sin antes comparecer ante un juez de paz, y yo también insistí en este punto. Cuando el mercero advirtió esta actitud, dijo: -Bien, podéis llevarla donde os plazca. -Señor -dijo el policía-, vos vendréis con nosotros, sois vos quien ha presentado la denuncia. -No, yo no vendré -protestó el tendero-. Ya os he dicho que no tengo nada que ver con ella. -Os ruego, señor, que me acompañéis -insistió el poli¬cía-, y lo deseo en bien vuestro, pues el juez no podría hacer nada sin vuestra presencia. -Y yo os ruego, amigo -dijo el mercero-, que os ocupéis de vuestros asuntos. Os repito que nada tengo que decir a esta dama y, en nombre del rey, os encargo que la dejéis en liber-tad. -Señor -dijo el alguacil-, por lo que veo ignoráis lo que significa ser alguacil. Os ruego que no me obliguéis a mostrarme descortés con vos. -No creo que sea necesario, bastante lo estáis siendo ya -re¬plicó el tendero. -No, señor -dijo el alguacil-, no soy descortés. Sois vos quien habéis faltado a la ley al detener a esta honrada mujer en plena calle, cuando ella no molestaba a nadie, y al retenerla en vuestra tienda permitiendo que vuestros dependientes la maltrataran. ¿Cómo os atrevéis a decir que soy yo el descortés? Bastante paciencia estoy demostrando al no ordenaros, en nom¬bre del rey, que vengáis conmigo y al no pedir ayuda para llevaros a la fuerza. Bien sabéis que no me faltan atribuciones para hacerlo, pero me abstengo y, una vez más, os ruego que vengáis conmigo. A pesar de ello, el tendero siguió negándose e insultó al alguacil con muy malos modales. Pero el alguacil supo contenerse y no perdió la serenidad. Por fin intervine yo, diciendo: -Vamos, señor alguacil, dejadlo. Ya encontraré yo el medio de obligarlo a comparecer ante un magistrado, no temáis. Pero ahí está ese hombre que me detuvo cuando yo paseaba inocente¬mente por la calle y vos sois testigo de las violencias que ha co¬metido conmigo desde entonces. Solicito vuestro permiso para presentar mi denuncia y conducirlo ante la justicia. -Sí, señora -dijo el alguacil. Y dirigiéndose al individuo, le ordenó: -Venid, joven, tenéis que acompañarnos. Espero que no ig¬noréis las atribuciones del alguacil, aunque vuestro amo finja ignorarlas. El dependiente tomó el aspecto de un ladrón que acaba de ser sentenciado y retrocedió unos pasos. Miró a su patrono como si pudiera ayudarle, pero el tendero, como un estúpido, alentó al joven para que se negara a obedecer. El dependiente opuso verdadera resistencia al alguacil y cuando éste quiso cogerlo lo empujó con todas sus fuerzas, en vista de lo cual el alguacil lo derribó y pidió auxilio, y en el acto la tienda fue invadida por el gentío y el alguacil arrestó al dueño y a aquel empleado y a todos los dependientes. Lo peor del caso fue que la mujer que antes habían detenido y que era la verdadera ladrona se escabulló entre la multitud, cosa que imitaron otras dos-que también habían sido detenidas, aun¬que no sé si eran o no culpables. Entretanto, habiendo acudido algunos vecinos que se entera¬ron a fuerza de preguntas de lo ocurrido, procuraron que el enfu¬recido tendero recuperase su sentido común y, al final, compa¬recimos todos ante el juez, seguidos por una multitud de unas quinientas personas. Durante todo el trayecto pude oír cómo la gente preguntaba qué había sucedido y cómo otros contestaban diciendo que un mercero había detenido a una dama confundién¬dola con una ladrona, y que después habían capturado a la la¬drona, y que entonces la dama había hecho detener al mercero y lo llevaba ante el juez. Aquello agradaba a la gente y hacía que el cortejo aumentara, y mientras avanzaba se oían gritos de: « ¿Quién es la ladrona? », y « ¿Quién es el mercero? », en especial por parte de las mujeres. Después, cuando supieron quién era, empezaron a vociferar: «¡Es él! ¡Es él!», y de vez en cuando alguien le arrojaba una pella de barro. Así caminamos durante un buen rato, hasta que el mercero se vio obligado a suplicar al alguacil que pidiera un carruaje para protegerse de la chusma. Por consiguiente, el alguacil y yo, así como el tendero y su em¬pleado, seguimos el viaje en coche. Cuando nos presentamos ante el juez, que era un caballero de Bloomsbury ya muy entrado en años, el alguacil hizo un relato sucinto del suceso y el juez me rogó que hablase y dijera todo cuanto tenía que decir. Primero, me preguntó mi nombre, cosa que me incomodó en gran manera, pero que no pude evitar, y tuve que contestarle que me llamaba Mary Flanders, que era viu¬da, que mi marido había sido capitán de barco y que había muer¬to en un viaje a Virginia, añadiendo otras circunstancias que él nunca pudiera desmentir, y que vivía actualmente en la ciudad con una amiga a la que nombré, y que me disponía a marchar a América donde mi difunto marido tenía su patrimonio. Añadí que aquel día iba a comprarme ropas de alivio de luto, pero *que cuando aún no había entrado en la tienda, aquel individuo (seña¬lando al dependiente del mercero) se abalanzó sobre mí con tanta furia que me dio un gran susto, y me llevó a la tienda de su amo, donde, aunque éste reconoció que yo no era la persona que buscaban, no quiso dejarme marchar y me denunció a un alguacil. Después procedí a relatar los malos tratos que había recibido del empleado y cómo se negaron a que yo enviase a buscar a al¬guno de mis amigos, cómo después consiguieron capturar a la verdadera ladrona y hallaron encima de ella los géneros robados, y todos los demás detalles. Después el alguacil explicó su diálogo con el mercero con res¬pecto a mí y, por último, la negativa del dependiente a acom¬pañarle y los ánimos que le había dado su amo para que se re-sistiera, el ataque llevado a cabo contra él y todo lo que ya he contado. El juez escuchó después al tendero y a su empleado. El tende¬ ro pronunció una larga perorata acerca de las grandes pérdidas que sufría cada día a causa de ladrones y descuideros, alegando que un error era fácil de cometer y que cuando se enteró de la verdad quiso dejarme en libertad. En cuanto al empleado, tuvo muy poco que decir, peto aseguró que otro empleado le había dicho que yo era la ladrona que andaban buscando. Al terminar el interrogatorio, el juez me dijo con gran cortesía que yo quedaba en libertad, que lamentaba muchísimo que el empleado del mercero hubiese demostrado tan poca discreción en su afanosa búsqueda como para tomarme por la culpable, y que creía que de no haberse mostrado ellos tan injustos al rete¬ nerme, yo les habría perdonado la primera afrenta. No obstante, no se hallaba en su poder concederme reparación alguna, excepto afearles su conducta, cosa que pensaba hacer, pero que suponía que yo recurriría a los métodos previstos por la ley. Entretanto, él cuidaría de darles curso. Pero en cuanto al delito cometido por el dependiente, me ase¬guró poder darme satisfacción inmediata, puesto que debía man¬darlo a Newgate nor atacar a un alguacil y también por maltra¬tarme a mí. Por consiguiente, mandó al individuo a Newgate por aquellas fechorías y su amo pagó una fianza, y con ello terminó la audien¬cia. Yo tuve la satisfacción de ver cómo la muchedumbre que los estaba esperando a los dos les increpaba y arrojaba piedras e in¬mundicias a los carruajes que se los llevaban. Seguidamente volví a casa para reunirme con mi maestra. Cuando conté la historia a mi maestra, se echó a reír. -¿Por qué tanta alegría? -pregunté-. Esa historia no es tan graciosa como parece. Tened la seguridad de que he pasado mis angustias, y miedo también, al hallarme a la merced de aque¬lla pandilla de rufianes. -¡Qué risa! -exclamó mi maestra-. Me río, criatura, de la suerte que tenéis. Pero si este asunto es el mejor negocio que habéis encontrado en vuestra vida, si sabéis manejarlo... Os ase¬guro que lograréis que el mercero os pague quinientas libras por daños y perjuicios, aparte de lo que saquéis del dependiente. Yo pensaba de un modo muy distinto, especialmente porque había dado mi nombre al juez y sabía que mi nombre era tan conocido entre la gente de Hicks's Hall, de Old Bailey y de otros lugares por el estilo, que si mi asunto era juzgado en público y mi nombre salía a relucir, ningún tribunal me otorgaría repara¬ciones debido a mi reputación. Sin embargo, me veía obligada a iniciar una querella en toda forma y, por tanto, mi maestra me buscó un individuo adecuado para llevar el asunto, puesto que era un abogado de alta categoría y de excelente reputación. Desde luego, no se puede negar que estuvo muy acertada, pues si hubiera contratado los servicios de algún abogadillo de tres al cuarto, desconocido o de mala reputación, poco hubiera podido sacar yo de aquel asunto. Me entrevisté con el letrado y le di todos los detalles como los he referido ya antes, y él me aseguró que se trataba de un caso muy sólido y que no cabía duda de que el jurado tendría que concederme daños y perjuicios muy considerables. Por tanto, después de tener en cuenta todos los detalles, inició la querella, y el mercero, al ser detenido, depositó una fianza. Pocos días después fue a ver a mi abogado, acompañado por el suyo, para notificarle que deseaba llegar a un arreglo. Manifestó que todo había sido consecuencia de un desdichado arrebato, que yo tenía una lengua tan viperina como provocadora y que había sabido usarla burlándome de ellos e insultándolos incluso cuando se convencieron de que yo era inocente, y que yo los había incitado, y otras cosas por el estilo. Mi letrado maniobró con mucha habilidad a mi favor. Les hizo creer que yo era una viuda acaudalada, muy capaz de hacerme justicia, y que contaba también con amigos influyentes que me apoyarían; que éstos me habían hecho prometer que seguiría el asunto hasta el final, y que aunque me costara mil libras no vaci¬laría en obtener una satisfacción, pues las afrentas recibidas eran inadmisibles. No obstante, ellos persuadieron a mi abogado para que les pro¬metiera que él no enconaría la cuestión, que si yo me inclinaba hacia un arreglo él no se opondría, y que me convencería de que era mejor la paz que la guerra, por todo lo cual él no saldría perdiendo nada. El letrado me lo contó todo honradamente y me dijo que si intentaban sobornarlo no dejaría de decírmelo, pero, en resumidas cuentas, me dijo que, en su opinión, era me¬jor llegar a un acuerdo con ellos, pues estaban muy asustados y tenían grandes deseos de conseguir un arreglo. Sabiendo que ten¬drían que cargar con las costas del juicio, él creía que me darían de buen grado más de lo que cualquier tribunal podía obligar¬les a pagar. Le pregunté cuál era su opinión acerca de la cantidad que estaban dispuestos a abonarme, y él me dijo que no podía satisfacer mi curiosidad respecto a este punto, pero que me po¬dría informar mejor cuando, viera otra vez al otro letrado. Pocc tiempo después lo visitaron de nuevo para saber si había hablado conmigo. Les contestó afirmativamente y explicó que no me había juzgado tan adversa a un arreglo como lo eran algunos de mis amigos, que no perdonaban el insulto que se me había infligido y me apoyaban, y que ellos eran los que atizaban el fue¬go y me instaban a vengarme si no se me hacía justicia, como ellos solían decir. Por consiguiente, no sabía qué contestarles, pero les aseguró que haría todo lo que estuviera en su mano para convencerme, con la condición de saber qué dase de proposi¬ción podía ofrecerme. Ellos fingieron que no podían hacer nin¬guna propuesta porque cabía la posibilidad de que fuese utiliza¬da en contra suya y mi letrado replicó que, del mismo modo, él tampoco podía hacer ninguna oferta, pues ello podría redundar en perjuicio de la indemnización que el jurado se viera inclinado a decidir. Sin embargo, después de una larga conversación y de mutuas promesas de que ninguno de los dos bandos aprovecha¬ría las ventajas de lo que se conviniera en aquella o en otra reu¬nión, llegaron a una especie de acuerdo, pero eran tan distintos los dos puntos de vista que poco o nada cabía esperar de él. Mi abogado pidió 500 libras y las costas, y ellos ofrecieron 50 sin costas, de modo que las negociaciones quedaron rotas y el mer¬cero pidió tener una entrevista conmigo, a lo que mi abogado accedió prontamente. El letrado me recomendó que asistiera a esta entrevista con mis mejores ropas y con toda compostura para que el tendero pudiera ver que yo era más de lo que aparentaba el día en que me aprehendió. Por consiguiente, me presenté con un traje nue¬vo de alivio de luto, siguiendo la pauta de lo que había expli¬cado al juez. Me adorné también, tanto como podía permitir a una viuda el alivio de luto, y mi maestra me prestó un soberbio collar de perlas que se cerraba por detrás con un broche de dia¬mantes y que tenía empeñado, y colgué a mi costado un reloj de oro de muy buena calidad, de modo que, en una palabra, hacía muy buena figura. Además, esperé que ellos hubiesen llegado y me presenté en un carruaje, acompañada de mi doncella. Cuando entré en la habitación, el mercero se quedó atónito. Se levantó y me hizo una reverencia que fingí no ver. Me senté donde me indicó mi letrado, pues nos hallábamos en su casa. Al poco rato, el mercero me confesó que apenas me había reconocido, y empezó a dedicarme una serie de cumplidos. Le repli¬qué que fue antes cuando no me reconoció y que, de haberlo hecho, estaba segura de que no me habría tratado como lo hizo. Me aseguró que él lamentaba muchísimo lo que había ocurri¬do y que precisamente para testimoniarme su buena disposición en cuanto a ofrecerme una reparación había solicitado aquella entrevista. Añadió que esperaba que yo no llevase el asunto hasta un límite extremo, cosa que no sólo podía significar una cuantiosa pérdida para él, sino también ser la ruina de su tienda y negocio, en cuyo caso yo tendría la satisfacción de haber de¬vuelto una injuria con un perjuicio diez veces mayor. Pero en este último caso yo no obtendría nada, en tanto que su inten¬ción consistía en hacerme toda la justicia posible sin que ni él ni yo nos viéramos metidos en las tribulaciones y en los gastos de un proceso. Le contesté que me alegraba de oírle hablar con un buen sen¬tido tan distinto al que había empleado la otra vez; que era ver¬dad que en muchos casos de afrenta el arrepentimiento bastaba para servir de satisfacción, pero que aquello había ido demasiado lejos para ser considerado como un caso ordinario; que yo no era vengativa ni buscaba su ruina, ni la de ninguna otra persona, pero que mis amigos se mostraban unánimes en no permitirme una-ne-gligencia como sería la de dar por liquidado un asunto de tal índole sin una suficiente reparación de mi honor; que ser toma¬da por una ladrona era una indignidad que ro podía ser pasada por alto; que nunca había sido tratada de aquel modo por nadie que me conociera y que, aun reconociendo que debido a mi viu¬dez había pasado una temporada de negligencia y descuido en cuanto a mi persona y ello me hubiera podido hacer pasar por lo que no era, siempre quedaban los malos tratos que recibí des¬pués... A continuación enumeré todos los detalles que he con¬tado antes, añadiendo que eran tan irritantes que no sabía cómo tenía paciencia para repetirlos. El lo admitió todo y se mostró muy humilde. Me hizo pro¬posiciones muy interesantes, llegando hasta las 100 libras y al pago de todos los gastos, y añadió que me haría un suntuoso obsequio consistente en ropas. Yo subí hasta 300 libras y exigí que se publicara una aclaración de lo sucedido en los periódicos de mayor divulgación. Era ésta una cláusula que él no podía aceptar en modo alguno. Sin embargo, por fin y gracias a la intervención de mi abogado, llegó a las 150 libras y un traje de seda negra. Yo accedí, y allí mismo, a petición de mi abogado, cumplió mis condiciones, pagó al letrado sus honorarios y los gastos, e incluso acabó ofreciéndo¬nos una buena cena. Cuando fui a cobrar el dinero, me hice acompañar por mi maestra ataviada como una anciana duquesa y por un caballero muy bien trajeado que fingía cortejarme, pero al que yo llamaba primo. El letrado cuidó de insinuar que aquel caballero aspiraba a casarse conmigo. El mercero nos trató con gran esplendidez y pagó la suma con harta satisfacción, a pesar de que el asunto le costó sus buenas 200 libras o más. En el transcurso de nuestra última entrevista, cuando todo estuvo acordado, se puso sobre el tapete el asunto del dependiente, y el tendero suplicó con gran insistencia en su favor. Me dijo que se trataba de un hombre que había poseído una tienda de su propiedad y había gozado de cierta prosperidad; que tenía una esposa y varios hijos y que era muy pobre, y que no tenía nada para poder ofrecerme una reparación, pero que vendría a pedirme perdón de rodillas si yo así lo deseaba. Aquel insolente pícaro no me preocupaba y su humillación no significaba nada para mí, puesto que no podía sacar nada de él. Por tanto, poco importaba que me mostrara generosa con él. Dije que no deseaba la ruina de ningún hombre y que, por consiguiente, accediendo a sus peticiones, perdonaría al mozo, pues la ven¬ganza era algo que se hallaba muy por debajo de mí. Cuando estábamos cenando trajo al desdichado para que me diera las gracias, cosa que hizo con tanta humildad como insul¬tante era la altivez que había empleado al injuriarme, y así como en la ofensa fue un ejemplo de total bajeza de espíritu, crueldad e inflexibilidad aprovechando su ventajosa situación, en su aflic¬ción se mostró un dechado de abyección y de cobardía. En con¬secuencia, rechacé sus adulaciones, le dije que lo perdonaba y le rogué que se retirase, pues a pesar de mí perdón su presencia no me era nada agradable. Mi situación era entonces muy satisfactoria y ojalá hubiera sabido retirarme de mis actividades. Mi maestra solía decir que yo era la ladrona más rica de Inglaterra, y bien puede creerse, ya que poseía 700 libras en metálico, aparte de vestidos, anillos, algo de vajilla y dos relojes de oro, todo ello robado, pues aparte de los que he mencionado, había cometido innumerables hurtos. ¡Ah, si hubiera tenido entonces la gracia del arrepentimiento, aún hubiera estado a tiempo de repudiar mis locuras y de ofrecer al¬guna reparación por ellas! Pero la satisfacción que tenía que dar por los delitos que había cometido, tenía que esperar aún, y me costaba tanto evitar la tentación de salir a ganarme la vida, como yo solía decir, como en los tiempos en que la necesidad me obli¬gaba de veras a ir a buscarme el pan. No pasó mucho tiempo después del asunto del mercero cuando me eché a la calle con un equipo muy distinto de los que había utilizado hasta entonces. Me disfracé de mendiga con los harapos más desaliñados y toscos que pude encontrar y merodeé atisban¬do y escuchando ante todas las ventanas y las puertas que en¬contraba a mi paso, y tales fueron mis aprietos que aprendí a comportarme mucho peor de lo que había hecho hasta entonces. Como es natural, aborrecía aquellos harapos y la suciedad. Esta¬ba acostumbrada a la limpieza y al orden y no podía cambiar, fuera cual fuese mí condición. Por consiguiente, aquél fue el disfraz más desagradable que me había puesto. Llegué a decirme que no me serviría de nada, pues aquel atuendo atemorizaba e intimidaba a todo el mundo y creí que todos me miraban como temiendo que me acercase a ellos por si les hurtaba algo y también por si les contagiaba algún parásito o alguna enfermedad. La primera vez que salí vagué toda la tarde sin conseguir nada y vol¬ví a casa mojada, dolorida y fatigada. Sin embargo, volví a salir la noche siguiente y tuve una pequeña aventura que estuvo a punto de costarme cara. Mientras me hallaba junto a la puerta de una taberna, llegó un caballero montado en su caballo y se apeó ante la puerta. Como iba a entrar en la taberna, llamó a un mozo para que le vigilase el caballo. Estuvo mucho rato den¬tro y el mozo oyó que su amo lo estaba llamando y pensó que se enojaría con él. Al verme a mí a su lado, me hizo gesto de que me acercara. -Venid, buena mujer -me dijo-, sostened un rato ese ca¬ballo mientras yo entro. Cuando salga el caballero os dará algo. -Sí -contesté yo. Pero empuñando las riendas, me alejé de allí tranquilamente con el caballo y lo llevé a mi maestra. Aquello podía ser un botín para los que hubieran entendido en tales menesteres, pero nunca hubo desdichado ladrón tan con¬fuso ante lo que tenía que hacer con lo que había robado, pues cuando llegué a casa mi maestra se quedó de una pieza y ninguna de las dos sabía qué hacer con el animal. Llevarlo a un establo era un trabajo inútil, pues era seguro que la noticia sería publi¬cada en la Gaceta, junto con la descripción del caballo, de modo que no nos atreveríamos a ir a recogerlo. La única solución para aquella infortunada aventura consistía en llevar el caballo a una posada y enviar un mensajero con una nota a la taberna diciendo que el caballo del caballero que se extravió a tal hora había sido abandonado en tal posada y que podía ser recogido allí, y que la pobre mujer que cuidaba de él, habiéndosele escapado en la calle, no pudo devolverlo y lo dejó allí. Hubiéramos podido esperar hasta que el propietario publi¬case un anuncio y ofreciera una recompensa, pero no quisimos arriesgarnos a ir a cobrarla. Por consiguiente, aquello fue y no fue un robo, pues poco se perdió con ello y nada se ganó. Yo estaba ya bastante harta de salir vestida de mendiga. No me ofrecía ninguna compensación y creía además que el disfraz resultaba ominoso y de mal agüero. Cuando utilizaba aquel disfraz, me tropecé con una pandilla de individuos de la peor calaña que me había echado en cara hasta entonces, y pude conocer algo de sus actividades. Eran monederos falsos y me hicieron proposiciones con sustanciosos beneficios para mí, pero la tarea que pensaban asignarme era la más peligrosa. Se trataba de manejar el troquel, como ellos lla¬maban a dicha operación, y ello, de haber sido detenida, hubiera significado la pena de muerte, y además en la estaca, es decir, ser quemada viva en una estaca, de modo que a pesar de que mi aspecto fuese el de una mendiga y aunque me prometieron mon¬tañas de oro por mis servicios, no pudieron convencerme. Es verdad que de haber sido una mendiga auténtica o si me hubiera sentido tan desesperada como cuando comencé, tal vez hubié¬ramos llegado a un trato, pues, ¿qué puede importarle la muerte al que no sabe cómo vivir? Pero en aquellos momentos mi situa¬ción no era tan grave y yo no estaba dispuesta a correr riesgos tan terribles. Además, sólo el pensar en ser quemada atada a una estaca me llenaba de terror, me helaba la sangre y me rodeaba con un hálito en el que no podía pensar sin echarme a temblar. Aquello puso también punto final a mi disfraz, pues no me agradó la propuesta, aunque a ellos no se lo dije y les di la im¬presión de que me agradaba, e incluso les prometí volver a ver-los. Pero no me atreví a verlos más, pues de haberme reunido otra vez con ellos y no haber aceptado, aunque hubiese declinado la invitación con las mayores garantías de secreto, hubieran sido capaces de matarme para quedarse tranquilos, como esa gente suele decir. En cuanto a esta clase de tranquilidad, hay que saber comprender a esos hombres capaces de matar a la gente con tal de evitar un riesgo. Lo que acabo de referir y el robo de caballos no eran cierta¬mente mis especialidades, y no me costó mucho llegar a la deci¬sión de no volver a saber nada más de ellas. Mis negocios perte¬necían a otras esferas, y aunque éstas tuvieran también sus difi¬cultades, eran más adecuadas para mí, aparte de que resultaban más artísticas y poseían más caminos para escapar y más posibi¬lidades de disimulo si ocurría algo inesperado. En aquellos tiempos recibí también varias propuestas para unirme a una cuadrilla de salteadores de casas, pero era ésta una actividad en la que tampoco me complacía embarcarme, lo mismo que en el negocio de los monederos falsos. Me ofrecí para acompañar a dos hombres y a una mujer que se ganaban la vida entrando en las casas por medio de estratagemas, y con ellos me vino en gana correr aventuras. Pero eran ya tres y no les gustaba hacer tantas partes ni a mí tampoco pertenecer a una cuadrilla tan numerosa, por lo que no entré en tratos con ellos y decliné la oferta. Ellos pagaron cara su siguiente tentativa. Al final conocí a una mujer que a veces me había contado sus aventuras en el muelle, aventuras a las que sonreía el éxito, y me uní a ella y el negocio fue muy fructífero. Un día conocimos a unos holandeses en St. Catherine, lugar adonde íbamos fingiendo comprar géneros entrados de contrabando. Yo estuve dos o tres veces en una casa en la que vi una gran cantidad de artículos prohibidos, y mi compañera se llevó en cierta ocasión tres piezas de seda negra holandesa que nos proporcionó pingües benefi¬cios de los que yo obtuve mi parte. Pero en todas las visitas que yo efectué no pude tener la oportunidad de actuar, de modo que tuve que dejarlo, pues había estado allí tantas veces que em¬pezaban a sospechar y se mostraban tan desconfiados que com¬prendí que no cabía esperar nada. Aquello me desanimó un poco y resolví intentar alguna otra cosa, pues no estaba acostumbrada a volver tan a menudo con las manos vacías. Por tanto, al día siguiente me vestí con todo es¬mero y di un paseo por el otro lado de la ciudad. Pasé ante el Exchange, en el Strand, sin saber qué podía encontrar allí, pero de pronto advertí que se había congregado una gran muchedum¬bre en aquel lugar, y todo el mundo, tenderos y transeúntes, esperaban y miraban. Se trataba de una gran duquesa que había entrado en el Exchange, y se decía que la reina estaba a punto de llegar. Me acerqué a una tienda y me coloqué de espaldas al mostra¬dor, como para dejar paso libre al gentío, sin apartar la mirada de una pieza de encajes que el tendero estaba enseñando a unas damas que se hallaban junto a mí. El tendero y su dependiente estaban tan ocupados mirando quién venía y en qué tienda en¬traría, que encontré el medio de meterme un paquete de encajes en el bolsillo. Así, el tendero pagó cara su curiosidad por ver a la reina. Salí de la tienda como si me impulsara el gentío y, mezclán¬dome con la multitud, salí por la otra puerta del Exchange y me alejé de allí antes de que echaran de menos los encajes. Para no ser seguida, llamé un carruaje y me metí dentro. Apenas había tenido tiempo de cerrar la puerta del coche cuando vi a la de¬pendienta de la tienda y a cinco o seis personas más que corrían por la calle gritando como si estuvieran asustadas. No chillaban: «¡ Al ladrón! », puesto que nadie huía, pero pude oír dos o tres veces las palabras «robo» y «encajes», y observé que la depen¬dienta se retorcía las manos y corría mirando a uno y otro lado como presa de un gran pavor. El cochero que yo había llamado estaba subiendo al pescante, pero aún no se había sentado y los caballos todavía no se movían, por cuya causa me acometió una gran intranquilidad, y, tomando el paquete de encajes, me dispuse a tirarlo por la ventanilla delantera, detrás del cochero. Pero con gran satisfacción por mi parte, pocos momentos después el coche empezó a avanzar, pues el cochero se había sentado y había dicho algo a sus caballos. Así, pues, nos alejamos sin ser interrumpidos y yo llegué a casa con mi adquisición, cuyo valor se aproximaba a las 20 libras. El día siguiente me vestí con un traje distinto y recorrí el mismo itinerario, pero no se me puso nada a tiro hasta llegar al parque de St. James, donde vi muchas damas elegantes que se paseaban por el Mall. Entre ellas había una jovencita, de unos doce o trece años, acompañada por su hermana, una niña que tendría unos nueve años. Observé que la mayor de las dos lle-vaba un magnífico reloj de oro y un valioso collar de perlas y que las dos eran vigiladas por un lacayo de librea. Mas por no ser corriente que un lacayo siga a sus dueñas en el Mall, me fijé en que se detenía al entrar ellas allí y que la mayor de las dos hermanas hablaba con él, diciéndole, al parecer, que las esperase allí hasta su regreso. Cuando oí que despedía al lacayo, me acerqué a él y le pre¬gunté quién era aquella joven. Charlé con él comentando el en¬canto de la niña que la acompañaba y la gentileza y elegancia de la hermana mayor, añadiendo que su seriedad la convertía ya en una mujercita, y el muy tonto me dijo por fin que era la hija mayor de sir Thomas... de Essex, y que era poseedora de una gran for¬tuna; que su madre todavía no había llegado a la ciudad y que ella se alojaba con la esposa de sir William..., de Suffolk, en su mansión de Suffolk Street, y me dio muchos detalles más; que las acompañaban también una criada y otra mujer, aparte del coche de sir Thomas, el cochero y él, y que la joven dama ejercía su autoridad sobre toda la familia, tanto allí como en su casa. En resumen, me dio detalles lo bastante abundantes para que yo pudiera emprender mi tarea. Yo iba muy bien vestida y lucía un reloj de oro como la joven. Me separé del lacayo y me coloqué en la misma hilera en la que paseaba la joven, después de haber esperado a que dieran media vuelta para recorrer de nuevo el Mall, y la saludé por su nombre dándole el título de lady Betty. Le pregunté si había tenido noticias recientes de su padre y cuándo llegaría su señora madre a la ciudad, y me interesé por su salud. Le hablé con tanta familiaridad de todos sus parientes que no pudo por menos que suponer que conocía íntimamente a toda su familia. Le pregunté el motivo de que viajase sin mistress Chime, su camarera particular, para que se preocupara de mistress Judith, o sea, su hermana menor. Después emprendí con ella una larga conversación acerca de su hermana, le dije que era ya toda una mujercita, le pregunté si estaba aprendiendo el francés y mil cosas más, hasta que, de pronto, vimos llegar a la Guardia y el gentío corrió para ver cómo el rey entraba en el Parla¬mento. Las damas llenaron todo un lado del Mall y yo ayudé a la joven a situarse sobre el borde de la baranda para que la altura le permitiera ver mejor, y cogí en brazos a la pequeña y la levanté también. Durante esta operación me adueñé tan limpia¬mente del reloj de oro de lady Betty que ella no se dio cuenta ni lo encontró a faltar hasta que toda la muchedumbre se hubo dispersado y ella se vio_ de nuevo en medio del Mall entre las demás señoras. Me despedí de ella entre el gentío y le dije como si tuviera prisa: -Mi querida lady Betty, cuidad de vuestra hermana. Y fingí que la multitud me arrastraba y que me veía obligada, muy a pesar mío, a separarme de ellas. En estos casos, el apresuramiento cede en seguida y el lugar recobra su calma apenas ha pasado el rey, pero como siempre hay carreras y alboroto mientras pasa, y yo ya me había des¬pedido de las damitas y había llevado a cabo mi negocio con ellas sin tropiezo alguno, seguí a buen paso entre la multitud como si corriera para ver al rey, y no tardé en situarme en cabeza del gentío y seguir allí hasta el final del Mall. Cuando el rey se dirigió hacia el cuartel de los Horse Guards, yo me introduje en el pasa¬je que entonces atravesaba la parte inferior del Haymarket y allí llamé a un coche para alejarme de una vez. Confieso que no he mantenido la palabra que di en cuanto a ir a visitar a mi lady Betty. Había llegado a acariciar la idea de quedarme junto a lady Betty hasta que ésta echase de menos el reloj y entonces armar un gran revuelo, acompañarla hasta su coche, meterme también en el coche y acompañarla hasta su casa, puesto que ella parecía muy encariñada conmigo, y tan engañada quedó gracias a mi char¬la acerca de sus amistades y familiares que pensé que sería muy fácil llevar el asunto hasta más lejos y obtener, por lo menos, el collar de perlas. Pero cuando consideré que, aunque la jovencita no hubiera sospechado de mí podían sospechar otras personas y que si yo era registrada todo se descubriría, decidí que lo mejor sería darme por satisfecha con lo que ya había conseguido. Después supe por casualidad que cuando la joven descubrió la desaparición de su reloj, armó un gran alboroto en el parque y ordenó a su lacayo que recorriera las inmediaciones para ver si podía dar conmigo. Me describió con tanta exactitud, que el lacayo supo en seguida que se trataba de la mujer que había estado hablando con él y que tantas preguntas le había hecho acerca de sus amos, pero yo estaba ya muy lejos cuando ella llamó a su lacayo para contarle lo sucedido. Después de ésta tuve otra aventura, muy distinta de todas las que había corrido hasta entonces. El escenario fue una casa de juego cercana a Covent Garden. Vi entrar y salir varias personas y permanecí un buen rato en el zaguán con otra mujer, y al ver a un caballero que se dispo¬nía a subir y que parecía ser hombre de clase superior, le pre¬gunté: -Perdonad, señor, ¿está permitido que suban las mujeres? -Sí, señora -me contestó-, y también se les permite jugar si así lo desean. -Me gustaría mucho -afirmé. Al oír mis palabras, me dijo que él me presentaría si yo lo deseaba, en vista de lo cual le seguí hasta la puerta y él me orientó. -Aquí, señora, están los jugadores, si es que tenéis ganas de probar la suerte. Di un vistazo y dije en voz alta a la mujer que me acompa¬ñaba: -Aquí sólo hay hombres. No me atrevo a jugar con ellos. Al oírme, uno de los caballeros repuso: -Nada debéis temer, señora. Somos jugadores de buena fe y os damos la bienvenida y os rogamos que juguéis cuanto os plazca. Me acerqué un poco más para ver mejor, y uno de ellos me acercó una silla y yo me senté y contemplé cómo los jugadores manejaban los dados. Después dije a mi compañera: -Estos caballeros juegan demasiado fuerte para nosotras. Es mejor que nos vayamos. Los jugadores se mostraron muy corteses y uno de ellos me animó muy particularmente, diciéndome: -Vamos, señora, si queréis probar vuestra suerte y os atrevéis a confiar en mí, os garantizo que nadie abusará aquí de vuestra buena fe. -No, caballero -repliqué, sonriendo-, estoy convencida de que ninguno de estos caballeros haría víctima de sus trucos a una dama. Pero seguí negándome a jugar, aunque exhibí un monedero lleno de monedas para que pudieran ver que no era el dinero lo queme interesaba. Después de un buen rato de permanecer sentada allí, otro ca¬ballero me dijo, bromeando: -Vamos, señora, veo que os asusta aventuraros por cuenta vuestra. Las damas siempre me han dado buena suerte, de modo que podéis apostar por mí si no queréis hacerlo por vos misma. -Señor, me sabría muy mal perder el dinero vuestro -le dije. Y añadí: -También yo tengo buena suerte, pero estos caballeros ha¬cen unas apuestas tan altas que no me atrevo a arriesgar mi di¬nero. -Perfectamente -dijo él-, ahí van diez guineas, señora. Apostadlas por mí. Recogí su dinero y empecé a jugar mientras él me miraba. Perdí nueve guineas apostando una o dos cada vez y cuando la banca pasó a manos de un hombre sentado junto a mí, el caba¬llero me entregó diez guineas más y me obligó a apostar cinco de golpe. El caballero que tenía la banca pasó, y con ello recuperé cinco de sus guineas. Animóse al ver aquella jugada y me pidió que me hiciera cargo de la banca, lo cual no dejaba de ser un riesgo audaz. Sin embargo, retuve la banca tanto tiempo que recuperé todo su dinero y reuní un buen montón de monedas en mi regazo, y lo que aún fue mejor, cuando me vino una suerte adversa sólo tuve que pagar una o dos monedas a los que habían apostado y así pude salir muy airosa. Al llegar a este punto, ofrecí al caballero todo el dinero, pues era suyo y quise que siguiera jugando él alegando que no enten¬día del todo aquel juego. El se echó a reír y dijo que si me acom¬pañaba la buena suerte no importaba que entendiera o no el juego, pero que no debía abandonarlo. Por tanto, tomó las quin¬ce guineas que me había entregado al principio y me rogó que jugase con el dinero restante. Le pedí que contase el dinero que me quedaba, pero él dijo: -No, no les digáis nada, sé que sois persona honrada y trae mala suerte contar el dinero. Por tanto, seguí jugando. Jugué un buen rato y me acompañó la buena suerte, pero la última vez que tuve la banca apostaron muy fuerte y yo lo perdí todo. Había retenido la banca hasta ganar ochenta guineas, pero perdí más de la mitad en la última jugada. Entonces me levanté, por temor a perder también el resto, y dije al caballero: -Os ruego que os sentéis y que dispongáis de vuestro juego. Creo que no lo he hecho mal del todo. El hubiera deseado que yo siguiese jugando, pero se hacía tarde y yo tenía ganas de marcharme. Cuando le entregué el dine¬ro, le dije qué esperaba que me permitiera marcharme y que con¬tara lo que había ganado y comprobase cuánta suerte le había traído. Había sesenta y tres guineas. -¡Oh! -exclamé-. De no haber sido por esta última y des¬dichada jugada, os hubiera entregado un centenar de guineas. Le di todo el dinero, pero él se negó a aceptarlo hasta que yo hubiera cogido algo para mí, rogándome que obrara a mi gusto. Yo me negué e insistí en que no cogería nada. Si él tenía interés en darme algo, debía ser a su placer. Entonces, los demás jugadores gritaron: -¡Dáselo todo! Pero yo me negué resueltamente a ello. Entonces, uno de ellos exclamó: -Vamos, Jack, pártelo con ella. ¿No sabes que siempre con¬viene estar en paz con las damas? Por consiguiente, él dividió el dinero conmigo y yo me mar¬ché con treinta guineas, aparte de las cuarenta y tres que había sustraído con mi arte particular, cosa que lamenté después, pues¬to que él había sido tan generoso conmigo. De este modo llegué a casa con setenta y tres guineas, y mi anciana maestra pudo comprobar mi buena suerte en el juego. Sin embargo, me aconsejó que no volviera a aventurarme, y yo atendí su recomendación, pues nunca volví a entrar allí. Sabía tan bien como ella que si la pasión del juego se apoderaba de mí, no tardaría en perder aquella suma y todo lo que tenía. Hasta aquel momento, la fortuna me había sonreído y yo ha¬bía prosperado tanto y mi maestra también, pues siempre tenía su parte, que la anciana empezó a hablar seriamente de retirar¬nos mientras todo marchaba bien y darnos por satisfechas con lo que habíamos obtenido. Pero no sé qué hado me guiaba que me mostré tan reacia a ello entonces como ella se había mostrado antes, al proponérselo yo, y en mala hora abandonamos toda idea de retirarnos. En resumidas cuentas, yo adquirí más astucia y audacia que nunca y mis éxitos consiguieron que mi nombre fuese tan famoso como el del mejor ladrón que hubiera pisado Newgate o el Old Bailey. Algunas veces me había permitido el lujo de repetir el mismo truco varias veces, cosa que en la práctica no es de recomendar, pero que a mí no se me dio mal del todo, porque, en general, adoptaba nuevos disfraces y procuraba aparecer con distintos as¬pectos cada vez que salía de caza. No era una época muy animada del año, y la mayor parte de los caballeros estaban fuera de la ciudad. Tunbridge, Epson y otros lugares por el estilo estaban llenos de gente. Pero la ciudad estaba bastante deshabitada, de modo que al finalizar la tempo¬rada, notando que nuestro negocio decaía bastante, me uní a una pandilla que solía ir cada año a la feria de Stourbridge, y de ésta a la de Bury, en Suffolk. Nos prometíamos grandes operaciones en estos lugares, pero cuando pude observar cómo marchaban las cosas, me sentí bastante pesimista, pues salvo pequeñas raterías, poco había que valiera la pena. Por otra parte, si se conseguía algún botín no era fácil sacarlo de allí, y tampoco había la varie¬dad de ocasiones que se presentaban en Londres. Todo cuanto obtuve del viaje fue un reloj de oro en la feria de Bury, y un pequeño paquete de lino en Cambridge, cosa que me dio ocasión para abandonar aquellos lugares. Empleé un truco muy antiguo, considerando que podría darme resultado con un tendero de fue¬ra, aunque en Londres resultase ya inútil. Compré en una tienda de tejidos, no en la feria, sino en el mismo Cambridge, tanta holanda fina y otros artículos como pude por la suma de siete guineas. Hecho esto, les rogué que me lo mandaran a la posada a la que, a propósito, me había trasla¬dado aquella misma mañana como si tuviera la intención de pasar la noche en ella. Ordené al comerciante que me lo mandara a una hora deter¬minada, y que en la posada le haría efectivo su importe. A la hora convenida, el tendero me envió el género y yo situé a una mujer de nuestra pandilla ante la puerta de la habitación. Cuando la criada de la posada acompañó al mensajero, que era un joven aprendiz, hasta la puerta, aquélla le dijo que su señora estaba durmiendo, pero que si dejaba el paquete y volvía una hora más tarde yo estaría ya despierta y él recibiría su dinero. Dejó el paquete sin la menor vacilación y se marchó, y media hora más tarde, mi camarera y yo nos largamos de allí. Aquella misma tarde alquilé un caballo y un lacayo y fuimos hasta Newmarket y allí obtuve pasaje en una diligencia que no iba muy llena y que se dirigía a St. Edmund's Bury. Allí, como ya he dicho antes, pude hacer poco negocio exceptuando el hurto de un reloj de oro en un pequeño teatro de las afueras, aprovechando la circuns¬tancia de que su dueña estaba no sólo muy alegre, sino, según creo, un poco bebida, cosa que me facilitó muchísimo mi labor. Me marché con mi pequeño botín a Ipswich, y de allí a Harwich, donde me instalé en una posada fingiendo acabar de llegar de Holanda, convencida de que podría realizar alguna adquisición entre los extranjeros que pernoctaban allí. Sin embargo, descu¬brí que no solían llevar consigo objetos de valor, exceptuando lo que guardaban en sus maletines o bolsas de viaje y que, gene¬ralmente, quedaba bajo la custodia de algún criado. Con todo, una noche conseguí sustraer uno de aquellos maletines de la habitación donde descansaba el caballero, aprovechando que el criado se había quedado dormido sobre la cama, al parecer muy borracho. La habitación en la que yo me alojaba era contigua a la del holandés y después de arrastrar la pesada maleta, con no poco esfuerzo, desde su habitación hasta la mía, salí a la calle para ver si podía hallar algún medio para alejarla de allí. Caminé un buen rato, pero no pude ver probabilidad alguna ni de poner a buen recaudo la maleta ni de ocultar lo que pudiera contener después de abrirla, ya que la ciudad era muy pequeña y yo una forastera en ella. Por consiguiente, me dispuse a regresar con la resolu¬ción de devolverla y dejarla donde la había encontrado. Pero en aquel preciso momento oí que un hombre instaba a otros para que se dieran prisa, pues el barco estaba a punto de zarpar y era la hora de aprovechar la marea. Me dirigí en seguida a aquel indi¬viduo. -¿A qué barco pertenecéis, amigo? -pregunté. -A la chalana de Ipswich, señora -me contestó. -¿Cuándo zarpa? -En este preciso momento, señora -dijo el hombre-. ¿Queréis subir a bordo? -Sí, siempre y cuando esperéis que vaya a buscar mis cosas. -¿Dónde tenéis vuestro equipaje, señora? -preguntó él. -En la posada. -Está bien, os acompañaré -me dijo con gran cortesía-, y yo lo traeré hasta aquí. -Venid conmigo, pues -dije yo. El hombre se apresuró a seguirme. La gente de la posada estaba muy atareada, pues acababa de llegar el paquebote de Holanda y también dos diligencias con pasajeros de Londres, pues había otro paquebote a punto de zarpar rumbo a Holanda. Aquellas diligencias tenían que mar¬charse a la mañana siguiente con los pasajeros que acababan de desembarcar. Dado este apresuramiento, nadie paró mientes en que yo me acercara al mostrador y pagase mi alojamiento expli¬cando a la dueña que acababa de obtener mi pasaje en una cha¬lana. Estas chalanas son barcos de buen tamaño dispuestos para tras¬ ladar pasajeros desde Harwich hasta Londres, y aunque se les haya dado el nombre de chalanas, palabra que se utiliza en el Támesis para designar los pequeños botes con uno o dos tripu¬lantes, eran embarcaciones capaces para una veintena de pasaje¬ros y diez o quince toneladas de carga, y aparejadas para navegar en alta mar. Yo me había enterado de todo esto al preguntar la noche anterior cuáles eran los medios para regresar a Londres. La dueña de la posada se mostró muy atenta y cobró su dine¬ro, pero no tardaron en llamarla, pues en toda la casa reinaba una gran agitación. Aprovechando la oportunidad, hice subir al hombre a mi cuarto, le entregué la maleta, que más bien era un baúl, después de envolverla con un delantal, y él se marchó directamente hacia su barco y yo lo seguí sin que nadie nos hiciera la menor pregunta, pues el criado holandés seguía durmiendo su borrachera y su amo estaba cenando abajo con otros caballe¬ros extranjeros y entre ellos reinaba gran alegría. Por consiguien¬te, pude marcharme a Ipswich y, ya más avanzada la noche, la gente de la posada sólo pudo averiguar que yo me había mar¬chado a Londres en la chalana de Harwich, tal como había ex¬plicado a la dueña. En Ipswich fui molestada por los funcionarios de la aduana, que cogieron mi baúl y quisieron abrirlo para registrarlo. Les dije que estaba dispuesta a ello y que podrían registrarlo, pero que mi marido tenía la llave y no había regresado aún de Harwich. Dije esto para que si, al registrarlo, hallaban unos objetos más propios de un hombre que de una mujer, no les pareciera extraño. Sin embargo, al insistir ellos en abrir el baúl, les di per¬miso para forzar la cerradura, cosa que no fue difícil. No encontraron nada que pudiera interesarles, pues la maleta ya había sido revisada antes, pero descubrieron varias cosas que me llenaron a mí de satisfacción, en particular una bolsa de di¬nero en pistolas francesas y unos cuantos ducados holandeses. El resto se componía principalmente de dos pelucas, ropa interior, unas navajas, jabón de olor, perfumes y otros artículos necesa¬rios para un caballero, pasando todo por ser propiedad de mi esposo y sin que nadie me opusiera ningún obstáculo. Era una hora muy temprana de la mañana y estaba muy oscuro, y yo no sabía qué hacer, pues no cabía duda de que no tardaría en ser perseguida y quizá capturada luego con mi botín. Por tanto decidí adoptar otras medidas. Entré tranquilamente en una posada con mi baúl y, después de vaciarlo para que su volumen no estorbase mis movimientos, guardé lo que contenía de más valor y se lo di a la propietaria rogándole que me lo guardara hasta que yo pudiera ir a buscarlo. Acto seguido, volví a salir a la calle. Cuando me hallaba en la población, a buena distancia de la rasada, vi una anciana que acababa de abrir la puerta de su casa y trabé conversación con ella, haciéndole gran cantidad de pre¬guntas, todas ellas ajenas al propósito que yo perseguía, pero durante nuestra charla pude saber la situación de aquella ciudad. Me hallaba en una calle que conducía hacia Hadley, pero había otra que llevaba hasta los muelles, otra hacia el centro de la po¬blación, y, por último, otra que marcaba la dirección de Colchester. Por tanto, la carretera de Londres se encontraba allí. No tardé en saber lo que quería, gracias a la anciana, pues sólo me interesaba la carretera de Londres, y me dirigí hacia allí sin perder tiempo. No pensaba ir a pie, ni a Londres ni a Colchester, pero sí tenía ganas de alejarme sin ser vista de Ipswich. Caminé unas dos o tres millas y después encontré un campe¬sino dedicado a sus tareas de labranza sin que pueda precisar qué estaba haciendo, y le dirigí primero unas preguntas que no me interesaban, pero al final le dije que me dirigía a Londres y que la diligencia estaba tan llena que no había podido obtener pasaje en ella, y le pregunté si podía indicarme dónde me alqui¬larían un caballo y un buen hombre que me condujera hasta Colchester, donde tal vez consiguiera hallar asiento en una de las diligencias. El campesino me miró fijamente y durante medio minuto no dijo nada, hasta que, por fin, rascándose la cabeza, me contestó: -¿Un caballero para llevaros a Colchester? Pues sí, señora, pagando podéis obtener tantos caballos como queráis. -Pues claro está, amigo -dije yo-, de esto estoy bien segu¬ra. No esperaba obtenerlo sin pagar. -Sí, pero, ¿cuánto estaríais dispuesta a pagar por él? -No sé, amigo mío, pues ignoro cuáles son los precios aquí, en el campo, toda vez que soy forastera. Pero si podéis conse¬guirme un caballo barato, os daré algo por vuestra molestia. -Bien, ésta es una proposición muy honesta -dijo el cam¬pesino. «No tan honesta -me dije para mis adentros- si supieras el resto.» -Pues bien, señora -me dijo el hombre-, yo tengo un ca¬ballo adecuado y no me importaría venir a acompañaros. -¿De veras? -dije-. Está bien, creo que sois un hombre de bien y me alegraría cerrar el trato con vos. Os pagaré razona¬blemente. -Y yo me mostraré también razonable. Si os llevo hasta Colchester, os cobraré cinco chelines, pues no creo poder estar de regreso esta noche. En resumidas cuentas, contraté los servicios de aquel buen hombre y su caballo, pero cuando llegamos a un pueblo junto a la carretera (no recuerdo su nombre, pero por él pasaba un río), fingí encontrarme muy mal y aseguré que no podía seguir el viaje aquella noche, pero que si él quería quedarse conmigo, puesto que yo era forastera, le pagaría gustosamente lo que me pidiera por él y su caballo. Recurrí a esta artimaña porque sabía que el caballero holan¬dés y sus criados pasarían por la carretera aquel mismo día, ya fuese en la diligencia o en la silla de postas, y pensé que el cria¬do borracho o cualquier otro bien podían haberme visto en Harwich y reconocerme. Por tanto, pensé que haciendo aquella para¬da el peligro desaparecería. Pasamos la noche allí y la mañana siguiente partimos no muy temprano, por lo que daban ya las diez cuando llegué a Colchester. Tuve un vivo placer al ver aquella ciudad en la que había pasado tantos días agradables e hice muchas preguntas acerca de los buenos amigos que había tenido allí, pero poco pude sacar en limpio. Todos habían muerto o se habían trasladado a otros lugares. Las mujeres se habían casado o se habían mar¬chado a Londres. El caballero y la dama que habían sido mis primeros bienhechores habían fallecido, y lo que más me afectó fue saber que el joven caballero que había sido mi primer amante y después mi cuñado, había muerto. Había dejado dos hijos, ya crecidos, pero también éstos se habían trasladado a Londres. Despedí al campesino y permanecí allí tres o cuatro días de incógnito y después tomé pasaje en una galera, pues no quise arriesgarme a ser vista en las diligencias de Harwich. Pero tanta cautela resultó inútil, pues, exceptuando a la mujer de la posada, en Harwich no había nadie que me conociera, y tampoco era ló¬gico suponer que ella, teniendo en cuenta su apresuramiento y que sólo me había visto una vez y aun a la luz de una vela, hubiera podido reconocerme. Regresé, pues, a Londres, y aunque gracias a mi última aventu¬ra conseguí un botín considerable, no me quedaron ganas de volver a merodear por las afueras, y no hubiera vuelto a repetir mi viaje ni siquiera en el caso de haber continuado mi oficio hasta el fin de mis días. Ofrecí a mi maestra el relato de mis an¬danzas. Le gustó mucho la historia de Harwich y, mientras dis¬curríamos sobre aquellas cosas, ella observó que por ser el ladrón un ser que se aprovecha de los errores de los demás, sólo pueden presentarse muchas oportunidades al que se muestra vigilante e industrioso. Creía, por tanto, que una persona tan exquisita¬mente sagaz en su oficio como yo, no podía dejar de obtener re¬sultados extraordinarios dondequiera que me encontrase. Por otra parte, todas las facetas de mi historia, si bien se con¬sidera, pueden resultar útiles para las personas honradas y pro¬mover la debida cautela en gentes de todas clases para resguardar¬se de sorpresas de ese estilo y para obligarles a mantener los ojos bien abiertos cuando se vean ante extraños de cualquier índole, pues rara vez deja de acecharles alguno de estos peligros. Por consiguiente, la moraleja de mi relato debe ser captada por el buen sentido y el juicio del lector, pues no soy yo quién para re¬comendarla. Ojalá la experiencia de una criatura sumida en el delito y muy miserable sirva de advertencia para aquellos que leen. Me acerco ya a la descripción de una nueva serie de escenas de mi vida. A mi regreso, endurecida por una larga carrera cri¬minal coronada por grandes éxitos, por lo menos que yo sepa, no tenía intención, como ya he dicho, de abandonar una acti¬vidad que, si hubiera debido juzgar por el ejemplo de otros, tenía que terminar necesariamente del modo más mísero y la-mentable. En la tarde del día siguiente a la Navidad, y para dar remate a un largo y delictuoso período, salí a ver qué podía ofrecérseme y, pasando ante una platería en Foster Lane, reparé en un cebo tentador y al que nadie en mi oficio hubiera podido resistirse. No había nadie en la tienda, por lo que pude ver, y en el escapa¬rate brillaba una gran cantidad de piezas de plata lo mismo que al lado del mostrador. El dueño, según supuse, debía de hallarse en otro lado de la tienda. Entré con la mayor desfachatez y estaba a punto de apoderar¬me de una pieza de plata, y habría podido hacerlo y marcharme con ella si sólo hubiese dependido de la vigilancia de los hom¬bres que trabajaban en la tienda, cuando un vecino que se encon¬traba en una casa que había al otro lado de la calle, al verme entrar y observando que no había nadie en la tienda, atravesó co¬rriendo y sin preguntarme quién era ni lo que deseaba, me agarró fuertemente y llamó a gritos a la gente del taller. Como ya he dicho, yo no había tocado nada aún y al oír que alguien corría hacia la tienda, tuve la presencia de ánimo de gol¬pear ruidosamente el suelo con los pies y también de empezar a gritar cuando aquel hombre me puso la mano encima. Sin embargo, como hacía siempre que demostraba tanto más valor cuanto mayor era el peligro, cuando aquel individuo quiso detenerme sostuve con toda serenidad que había entrado para comprar media docena de cucharas de plata, y tuve la gran suerte de que aquel platero vendiera cubiertos e incluso los fabricase para otras tiendas. El hombre se echó a reír al oír aquella excusa y en su celo por destacar el servicio que había hecho a su vecino, insistió en que yo no había entrado para comprar, sino para ro¬bar. Con ello, se congregó una gran multitud. Dije al dueño de la tienda, que acababa de ser avisado por alguien que se había acercado, que era inútil armar un jaleo y seguir discutiendo acer¬ca de aquel asunto. El vecino había insistido en que yo había en¬trado allí para robar y tendría que probarlo y yo deseaba que todos compareciéramos ante un magistrado sin necesidad de pro¬nunciar más palabras, pues empezaba a comprender que lo mejor sería mostrarme inflexible con el hombre que me había sorpren¬dido. En realidad, el dueño y la dueña de la tienda no eran tan testa¬rudos como el individuo de la casa de enfrente, y el hombre me dijo: -Señora, tal vez hayáis entrado en mi tienda con la mejor intención del mundo, pero no deja de ser una cosa extraña en¬trar en una tienda como la mía no habiendo nadie en ella, y no haría justicia a mi vecino, que tan amable ha sido conmigo, si no reconociera que le asiste parte de razón. De todos modos, no puedo asegurar que intentarais apoderaros de algo, y en realidad no sé qué hacer. Le apremié para que compareciera conmigo ante un magis¬trado, y si podía probárseme algo que indicase intención de robar yo me sometería de buena gana, pero si ocurría lo contrario exi¬giría una reparación. Mientras debatíamos aquel punto y habiéndose congregado un nutrido grupo de personas ante la puerta, acertó a pasar por allí sir T. B., un regidor de la ciudad y juez de paz, y al enterarse el orfebre salió para rogar a Su Señoría que entrara y decidiera d caso. Para hacer justicia al platero, he de decir que relató lo suce¬dido con toda exactitud y moderación, y el individuo que había querido detenerme contó su historia con gran acaloramiento y de un modo apasionado, cosa que me hizo más bien que mal. Me llegó a mí la vez de hablar y expliqué a Su Señoría que era foras¬tera en Londres y que acababa de llegar del Norte. Le di mi dirección y expliqué que pasaba por la calle y había entrado en la tienda del joyero para comprar media docena de cucharas. Por suerte, llevaba una vieja cuchara de plata en el bolsillo, y sacándola le conté que llevaba aquella cuchara para compararla con media docena de cucharas nuevas, de modo que hicieran juego con otras que tenía en mi casa en el campo. Al no ver a nadie en la tienda, había golpeado muy fuerte con los pies en el suelo para que alguien me oyera y también había llamado en voz alta. Era verdad que había objetos de plata en la tienda, pero nadie podía decir que los hubiese tocado, ni si¬quiera que me hubiera acercado a ellos. Entonces un individuo entró corriendo en la tienda, procedente de la calle, y me agarró con unos modales violentos en el preciso momento en que yo estaba llamando a la gente de la tienda y si hubiera tenido ver¬daderamente la intención de prestar un servicio a su vecino, se habría mantenido a distancia y habría vigilado en silencio para ver si yo tocaba algo o no, y en caso afirmativo habría podido entrar sorprendiéndome con las manos en la masa. -Esto es cierto -dijo el regidor. Y volviéndose hacia el hombre que me había detenido le pre¬guntó si era verdad que yo estaba golpeando el suelo con los pies. El hombre contestó que sí, pero que ello podía ser debido a su entrada en la tienda. -Nada de eso -dijo el regidor, interrumpiéndolo-. Ahora os estáis contradiciendo, pues acabáis de decir que ella estaba en la tienda y que os daba la espalda, por lo que no pudo veros hasta que le pusisteis la mano encima. Desde luego, yo había estado de espaldas a la calle, pero como mi oficio requería mirar un poco a todas partes a la vez, en rea¬lidad me había dado cuenta de que se acercaba aunque él no lo advirtiese. Terminado el interrogatorio el regidor expuso su opinión de que el vecino había cometido un error y que yo era inocente. El orfebre y su esposa estuvieron de acuerdo y quedé en libertad, pero cuando me disponía a marcharme, el regidor dijo: -¡Un momento, señora! Si pensabais comprar cucharas, es¬pero que no permitiréis que este amigo pierda un cliente a causa de un error. -No, señor, compraré las cucharas si hacen juego con ésta que he traído de muestra. El joyero me enseñó varias del mismo juego, las pesó y me dijo que costaban treinta y cinco chelines. Yo saqué mi bolsa para pagarlas, y en ella llevaba unas veinte guineas, pues nunca salía sin llevar conmigo una suma respetable, por lo que pudiera ocu¬rrir, y ya en otras ocasiones había sacado partido de ella. Cuando el regidor vio mi bolsa, dijo: -Perfectamente, señora. Ahora sí que estoy convencido de que os han interpretado mal. Os he pedido que comprarais las cucharas y me he quedado para presenciar la operación. Si no hubierais tenido dinero para pagarlas, habría sospechado que no habíais entrado en la tienda con intención de comprar, pues no me cabe duda de que las personas que abrigan designios como los que os pretendían achacar rara vez llevan tanto dinero en el bolsillo, como, según veo, lleváis vos. Sonreí y dije a Su Señoría que en este caso debía algo de su favor a mi dinero, pero que esperaba que también juzgase razo¬nable la justicia que me había hecho antes. Contestó que sí, pero que aquello había confirmado su opinión y que se hallaba plena¬mente convencido de que se me había infligido una afrenta. De este modo, abandoné aquel lugar con todos los honores, a pesar de haberme hallado al borde del desastre. . Tres días después, y sin que aquel peligro me hubiera hecho más cautelosa, como había sido antes, y siempre siguiendo la ca¬rrera que durante tanto tiempo había practicado, me aventuré en el interior de una casa cuya puerta estaba abierta' y me apo¬deré, sin pensar que podía ser vista, de dos piezas de seda estam¬pada de la llamada brocado y de gran calidad. No era una mer¬cería ni el almacén de un mercero, sino que parecía una vivienda particular habitada por alguien que se dedicaba a vender los gé¬neros de los tejedores a los tenderos actuando cómo intermedia¬rio. Para abreviar esta página negra de mi historia, diré que fui sorprendida por dos criadas que se abalanzaron gritando contra mí cuando cruzaba la puerta, y una de ellas me metió de un em¬pujón en el cuarto mientras la otra cerraba la puerta. Intenté parlamentar con ellas, pero no me dejaron. Dos dragones enfu¬recidos no hubieran mostrado más ira que ellas; rasgaron mis ropas y gritaron y rugieron como si se dispusieran a asesinarme. Vino después la dueña de la casa seguida por el propietario, y todos ellos se mostraron muy indignados, sobre todo en los pri¬meros momentos. Yo hablé con mucha finura dirigiéndome al dueño y expliqué que la puerta estaba abierta y que había cosas que representaban una tentación para mí, puesto que era pobre y muy desgraciada y que la pobreza era algo que a veces no se podía resistir, y le su¬pliqué con lágrimas en los ojos que se apiadase de mí. La dueña de la casa inclinóse hacia la compasión y se mostró dispuesta a dejarme marchar y casi llegó a persuadir también a su marido, pero las dos malditas criadas habían salido, antes de que nadie se lo ordenase, en busca de un alguacil, y entonces el propietario de la casa dijo que no podía echarse atrás. Debía comparecer ante el juez, y explicó a su esposa que podía verse en un serio conflicto si me dejaba marchar. La aparición del alguacil me paralizó de terror, y de haber podido me hubiera escondido debajo del suelo. Fingí desmayarme y algunos creyeron que había muerto. La mujer volvió a inter¬venir en mi favor y rogó a su marido que, puesto que no había cogido nada, me dejara marchar. Yo le ofrecí pagarle las dos pie¬zas aunque no me había quedado con ellas, y argumenté que si él recuperaba lo que le pertenecía y no había sufrido pérdida alguna sería inhumano llevarme al patíbulo y verter mi sangre tan sólo por el intento de apoderarme de ello. Advertí al algua¬cil que no había violentado ninguna puerta ni me había llevado nada, y cuando comparecí ante el juez y alegué que no había forzado puertas ni me había llevado ninguna prenda, éste mostróse predispuesto a dejarme en libertad, pero la desvergonzada moza que me había detenido afirmó que yo me marchaba con las telas y que ella me lo impidió obligándome a entrar otra vez a empujones cuando ya me hallaba en el umbral. En vista de ello, el juez extendió la orden de arresto y fui trasladada a Newgate. ¡Horrible lugar! Mi sangre se hiela al oír su nombre. La prisión donde tantos amigos míos habían sido encerrados y desde la cual muchos partieron hacia el árbol fatal. El lugar donde mí padre pasó por tantos sufrimientos, donde yo vine al -mundo y en el cual no esperaba más redención que una muerte infamante. Para terminar, el lugar que llevaba tanto tiempo esperándome y que hasta entonces, con un alarde de habilidad y de suerte, había con¬seguido evitar. Hallábame ya presa y no me es posible describir el terror que me dominaba cuando me vi allí por primera vez y presencié a mi alrededor todos los horrores de aquel lugar siniestro. Me consi¬deré perdida y pensé que nada podía esperar ya del mundo como no fuese salir de él de la manera más infamante. El ruido infer¬nal, los rugidos, los juramentos y los clamores, el hedor y la su¬ciedad y el sinnúmero de penosos detalles que allí pude observar parecían unirse para que aquello pareciera el anuncio del mismo infierno. Entonces me reproché las muchas advertencias que mi propia razón me había hecho, y que ya he explicado antes, con respecto a mi extraordinaria suerte y a los muchos peligros que había esquivado, aconsejándome que me retirase mientras aún estaba a tiempo. Recordé también cómo me había resistido a ellas y había endurecido mis sentidos contra aquel temor. Parecióme como si un destino inevitable me hubiese arrastrado hacia aquel lugar y que iba a expiar todos mis delitos en el patíbulo. Pensé también que mi sangre debía servir de satisfacción a la justicia y que había llegado la última hora de mi vida y de mis fechorías. Estas ideas se mezclaron confusamente en mi cabeza y me sumie¬ron en un abatimiento lleno de melancolía y desesperación. Entonces me arrepentí sinceramente de todo mi pasado, pero este arrepentimiento no me proporcionó ninguna satisfacción, ni mucho menos la paz, pues me dije a mí misma que se trataba de un arrepentimiento fruto de la impotencia para cometer nuevos pecados. Me pareció que no lamentaba haber cometido aquellos crímenes, a pesar de ser ofensas contra Dios y el prójimo, sino que me dolía el castigo que iba a sufrir por ellos. Pensé que era una penitente, no por lo que había pecado, sino por los sufri¬mientos que me esperaban, y ello disipó en mis pensamientos toda tranquilidad e incluso la esperanza de un arrepentimiento auténtico. Durante unos días y unas noches después de mi llega¬da a aquel lugar maldito no me fue posible dormir y poco me hubiese importado morir allí mismo, aunque tampoco conside¬raba la muerte como es debido. En realidad, mi imaginación no podía concebir nada más horrible que aquel lugar y nada podía ser tan odioso para mí como las personas que me rodeaban. Me hubiera considerado feliz si me hubieran enviado a cualquier otra parte del mundo, con tal de que no fuese Newgate. Además, ¡cómo se alegraron las otras presas que ya llevaban tiempo allí al enterarse de mi llegada! ¿Cómo? ¿Mistress Flanders ha llegado a Newgate por fin? ¿Qué? ¿Mistress Mary, mistress Molly, y después Moll Flanders a secas? Creían que el dia¬blo me había estado ayudando, según dijeron, puesto que la suerte me había sonreído tanto tiempo. Hacía muchos años que me estaban esperando. ¡Y por fin había llegado! Después se bur¬laron de mi desgracia, me dieron la bienvenida a la casa, me aconsejaron que no me dejase abatir, me dieron ánimos, me di¬jeron que tal vez las cosas no me irían tan mal como yo temía y otras lindezas por el estilo. Después pidieron brandy y bebieron a mi salud, pero me obligaron a pagarlo alegando que yo acababa de llegar a la casa y que sin duda tenía dinero en el bolsillo, pues ellas no tenían ni un penique. Pregunté a una de ellas cuánto tiempo llevaba allí y me con¬testó que cuatro meses. Inquirí qué impresión le había causado cuando llegó. -La misma que a ti -me dijo-. Aborrecible y espantoso. Creí hallarme en el infierno y sigo creyéndolo todavía, pero ahora ya me he acostumbrado y me tiene sin cuidado. -Supongo -aventuré yo- que tu vida no corre peligro. -Te equivocas al suponerlo, te lo aseguro. Lo que ocurre es que alegué estar encinta, pero estoy tan embarazada como el juez que me juzgó y espero que no tardarán en volver a llamarme. Se refería a volver a ser juzgada. Cuando a una mujer se le ha concedido una prórroga debido a su embarazo y resulta que no lo está o de estarlo ha dado a luz, se la vuelve a juzgar. -¿Y cómo puedes estar tan tranquila? -le pregunté. -¡Ay, hija! -replicó-. ¿Y qué quieres que haga? ¿De qué sirve entristecerse? Si me ahorcan, terminarán todas mis cuitas. Y diciendo esto se alejó cantando una canción compuesta por algún ingenioso habitante de Newgate: Si me cuelgan de la soga, oiré el tañido de la campana y esto marcará el final de la pobre Jenny. Menciono este detalle porque vale la pena que cualquier delin¬cuente que haya ido a parar a la siniestra prisión de Newgate observe cómo el tiempo, la necesidad y la conversación con los desdichados allí recluidos llegan a convertir aquel lugar en algo familiar, y cómo al final logran reconciliarse con lo que al prin¬cipio era su mayor preocupación recobrando en su infortunio la misma impúdica alegría y el mismo donaire que ostentaban antes de entrar allí. No soy yo de los que aseguran que el diablo no es tan feo como lo pintan, pues no hay pluma que pueda trazar un cuadro auténtico del lugar ni espíritu que pueda concebirlo con exacti¬tud sin haber estado allí. Pero el modo como el infierno puede convertirse gradualmente en algo natural, y no sólo tolerable sino incluso agradable, es un hecho incomprensible para los que, como yo, lo han experimentado. La misma noche que fui conducida a Newgate mandé una co¬municación a mi maestra, que tuvo una gran sorpresa, como bien puede suponerse, y pasó una noche casi tan terrible como la mía en la prisión. Vino a verme la mañana siguiente e hizo cuanto pudo para reconfortarme, pero comprendió que sus esfuerzos eran inútiles. Sin embargo, como ella dijo, dejarse abrumar por el peso equi¬valía a incrementarlo y se puso inmediatamente a llevar a cabo las gestiones más apropiadas para evitar lo peor. Lo primero que hizo fue ponerse en contacto con una de las dos arpías que me habían sorprendido. Habló con ellas, trató de persuadirlas, les ofreció dinero y, en una palabra, trató por todos los medios ima¬ginables de evitar su acusación. Llegó a ofrecer a una de las cria¬das cien libras para abandonar a su dueña y no comparecer en mi juicio, pero la muchacha se mostró tan obstinada que, a pesar de ser una sirvienta que no ganaría más de tres libras al año, rechazó la oferta y la hubiese rechazado, como dijo mi maestra, aunque hubiese llegado a las quinientas guineas. Después se de¬dicó a la otra criada que, al parecer, no era tan testaruda como la primera y a veces parecía inclinada a mostrarse compasiva, pero la otra se mantuvo en sus trece y la obligó a cambiar de opinión, y no sólo no cedió ante las súplicas de mi maestra, sino que llegó a amenazarla con hacerla prender si intentaba falsear la verdad. Después la emprendió con el dueño de la casa, o sea con el hombre cuyos bienes yo había intentado robar, y en especial con su mujer que, como ya he dicho, sintió al principio cierta compasión por mí. Descubrió que la mujer seguía manteniendo el mismo criterio, pero el marido alegó que la misma justicia que me había arrestado a mí le obligaba a él a sostener la denuncia, y que no-podía desentenderse de ello: Mi maestra se ofreció para buscar amigos que se ocuparían de hacer desaparecer sus declaraciones, y que ello no debía in¬quietarle, pero no pudo convencerlo de que esto era posible ni de que podía pasarse sin reproducir su testimonio contra mí. Por tanto, yo iba a tener tres testigos de cargo, el dueño y las dos criadas, en una palabra, que podía estar tan segura de que me jugaba la vida como de que por entonces seguía viviendo y tan sólo me quedaba pensar en la muerte y prepararme debidamente. Como he mencionado ya, contaba únicamente con una base muy endeble, puesto que todo mi arrepentimiento me parecía ser efecto del miedo que sentía en aquel momento y del pesar que debía sentir por la desastrosa vida que había llevado y que había sido causa de mis desdichas y por haber ofendido a mi Creador que no tardaría en convertirse en mi propio juez. Pasé unos días allí con el alma llena de los más intensos horrores. Tenía la muerte ante mí, y día y noche no hacía más que pensar en horcas y sogas, en diablos y malos espíritus. No puedo expresar mi terror en palabras ni explicar cómo me hallaba aco¬rralada entre la atormentadora aprensión de la muerte y el re¬mordimiento de mi conciencia que me reprochaba mi desastroso pasado. El capellán de Newgate vino a verme y me dirigió unas pala¬bras, pero todos sus buenos oficios consistieron en alentarme para que confesara mi crimen, aunque no sabía la causa de mi encarcelamiento, sin cuyo requisito, según afirmó, Dios no me perdonaría nunca, y tan parco fue su parlamento que yo no obtuve el menor consuelo con sus palabras. Por otra parte, ver a aquel pobre hombre predicándome arrepentimiento por la mañana y descubrir que al mediodía ya estaba borracho de brandy me produjo una gran impresión, de modo que el capellán em-pezó a asquearme más que su misión, y lo mismo me ocurrió también con ésta de un modo gradual y por culpa suya. Al final, deseé que no viniera a importunarme más. No sé cómo pudo ocurrir, a no ser que fuese obra de las infa¬tigables gestiones de mi diligente maestra, pero lo cierto es que no tuve que comparecer en las primeras sesiones del gran jurado en Guildhall. Por tanto, tuve cuatro o cinco semanas de respiro. Esto hubiera tenido que ser aprovechado por mí como un tiempo adicional para reflexionar sobre mi pasado y como preparación paya lo que tenía que venir. En otras palabras, hubiera debido considerarlo como un período apto para mi arrepentimiento y emplearlo como tal, pero no pudo ser así. Lamentaba mucho, como antes, hallarme en Newgate, pero eran muy escasos los síntomas de arrepentimiento que se manifestaban en mí. Por el contrario, igual que las aguas de las cavidades y grutas de las montañas que petrifican y convierten en roca todo aquello que se halla sometido a su goteo, mis continuas conversaciones con aquella pandilla de delincuentes que me rodeaba ejercieron sobre mí los mismos efectos que habían obrado sobre los demás. Fui degenerando hasta transformarme en .piedra, en un ser estú¬pido y desprovisto de sentidos, y al final en un ser desequili¬brado como ellos. Al poco tiempo me sentía tan complacida y a mis anchas en aquel lugar como si hubiese nacido allí. Apenas resulta posible imaginar que nuestras naturalezas sean capaces de tanta degeneración como para llegar a considerar tran¬quilo y agradable un lugar donde reina la más absoluta miseria. He aquí una circunstancia de la que difícilmente podría hallarse un ejemplo peor. Me sentía todo lo exquisitamente desdichada que podía serlo una persona que poseyera vida, salud y dinero, como era mí caso. Las culpas pesaban sobre mí con fuerza suficiente para hundir a cualquier criatura a la que quedara aún un mínimo de reflexión v conservase algún sentido de la felicidad de esta vida o de la desdicha de otra. Si antes había experimentado un principio de remordimiento, pero no de arrepentimiento, ya no sentía ni lo uno ni lo otro. Se me acusaba de un delito cuyo castigo, según nuestras leyes, era la muerte, y las pruebas eran tan evidentes que no me daban pie para declararme inocente. Poseía también la nombradía de una delincuente veterana, de modo que sólo me cabía esperar la muerte al cabo de unas semanas. Tampoco pasaba por mi mente la idea de evadirme, y en cambio, se había apoderado de mí un extraño letargo. No quedaban en mí ni zozobras, ni aprensiones, ni pena, y los efectos de la primera sor¬presa se habían desvanecido. No sé que se había hecho de mí. Mis sentidos, mi razón, hasta mi conciencia, estaban adormilados. Durante cuarenta años, mi vida había sido una horrible mezcla de delitos, de prostitución, de adulterio, de incestos, de robos y de mentiras. En una palabra, con la excepción de la traición y el asesinato, nada había dejado de practicar desde los dieciocho años hasta los sesenta, edad en que me hallé ante las puertas del castigo. Pero a pesar de que la muerte se cernía ya sobre mí, no tenía una noción exacta de mi situación ni pensaba siquiera en el cielo o el infierno. Solamente experimentaba una ligera sensación semejante al dolor que se siente por una ligera pun¬zada y desaparece. Tampoco tenía ánimos para pedir perdón a Dios, ni pensaba en ello. Y con esto, según creo, he ofrecido una breve descripción de la más lamentable miseria que pueda existir sobre la Tierra. Todos mis aterradores pensamientos se habían esfumado, los horrores del lugar me eran ya familiares, y ya no me molesta¬ban los ruidos y la algarabía de la prisión. En resumen, me habían convertido en un habitante más de Newgate tan vil y desprecia¬ble como cualquiera de los demás. Apenas conservaba los hábitos y costumbres de la buena educación que hasta entonces se ha¬bían transparentado en mi conversación y era tan grande la dege¬neración a la que había llegado que parecía como si nunca hubie¬ra sido una persona distinta a lo que era entonces. En este difícil momento de mi vida tuve otra súbita sorpresa que me inspiró un sentimiento de pesar del que ya me creía in¬mune. Me dijeron que la noche anterior, a hora ya muy avanza¬da, habían sido conducidos a la prisión tres salteadores de cami- nos que habían cometido un robo en la carretera que conduce desde Windsor hasta Hounslow Heath. Perseguidos hasta Uxbridge por las fuerzas del Condado, los tres bandoleros habían sido capturados después de ofrecer una viva resistencia. En el transcurso de la pelea resultaron heridos no sé cuántos habitan¬tes del Condado, y algunos perdieron la vida. No es de extrañar que todas las presas sintiéramos deseos de ver a tan bravos y destacados caballeros de los que se decía que no admitían comparación con los demás hombres del oficio, especialmente porque se rumoreaba que por la mañana serían trasladados a otra ala del edificio, puesto que incluso habían dado dinero al jefe de la prisión para que los trasladase a la parte mejor de la misma. Por tanto, todas las mujeres nos agrupamos a su paso para conseguir verlos, pero cuál no sería mi asombro y sorpresa al reconocer en el primero de ellos a mi marido de Lancashire, el mismo que vivía tan bien en Dunstable y el mis¬mo al que más tarde vi en Brickhill cuando yo estaba casada con mi último marido, como ya he relatado. Aquella visión me dejó aturdida y no supe qué hacer ni qué decir. El no me reconoció y éste fue mi único consuelo. Me apar¬té de mis compañeras y me retiré a un lugar tan solitario como podía permitir aquel espantoso lugar, y allí lloré amargamente un buen rato. « ¡Soy un ser despreciable! -me dije a mí misma-. ¿A cuán¬tas personas habré hecho desgraciadas? ¿A cuántos seres desdi¬chados he mandado a hacer compañía al diablo? » Cargué en mi conciencia todas las desventuras de aquel ca¬ballero. Me había dicho en Chester que estaba arruinado y que su fortuna había sido dilapidada por culpa mía, puesto que cre¬yéndome mujer acaudalada había contraído deudas por un valor muy superiora lo que podía pagar y no sabía qué hacer. Me ase¬guró que se alistaría en el ejército y que tomaría el mosquete, o que compraría un caballo y se iría a correr mundo, como él decía, y aunque nunca le dije que yo poseía una fortuna y por tanto no llegué a mentirle a este respecto, desde luego lo alenté a creer tal cosa y por este motivo yo fui la causa y origen de sus fecho¬rías. La sorpresa de verlo allí me produjo una profunda impresión y me dio motivo para unas reflexiones más profundas que todas las que me había hecho hasta entonces. Día y noche estuve preo¬cupándome por él, sobre todo cuando me dijeron que era el ca¬pitán de la banda y que había cometido tantos robos que a su lado Hind, Whitney o el Granjero Dorado no eran más que unos simples aficionados, y que sería ahorcado aunque fuese el único habitante del país en que había nacido. También me aseguraron que eran innumerables las personas que declararían en contra suya. La compasión que por él sentía llegó a abrumarme. Mi propia situación no me inquietaba si la comparaba con la suya, y por su causa me llené de reproches. Lamenté su situación y el peligro que entonces lo amenazaba, hasta el punto de que nada fue capaz de consolarme y volvieron a acometerme las primeras re¬flexiones que antes me había hecho acerca de la vida horrible y detestable que había llevado hasta entonces, y con ellas el aborre¬cimiento del lugar en que me hallaba y de mi existencia en él. Cambié, pues, otra vez y me convertí en una persona distinta. Mientras me hallaba bajo aquella penosa influencia, me llega¬ron noticias de que en las próximas sesiones del tribunal había una citación presentada ante el gran jurado contra mí y que a no dudar mi delito sería juzgado en el Old Bailey. Mi carácter había sufrido un gran cambio y la endurecida y maligna audacia de mi espíritu se derrumbó. Consciente de mis culpas, una sensación de responsabilidad empezó a adueñarse de mi espíritu. Dicho de otro modo, empecé a pensar, y ello significó el primer paso desde los infiernos hacia el cielo. Aquel carácter demoníaco y corrompido del que tanto he hablado antes no era sino una pri¬vación de la facultad de pensar, y el que recupera el don del pen¬samiento está salvado. Tan pronto como empecé a pensar, lo primero que se me ocu¬rrió fue exclamar: -¡Dios mío! ¿Qué será de mí? ¡Es seguro que moriré! Con toda seguridad seré juzgada y después de ello no me quedará más que la muerte. No tengo amigos. ¿Qué voy a hacer? No cabe duda de que me condenarán. ¡Señor, tened piedad de mí! ¿Qué va a ser de mí? Podrá creerse que, por ser los primeros después de tanto tiem¬po, aquellos pensamientos eran muy lúgubres, pero en ellos no había más que temor de lo que se avecinaba. En ninguno había ni un ápice de remordimiento. Mi pavor era inmenso y mi desconsuelo inconmensurable. Al sentirme tan sola, sin nadie a quien poder confiar mis cuitas, aquel desasosiego pesaba de tal modo sobre mí que muchas veces prorrumpía en sollozos. Mandé a buscar a mi maestra y ella se comportó como una verdadera amiga. No dejó nada por remo¬ver para evitar que el gran jurado aceptara la denuncia contra mí. Buscó un par de componentes del jurado y habló con ellos haciendo todo lo que pudo para inculcarles una disposición fa¬vorable, alegando que yo no había robado nada, que no había forzado ninguna puerta, etc. Pero todo fue inútil, la mayoría se impuso y las dos criadas mantuvieron su acusación. El jurado aceptó la denuncia presentada contra mí por robo con fractura. Cuando me enteré de aquellas noticias perdí el conocimiento, y cuando volví en mí creí que iba a morirme del disgusto. Mi maestra se comportó como una madre. Vino a verme y lloró con¬migo, pero no consiguió consolarme. Para aumentar aún más mi terror, en toda la prisión se decía que aquello me costaría la vida. Podía oír a menudo cómo las demás presas lo comentaban entre sí, y veía cómo movían la cabeza a la vez que se lamenta¬ban de ello como era costumbre en aquel lugar. Pero nadie venía a decirme algo, hasta que por fin uno de los carceleros se dirigió a mí en privado y me dijo suspirando: -Mistress Flanders, vais a ser juzgada el viernes y estamos ya a miércoles. ¿Qué pensáis hacer? Palidecí intensamente y contesté: -¡Sabe Dios lo que voy a hacer! ¡Por mi parte, no tengo ni la menor idea! -No quiero datos falsas esperanzas -dijo el carcelero-. Es mejor que os preparéis a morir, pues sin duda alguna seréis decla¬rada culpable, y puesto que aseguran que sois reincidente en vuestros delitos, no creo que podáis contar con alguna clemencia. Dicen que vuestro caso está perfectamente claro y que los testi¬gos jurarán de tal modo que sois culpable que nada podréis opo¬ner en vuestra defensa. Aquello fue como un golpe asestado en el punto más vital de un ser ya oprimido por sus temores, y durante un buen rato me sentí incapaz de articular palabra alguna. Por último, estallé en sollozos y exclamé: -¡Dios mío! ¿Y qué puedo hacer yo? -¿Hacer? -contestó el carcelero-. Enviar a buscar al ca¬pellán, enviar a buscar un sacerdote y hablar con él, pues a me¬nos que contéis con muy buenos amigos, mistress Flanders, po¬déis consideraros borrada del mundo de los vivos. No dejaba de ser un buen consejo, pero resultaba muy brusco para mí, o por lo menos así lo creí entonces. Me quedé sumida en la mayor confusión que pueda imaginarse y toda aquella noche la pasé despierta. Después empecé a rezar mis oraciones, cosa que había hecho muy pocas veces desde la muerte de mi último marido. No sé si puedo calificar de oraciones mis lamen¬taciones, pues era tan grande mi desasosiego y tan vivo el terror que sentía que aunque lloré y repetí varias veces la jaculatoria « ¡Señor, tened piedad de mí! », en ningún momento tuve en cuen¬ta que era una miserable pecadora ni pensé en confesar mis fal¬tas a Dios pidiéndole perdón por mis muchos pecados. Me abru¬maba la gravedad de mi situación, tener que ser juzgada y el estar segura de mi condena y ejecución, y pensando en ello grité du¬rante toda la noche: -¡Señor! ¿Qué será de mí? ¡Señor! ¿Qué puedo hacer? ¡Se¬ñor, me ahorcarán! ¡Señor, apiadaos de mí! Mí pobre y afligida maestra estaba tan angustiada como yo y mostraba un arrepentimiento mucho mayor, aunque no corría peligro de tener que comparecer ante un tribunal para ser juz¬gada. No es que no lo mereciera tanto como yo, y ella era la primera en reconocerlo, pero no había hecho nada durante mu¬chos años, aparte de hacerse cargo de lo que los demás robaban y alentarnos a seguir robando. Pero se echó a llorar desespera¬damente, retorciéndose las manos y gritando que estaba perdida, que pesaba sobre ella una maldición de los cielos, que se conde¬naría, que había sido la perdición de todos sus amigos, que tal y cual habían acabado en el patíbulo por su culpa, y nombró a diez u once personas, algunas de las cuales eran conocidas mías, _que habían tenido tan triste final. Añadió que era también la causa de mi desgracia, puesto que ella me había persuadido para continuar cuando yo estaba dispuesta a abandonar mi oficio. Al llegar a este punto, la interrumpí: -¡No, señora, no! No digáis esto, puesto que vos queríais que me retirase cuando obtuve el dinero del mercero y también cuando regresé de mi viaje a Harwich, y yo no quise escucharos. Por tanto, no tenéis por qué acusaros. Soy yo la causa de mi ruina y la que me he precipitado en esta mísera situación. Como puede verse, no había remedio y la acusación siguió en pie. El martes fui conducida a la sala de sesiones y allí se me comunicó mi proceso. Al día siguiente todo quedó listo para el juicio. Al incoarse el proceso me declaré «no culpable» y en rea¬lidad podía hacerlo, pues la acusación era de robo con premedi¬tación, o sea por el robo de dos piezas de brocado, valoradas en cuarenta y seis libras y propiedad de Anthony Johnson y por forzar las puertas de la casa de éste. Yo sabía muy bien que nun¬ca conseguirían probar que hubiese forzado las puertas ni si¬quiera que hubiera tocado un pestillo. Cuando comenzó la vista y se leyó la acusación me entraron ganas de hablar, pero me habían dicho que primero debían ha¬cerlo los testigos y que después se me concedería la palabra a mí, aunque dijeron la verdad procuraron agravar los hechos tanto como pudieron y juraron que las telas se hallaban en mi poder, que las había ocultado entre mis ropas, que me disponía a mar-charme con ellas, que ya tenía un pie en el umbral cuando ellas llegaron, y que después puse el otro pie, de modo que me ha¬llaba ya en la calle antes de que me detuvieran, y que después se apoderaron de mí, me obligaron a entrar de nuevo y recuperaron las piezas de tela. En general, aquellos datos eran verídicos pero creo, e insistí sobre el particular, que me detuvieron antes de que yo hubiera atravesado el umbral de la casa. Pero no era cosa que importase mucho, pues lo cierto es que me había apoderado de las piezas y _e me disponía a marcharme con ellas cuando fui sorprendida. Sin embargo, alegué que no había robado nada, que ellos nada habían perdido, que la puerta estaba abierta y que yo entré al ver los géneros en el interior, con la intención de comprarlos. Si los había cogido al ver que no había nadie en la casa, esto no quería decir que tuviera la intención de robarlos, puesto que sólo los había llevado hasta la puerta, sin cruzarla, con la inten¬ción de examinarlos a la luz del día. El tribunal no quiso admitir aquella justificación y rechazó la posibilidad de que yo pretendiera comprar las telas ya que la casa no era ninguna tienda para la venta al público. En cuanto a lo de llevarlas hasta la puerta para verlas mejor, las dos criadas se rieron con insolencia y exhibieron su ingenio ante el tribunal diciendo que sin duda las había examinado muy bien y que me habían gustado desde el momento que las había ocultado entre mis ropas y me disponía a marcharme con ellas. Finalmente fui declarada culpable de robo, pero se me eximió de la agravante de fractura, cosa que me proporcionó muy escaso consuelo, toda vez que lo primero comportaba una sentencia de muerte, y lo segundo hubiera hecho otro tanto. El día siguiente volví a comparecer para escuchar la sentencia y cuando me pre¬guntaron qué tenía que alegar antes de ser pronunciada la sen¬tencia, permanecí silenciosa durante un buen rato, pero alguien que estaba detrás de mí me apremió en voz alta para que hablase ante los jueces, pues ello podía redundar en mi favor. Este con¬sejo me animó y les dije que nada podía alegar para detener la sentencia, pero que sí podía decir mucho para suplicar la de¬mencia del tribunal. Esperaba que se tuvieran en cuenta las cir¬cunstancias que habían concurrido en mi delito, pues no había violentado la puerta ni me había llevado nada; que nadie había sufrido pérdidas; que la persona a quien pertenecían aquellos bienes estaba dispuesta a unirse a mi petición de clemencia, cosa que hizo, y muy honradamente, y que, en el peor de los casos, se trataba de mi primer delito y que nunca había comparecido ante un tribunal de justicia. En resumen, hablé con más bríos de loo que hubiera creído ser capaz y con un tono tan lleno de emo¬ción y acompañado de lágrimas, aunque evitando que éstas pu¬dieran entorpecer mi parlamento, que pude observar cómo pro¬vocaba la emoción de otras personas que estaban escuchándome. Los jueces permanecieron graves y silenciosos, me concedie¬ron plena audiencia y el tiempo necesario para decir todo lo que quisiera, pero sin afirmar ni negar pronunciaron la sentencia de muerte, una sentencia que fue para mí como la misma muerte y que me dejó anonadada. Todos mis ánimos me abandonaron, mi lengua enmudeció y mis ojos fueron incapaces de contemplar ni a Dios ni a los hombres. Mi pobre maestra estaba desconsolada y ella, que había sido antes mi apoyo, necesitó ser reconfortada. Llorando y rabiando alternativamente, completamente fuera de sí, era la imagen exac¬ta de una loca recluida en Bedlam. No sólo la desesperaba lo que me había ocurrido a mí, sino que la había invadido el horror ante su propia vida ruin, y empezó a contemplar su pasado de un modo muy distinto al mío, pues se mostró del todo arrepen¬tida de sus pecados e invadida por el dolor ante tanto infortunio. Mandó también buscar a un sacerdote, un hombre recto, honrado y piadoso, y con su ayuda, se dedicó con tanta voluntad a con¬seguir un sincero arrepentimiento que tengo la seguridad, y tam¬bién la tuvo el clérigo, de que pudo ser considerada como una auténtica penitente. Es más, no se limitó a serlo en aquella ocasión, dadas las circunstancias, sino que perseveró en su actitud, según supe después, hasta el día de su muerte. Es difícil expre¬sar cuál era entonces mi situación. No tenía delante de mí sino una muerte inmediata, y como no contaba con amigos que pu¬dieran ayudarme o hacer gestiones en mi favor, no esperaba más que ver mi nombre en la lista siniestra que debía de aparecer el viernes siguiente anunciando mi ejecución y la de cinco conde¬nados más. Entretanto, mi pobre maestra me procuró la visita de un sacer¬dote que vino a verme a instancias suyas primero, y mías después. Me exhortó gravemente a arrepentirme de todos mis pecados y a no perder más tiempo, sin engañarme a mí misma con espe¬ranzas de vivir, pues, según me dijo, estaba informado de que no me quedaba ninguna posibilidad. Lo que tenía que hacer sin falta era elevar mi alma a Dios y suplicar su perdón en nombre de Jesucristo. Realzó sus exhortaciones con citas adecuadas de las Santas Escrituras recomendando el arrepentimiento a los peo¬res pecadores e instándoles para que se apartaran de sus sende¬ros tortuosos y después se arrodilló y rezó conmigo. Por primera vez empecé a experimentar síntomas de un autén¬tico arrepentimiento y comencé a considerar mi pasado con horror y a tener un punto de vista distinto sobre los diversos aspectos de mi vida, y no fueron pocas las cosas que adquirieron otro aspecto del que tenían antes. Los hechos más destacados, , las sensaciones de felicidad y de alegría y las penas de mi existen¬cia quedaron relegadas a segundo término y fueron sustituidas en mis pensamientos por algo infinitamente superior a todo lo que había conocido durante mi existencia hasta el punto de que me parecía una estupidez dar valor aunque fuese a lo más valioso de la tierra. La palabra «eternidad» se me representó con todos sus incom¬prensibles aditamentos y adquirí unas nociones tan extensas ' acerca de ella que no sé cómo expresarlas. A su lado, ¡qué viles, groseras y absurdas parecían todas las cosas agradables! Me re¬fiero a lo que antes había considerado como agradable y especial¬mente cuando pensaba que aquellos placeres tan sórdidos eran el cebo para que pusiéramos en peligro la felicidad eterna. Estas reflexiones fueron acompañadas a su debido tiempo por severos reproches interiores contra mi vergonzosa conducta an¬terior. Descubrí que me había despojado de toda esperanza de felicidad en una eternidad en la que estaba a punto de entrar y que, por el contrario, me había hecho merecedora a todos los sufrimientos de una vida que, por desgracia, también era eterna. No me siento capaz de dar lecciones a nadie, pero explico estas , cosas del mismo modo que se me iban ocurriendo. Procuro ex¬presarlo lo mejor posible, pero no acierto a describir, ni por aso¬mo, la viva impresión que aquellos momentos causaron en mi alma. En realidad, aquellas impresiones no pueden expresarse con palabras, y si ello es posible no soy yo la que pueda hacerlo. El lector es quien debe reflexionar sobre ellas tal como le dicten sus propias circunstancias y, sin duda, en un momento u otro de su vida llegará a comprenderlas. Quiero decir que tendrá una visión más clara de los hechos que la que pueda tener ahora y una impresión más dolorosa al pensar en ellos. Pero volvamos a mi historia. El capellán me apremió para que le contara, si me parecía conveniente, cuál era mi posición ante el más allá. Me dijo que no acudía a mí como capellán de la cárcel, cuya misión consiste en arrancar confesiones a los pre¬sos por motivos particulares, o para descubrir a otros posibles delincuentes, sino que su objetivo consistía en provocar en mí una libertad de palabra que me permitiera descargarme del peso de mis pecados y reconfortarme tanto como le fuera posible. Me aseguró que todo lo que le contara sería mantenido en se¬creto y como algo de lo que sólo Dios y yo éramos testigos. Dijo también que sólo deseaba saberlo todo para poder propor¬cionarme el consuelo y el apoyo que tanto necesitaba y para rogar a Dios por mí. Este trato tan amistoso abrió la puerta de mis pasiones. Sus palabras me llegaron al fondo del alma y le conté todas las mise¬rias de mi vida. En una palabra, le hice un resumen de toda esta historia y le ofrecí un retrato en miniatura de mi conducta du¬rante cincuenta años. No le oculté nada y él, a su vez, me exhortó para que procu¬rara sentir un sincero arrepentimiento, me explicó lo que signi¬ficaba aquella palabra y después trazó ante mí un cuadro de infinita misericordia, proclamado desde el cielo para los pecado¬res de la peor especie, que me privó del habla y me sumió en la desesperación al pensar que yo no podía ser aceptada. En esta situación me dejó la primera noche. La mañana siguiente volvió a visitarme y siguió con su sistema consistente en explicar las condiciones de la misericordia divina. Según él, ésta se obtenía al mostrarnos sinceramente deseosos de conseguirla. Tan sólo se requería un sincero pesar y un arrepen¬timiento de todo cuanto malo había hecho y que me había con¬vertido en objeto del castigo de Dios. No me siento capaz de re¬petir las pláticas excelentes de aquel hombre extraordinario; sólo puedo decir que infundó una nueva vida a mi corazón y me pro¬porcionó una paz espiritual que no había conocido nunca en toda mi vida. Derramé abundantes lágrimas y sentí una ver¬güenza indecible al recordar mis delitos, pero al mismo tiempo experimenté una alegría interior ante la perspectiva de conver¬tirme en una auténtica penitente y hacerme acreedora a los con¬suelos de mi nueva situación, o sea, a la esperanza de obtener el perdón. Y tan veloz corre el pensamiento y tan fuerte era la impresión que todo aquello me había producido que en aquellos momentos habría aceptado de buena gana mi ejecución sin nin¬gún temor confiando en la infinita misericordia como peni¬tente. El buen clérigo se emocionó tanto al ver la influencia que sus palabras habían ejercido sobre mí, que dio gracias a Dios por haber venido a visitarme, y decidió no abandonarme hasta el último momento, o sea, no dejar de visitarme. Pasaron no menos de doce días después de la vista de la causa sin que apareciera la orden de ejecución, pero, por fin, un miér¬coles fue publicada la lista de los que debían ser ejecutados, y mi nombre figuraba en ella. Aquello representó un golpe terrible para mí, a pesar de mi resolución. Mi corazón pareció paralizarse y me desmayé dos veces seguidas, pero no dije ni una palabra. El buen sacerdote me compadeció sinceramente e hizo además cuanto pudo para reconfortarme con los mismos argumentos y la misma elocuencia llena de emoción que había empleado conmigo los días anteriores, y aquella noche se quedó a mi lado hasta que los carceleros le dijeron que le encerrarían conmigo hasta la mañana siguiente, lo que él no aceptó. Temí no poder verlo el día siguiente, puesto que era la vís¬cera de la fecha fijada para la ejecución. Grandes eran mi pesa¬dumbre y mi desconsuelo y me desesperaba no poder contar con el aliento que con tanto éxito me había prodigado en sus primeras visitas. Esperé con creciente impaciencia y presa de la mayor angustia hasta que, alrededor de las cuatro, entró en mi cuarto. Gracias al dinero, pues sin él nada podía conse¬guirse en aquel lugar, había obtenido el privilegio de no ser en¬cerrada en la celda de los condenados con los demás prisioneros sentenciados a muerte, y disponía de un pequeño aposento para mí sola. El corazón me dio un salto cuando oí su voz junto a la puerta, aun antes de verlo, pero júzguese cuál sería la impresión que me produjo cuando, después de ofrecerme una excusa por su ausen¬cia, me comunicó que había empleado el tiempo en beneficio mío y que había logrado un informe favorable acerca de mi caso por parte del archivero del ministro de Estado. En otras palabras, me notificó que mi ejecución había sido suspendida. A pesar de que empleó toda clase de precauciones para comu¬nicarme aquella noticia que no podía serme ocultada so pena de incurrir en crueldad, la impresión fue excesiva para mí y de igual modo que antes me había trastornado el dolor, la alegría fue tan inmensa entonces que sufrí un desmayo mucho más peli¬groso que los de antes, y sólo con las mayores dificultades con¬seguí reponerme. Después de dirigirme una cristiana exhortación para que la alegría de mi indulto no menguase mi arrepentimiento y de indi¬carme que tenía que marcharse para presentar la orden de apla¬zamiento a las autoridades de la prisión, el buen hombre se detuvo ante la puerta de mi celda y rogó a Dios por mí con vivo fervor. Pidió que mi arrepentimiento fuese sincero y que mi retorno a la vida no significase una reincidencia en todas las locuras que había prometido tan solemnemente abandonar. Me uní de todo corazón a su plegaria y no es necesario añadir que toda aquella noche no cesé de pensar en la misericordia divina que me había otorgado la vida, y de arrepentirme de mis peca¬dos pasados más que nunca, en un estado de beatitud completa-mente nuevo para mí. Todo esto podrá parecer desligado del resto de esta narración y sobre todo aquellos que se hayan divertido con la lectura de mis fechorías tal vez no sepan apreciar esta parte, que es la que describe la mejor faceta de mi vida, la más beneficiosa para mí y la más aleccionadora para los demás. Pero quiero esperar que aun éstos me permitirán que complete mi historia. Sería dema¬siado sarcasmo afirmar que hay personas a quienes agrade más el crimen que el arrepentimiento, las cuales hubiesen preferido que mi historia acabase en tragedia, para lo cual faltó bien poco. Pero sigo con mi relato. La mañana siguiente tuvo lugar una escena desgarradora en la prisión. Lo primero que me saludó al despuntar el día fue el tañido de la campana del Santo Sepul¬cro que indicaba el momento fatal. Apenas se dejó oír, levantóse un clamor de-gritos y de llantos procedentes de la celda de los sentenciados en la que estaban encerrados los seis desdichados que debían ser ajusticiados aquel día, unos por distintos delitos y dos de ellos por asesinato. Siguió una confusa algarabía general entre los demás presos, que expresaron su pesar por la suerte de aquellos infelices aun¬que de maneras muy distintas entre sí. Algunos lloraban por ellos, otros los aclamaban y les deseaban un buen viaje; otros maldecían a quienes los habían llevado a tan trágica situación, aludiendo a los testigos y jueces; muchos se apiadaban de ellos y algunos, muy pocos, rezaban por sus almas. Apenas pude ordenar mi mente de modo que me fuese posible agradecer a la providencia misericordiosa que me había arranca¬do de las garras de aquella tragedia. Permanecí encerrada en un absoluto mutismo, abrumada por la situación, sin poder expresar lo que hervía en mi corazón. En tales ocasiones, los sufrimientos sufren alteraciones que llegan a desfigurar por completo todos sus matices. Mientras tanto, los allí sentenciados se preparaban para mo¬rir y el capellán de la prisión iba de uno a otro exhortándolos a someterse a su suerte. Al pensar que yo hubiera podido contarme entre ellos me acometió un violento temblor como si estuvie¬ra sufriendo un ataque de fiebre, y me sentí incapaz de hablar ni de mirar. Tan pronto como los condenados subieron a los carros y se alejaron de allí, cosa que no tuve el valor de contemplar, pro¬rrumpí en fuertes sollozos que no pude sofocar a pesar de que 'I recurrí a todas mis fuerzas. Aquel acceso de llanto me duró cerca de las dos horas, durante ' las cuales perecieron todos los condenados, y fue seguido por una humilde alegría que se convirtió en un verdadero transporte de agradecimiento que no acierto a describir y que continué sin¬tiendo la mayor parte del día. Al atardecer, el buen sacerdote volvió a visitarme y me dedicó una de sus acostumbradas pláticas. Me felicitó por el hecho de poder dedicar mucho tiempo a arrepentirme mientras aquellas seis desdichadas criaturas expiraban sin poder aprovechar sus posibilidades de salvación y me recomendó encarecidamente que mantuviera los mismos sentimientos que me iluminaban cuando me disponía a enfrentarme con la eternidad. Al final me indicó que no debía pensar que todo había terminado, puesto que un aplazamiento no equivalía a un indulto y que todavía no podía asegurarme los efectos de sus gestiones. Sin embargo, contaba ya con la merced de poder ganar tiempo y a mí me incumbía aprove¬char la oportunidad. A pesar de ser tan razonables, sus palabras entristecieron mi corazón, pues parecía como si él temiera que el asunto pudiera tener todavía un fatal desenlace. Me guardé mucho de pedirle explicaciones, pues era evidente que había hecho cuanto estaba en su ruano-para lograr un-resultado halagüeño y que confiaba en conseguirlo, pero sin poder ofrecer una seguridad absoluta. Los acontecimientos siguientes probaron que estaba en lo cierto. Transcurridos quince días empecé a temer verme incluida en la siguiente lista de ejecuciones. No sin grandes dificultades, y so¬bre todo gracias a una humilde petición de deportación, conse¬guí evitarlo, tan mala era mi fama y tanto pesaba el informe fatal de ser una reincidente. Sin embargo, en este punto no se me hizo la debida justicia, pues ante la ley yo no era reincidente, ya que nunca había comparecido ante tribunal alguno. Por consi¬guiente, los jueces no pudieron cargar sobre mis hombros esta agravante, a pesar de que el fiscal se obstinó en presentar mi caso como a él le pareció mejor. Yo estaba casi segura de salvar la vida, pero bajo las duras condiciones de la deportación, cosa ya bastante mala en sí, aun¬que no tanto si se tenía en cuenta que yo no estaba en condi¬ciones de oponerme a la sentencia. Todos preferimos cualquier cosa, por mala que sea, a la muerte, especialmente en una situa¬ción tan grave como la mía. El buen sacerdote, gracias al cual, a pesar de no conocerme, había obtenido mi indulto, lamentó sinceramente esta resolución. Me aseguró que él hubiera preferido que yo terminase mi vida bajo la influencia de un beneficioso arrepentimiento en vez de volver a encontrarme entre gentes de la peor extracción como suelen ser los condenados a destierro. Dijo también que sería un verdadero milagro si no volvía a las andadas. He de mencionar otra vez a mi maestra, que había caído gra¬vemente enferma a causa de aquel desastre. Al verse tan cerca de la muerte a consecuencia de su enfermedad como yo a causa de mi sentencia, se arrepintió sinceramente de sus culpas. No hablaba de ella porque pasé mucho tiempo sin verla, pero cuando recobró su salud y se vio con fuerzas para salir, no vaciló en venir a verme. Le expliqué mi situación, así como mis cuitas y las esperanzas que se habían despertado en mí y le conté cómo había escapado a mi siniestro destino y en qué condiciones, y ella estaba pre¬sente cuando el clérigo expresó el temor-de mi posible recaída por las malas compañías que suelen frecuentar los deportados. En realidad, yo era la primera en abrigar esta duda, pues de so¬bras conocía la clase de personas que me acompañarían en el exi¬lio, y tuve que confesar a mi maestra que los temores del buen sacerdote no carecían de fundamento. -Estoy de acuerdo -repuso ella-, pero espero que el horri¬ble ejemplo de esa gente no te haga cambiar de idea. Apenas se hubo marchado el sacerdote, mi maestra me pidió que no me desalentara, pues había una probabilidad de hallar una solución a mi problema, añadiendo que más tarde entra¬ríamos en detalles acerca de ello. La miré con fijeza y me pareció que su aspecto era más animoso que de costumbre. Inmediatamente concebí una serie de ideas relacionadas con mi liberación, aunque me fuese imposible con¬cretar ni una sola de ellas y mucho menos descubrir alguna posi¬bilidad. Pero no estaba dispuesta a dejarla marchar sin que me diera explicaciones y, a pesar de su resistencia, prevaleció mi insistencia y tuvo que contestarme con las siguientes palabras: -Tienes dinero, ¿no es cierto? ¿Has oído hablar de alguien que fuese deportado teniendo un centenar de libras en el bolsi¬llo, chiquilla? Entonces comprendí sus insinuaciones, pero le contesté que lo dejaba en sus manos, toda vez que no veía más camino que el estricto cumplimiento de la sentencia, y que ésta debía ser considerada como una merced. -Veremos qué puede hacerse -me contestó escuetamente antes de marcharse. Después de firmada la orden de deportación, permanecí en la prisión unas quince semanas más. Desconozco los motivos, pero lo cierto es que pasado este tiempo fui embarrada en un barco anclado en el Támesis con un grupo formado por las trece cria¬turas más viles que Newgate había albergado en aquellos tiem¬pos. Se necesitaría un libro mucho más extenso que éste para describir hasta qué punto de malicia y de villanía habían llegado mis trece acompañantes y su comportamiento durante el viaje. El capitán del barco me dio detalles muy divertidos e incluso hizo que su oficial redactara un relato escrito. Sería demasiado aburrido describir aquí los pequeños inci¬dentes que me acaecieron en este período, o sea, entre la orden definitiva de deportación y el momento en que embarqué. Estoy demasiado cerca del final de mi historia para ocuparme de ellos, pero no puedo omitir lo que me ocurrió con mi esposo de Lancashire. Como ya he referido, mi marido había sido trasladado desde las celdas comunes de la prisión a las que daban al patio, junto con sus tres camaradas, y digo tres porque poco después captu¬raron a otro de la banda. Por razones que desconozco pasaron allí casi tres meses sin que se les llamara a juicio. Tengo la im¬presión de que habían encontrado el medio de sobornar a algu¬no de los testigos de la acusación y que durante aquel tiempo fue necesario acumular las pruebas necesarias para proceder a la vista de la causa. Después de no pocas dificultades consiguieron reunir por fin pruebas contra dos de ellos y los hicieron compa¬recer ante los jueces, pero los otros dos, uno de los cuales era mi marido, vieron aplazado su juicio. Según creo, había una prueba positiva en contra de cada uno, pero como la ley obligaba a que fuesen dos los testigos de cargo, nada podía hacerse por el momento. Sin embargo, los jueces no estaban dispuestos a decretar su libertad, sabiendo que tarde o temprano contarían con nuevas pruebas, y para acelerar el asun¬to se ordenó la publicación -de unos bandos proclamando que cualquiera que hubiese sido robado por aquellos dos presos tenía que pasar por la prisión y reconocerlos si éste era el caso. Aproveché esta oportunidad para satisfacer mi curiosidad fin¬giendo haber sido víctima de un robo en la diligencia de Dun¬stable y dije que deseaba ir a ver a los dos bandoleros. Pero cuando entré en el patio de la cárcel oculté mi rostro de modo que él no pudiera verme ni saber quién era yo y cuando volví proclamé públicamente que los había reconocido. En el acto corrió por la prisión el rumor de que Moll Flanders atestiguaría contra uno de los salteadores y que, gracias a ello, escaparía a la deportación. Los dos presos se enteraron e inmediatamente mi marido ex¬puso sus deseos de ver a aquella mistress Flanders que tan bien le conocía y que se disponía a atestiguar en contra suya, y como es lógico se me dio permiso para entrevistarme con él. Me vestí con las mejores ropas de que pude disponer y me dirigí al patio de los presos, pero durante algún tiempo oculté mi rostro con un capuchón. Al principio, él se mostró muy poco hablador y sólo me preguntó si lo conocía. Contesté afirmativa¬mente, pero seguí manteniendo oculto mi rostro y alteré la voz, de modo que él no pudiera sospechar con quién estaba hablando. El me preguntó entonces si lo había visto alguna vez, y yo le con¬testé que sí, entre Dunstable y Brickhill, pero volviéndome hacia el guardián que asistía a la entrevista le rogué que me permitiera hablar con el preso a solas. El hombre asintió muy cortésmente y se retiró. Apenas se hubo marchado y cerrado la puerta, me despojé de mi capucha y, estallando en sollozos, exclamé: -¿No me reconoces, querido? El palideció y no pudo proferir palabra, como si hubiera sido herido por un rayo. Por fin, sin recuperarse de su sorpresa, sólo atinó a decirme: -Deja que me siente. Dejándose caer en una silla, apoyó un codo sobre la mesa y, sosteniéndose la cabeza con la mano, fijó los ojos en el suelo, como si estuviera aturdido. Entretanto yo lloraba con tal vehemencia que pasó un buen rato antes de que pudiera hablar otra vez, pero cuando mis co¬piosas lágrimas consiguieron aliviarme un poco, repetí las mis¬mas palabras de antes: -¿No me reconoces, querido? -Sí -me contestó sin poder añadir nada más. Después de largo rato de estupor, me miró y preguntó: -¿Cómo has podido ser tan cruel? De momento no comprendí a qué se refería y contesté: -¿Cómo puedes llamarme cruel? ¿En qué he sido cruel con¬tigo? -¿Acaso venir a verme en un lugar como este no equivale a un insulto? Yo no te he robado nada, por lo menos en la carre¬tera. Al oír esto me di cuenta de que él nada sabía de las tristes circunstancias que yo estaba atravesando y que creía que al ente¬rarme yo de que estaba preso había acudido allí para reprocharle su abandono. Pero era mucho lo que tenía que decirle para sen¬tirme incomodada, y en breves palabras le aseguré que nada había más lejos de mi intención que ir a verlo para insultarlo y que mi objeto era condolernos mutuamente. Añadí que pronto se convencería de ello cuando le contara que mi situación era peor que la suya en muchos aspectos. Al oír esto, mi marido mostró su preocupación pero me preguntó con una sonrisa escép¬tica: -¿Cómo puede ser esto? ¿Vienes a verme, estando yo preso en Newgate y habiendo sido ejecutados ya dos de mis compa¬ñeros, y dices que tu situación es peor que la mía? -Mira, querido -contesté-, tendremos que hablar durante un buen rato si empiezo a relatar mi historia, pero si estás dis¬puesto a escucharme pronto te convencerás de lo que te digo. -¿Cómo puede ser posible -repitió él-, si en el próximo juicio espero ser condenado a muerte? -Verás que es posible cuando te diga que yo he sido juzgada hace tres sesiones y condenada a muerte. ¿No crees que estoy peor que tú? Enmudeció otra vez, estupefacto, y exclamó: -¡Desdichada pareja...! ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto? -Vamos, vamos, querido, siéntate y comparemos nuestras cuitas. Estoy presa en esta misma cárcel y en circunstancias mu¬cho peores que las tuyas. Cuando te cuente los detalles, te con¬vencerás de que no he venido aquí para insultarte. Nos sentamos y yo le conté lo que creí más conveniente acerca de mi vida, pintándome como sumida en la mayor pobreza y ro¬deada de compañías que me habían llevado hasta el punto de in¬tentar resolver mi situación por medios que yo desconocía hasta entonces. Después le expliqué mi intento de robo en la casa del comerciante y cómo fui detenida al cruzar la puerta y obligada por la criada a volver a entrar. Añadí que no había forzado nin¬guna cerradura ni me había llevado nada, pero que a pesar de ello fui considerada culpable y condenada a muerte y que, antes de la ejecución, los jueces, conmovidos ante la gravedad de mi situación, habían accedido a suspender la sentencia con la con¬dición de que fuese deportada. Le conté también que temía lo peor al ser confundida con una tal Moll Flanders, célebre ladrona de la que todos habían oído hablar, pero a la que nadie había visto. Como él sabía, mi nom¬bre no era éste, pero no tuve más remedio que cargar con toda la culpa y con aquel nombre fui juzgada como reincidente habitual, aunque aquélla fuese la primera vez que comparecía ante un tri¬bunal. Narré todo lo que me había acontecido desde la última vez que nos habíamos visto, sin omitir la ocasión en que lo vi en Brickhill, cuando le perseguían, y mis afirmaciones de que lo co¬nocía como un caballero honrado. Gracias a ello cesó su persecu¬ción y los alguaciles se dieron por satisfechos. Escuchó con atención todo mi relato, sonriendo ante la mayor parte de los detalles, que eran insignificantes al lado de las aven¬turas que él había corrido, pero cuando mencioné lo de Brickhill se quedó sorprendido. -¿Fuiste tú, querida, quien burló a la gente que nos estaba pisando los talones en Brickhill? -me preguntó. -Sí, fui yo contesté. Y añadí toda clase de pormenores acerca de aquel asunto. -En este caso fuiste tú quien me salvó la vida aquella vez, y me alegro de debértela, pues pienso devolverte el favor. Te sacaré de aquí, aunque mi empeño me cueste la vida. Me resistí a ello asegurándole que el riesgo era excesivo y que no valía la pena de correrlo, sobre todo cuando se trataba de mi vida, que no tenía ningún valor. -No digas esto, pues se trata de una vida que para mí tiene un valor incalculable -me aseguró-. Es una vida que sirvió para salvar la mía, pues hasta aquel día en Brickhill nunca ha¬bía corrido un serio peligro de perderla. Refirió entonces el peligro que lo amenazó por el hecho de creer que nadie le perseguía, pues habían salido de Hockley por otro camino y habían llegado hasta Brickhill a campo traviesa, seguros de no haber sido vistos por nadie. A continuación me hizo un extenso relato de su vida, una his¬toria verdaderamente curiosa y hasta cierto punto divertida. Me contó que se había dedicado al oficio de salteador de caminos doce años antes de casarse conmigo, que la mujer que se hacía pasar por su hermana no guardaba parentesco alguno con él, sino que pertenecía a su banda y vivía en la ciudad para informarle acerca de sus numerosos conocidos y que le suministraba deta¬lles concretos de las personas que se ausentaban de la ciudad, gracias a lo cual había conseguido muy cuantiosos botines. Me aseguró también que aquella mujer creyó haberle proporcionado una fortuna cuando me presentó a él, pero que en esto se equi¬vocó, cosa por la que no podía achacársele, en realidad, culpa alguna. Dijo que de haber sido verdad lo de mi opulencia, estaba resuelto a abandonar su profesión y a vivir una existencia tran¬quila y apacible sin aparecer en público hasta poder beneficiarse de un indulto general o conseguir, gracias a su dinero, un perdón particular. Sin embargo, como las cosas fueron muy distintas, se vio obligado a reorganizar su banda y volver a su antiguo oficio. Me explicó con muchos detalles algunas de sus aventuras, en particular la que corrió al asaltar la diligencia de West Chester cerca de Lichfield, y en la que consiguió un espléndido botín, y el atraco a cinco ganaderos que se dirigían a la feria de Burford, en Wiltshire, para comprar ovejas. Estos dos golpes le proporcio¬naron mucho dinero y si hubiese . sabido dónde poder hallarme habría accedido a mi proposición de marcharnos los dos a Vir¬ginia o instalarnos en alguna de las colonias inglesas en Amé¬rica. Me aseguró que me había escrito dos o tres cartas a la direc¬ción que yo le indiqué, pero que nada más había sabido de mí. Bien sabía yo que esto era verdad, pero como las cartas llegaron a mi poder cuando yo vivía con mi otro marido, nada pude hacer más que dejar de contestarlas para que él creyese que no las había recibido. Habiendo sufrido aquella decepción, continuó con sus activi¬dades dades delictivas, aunque después de conseguir tanto dinero no corriera ya riesgos tan desesperados como los de antes. Después me contó varias peleas terribles que había librado en los cami¬nos contra viajeros que supieron defender con encono sus bienes, y me mostró varias heridas que había recibido, en particular una de pistola que le rompió el brazo y otra de espada que lo atravesó de parte a parte, aunque sin llegar a sus órganos vitales. Uno de sus camaradas le demostró su lealtad ayudándole a cabalgar du¬rante ochenta millas, antes de que su brazo empezara a empeo¬rar. Luego visitaron a un cirujano de una ciudad lejana fingiendo ser unos caballeros que al dirigirse hacia Carlisle habían sido asaltados por unos bandoleros y que un disparo le había roto el brazo. Aquel amigo supo presentar tan bien la situación que no sólo nadie sospechó de ellos, sino que pudieron permanecer a buen cubierto hasta que la herida estuvo completamente curada. Mucho más me contó de sus andanzas, pero, con gran sentimien¬to por mi parte, omito su relato, puesto que ésta es mi historia y no la de mi esposo. A continuación me interesé por las circunstancias por las que atravesaba en aquellos momentos y por el resultado que espe¬raba de su juicio. Me aseguró que no había pruebas contra él, o que eran muy menguadas. Tenía la suerte de que en los tres robos de los que se les hacía responsables, él sólo había tomado parte en uno y que únicamente existía un testigo de cargo, lo cual no bastaba. Sin embargo, se esperaba que se presentaran otros y cuando yo llegué creyó que acudía con este objeto. De todos modos, si alguien comparecía para atestiguar contra él, aún le quedaba una posibilidad, pues se le había insinuado que si se sometía voluntariamente a la deportación se pasaría por alto su juicio. Pero él no quería ni pensar en ello creyendo que era pre¬ferible dejarse ahorcar. Le reprendí por estas palabras diciéndole que lo reprendía por dos razones: primera, porque si era deportado dispondría de mil medios, siendo como era un caballero y un hombre audaz y emprendedor, de volver a la patria, y segundo, porque tal vez incluso pudiera también evitar el viaje de ida. Sonrió al oírme y dijo que de las dos ideas prefería la segunda, pues le causaba ho¬rror ser enviado a las plantaciones del mismo modo que los roma¬nos condenaban a sus esclavos a trabajar en las minas. Insistió también en que creía preferible la horca a la deportación, y que ésta era la creencia general de todos los caballeros a quienes las circunstancias obligaban a adoptar el oficio de bandolero, pues el patíbulo era, por lo menos, el punto final de todas las miserias terrenales, y en cuanto a lo que viniera después, su opinión era de que cualquiera podía tener las mismas probabilidades de arre¬pentirse sinceramente en los últimos días de su vida con todos los temores y las agonías de las celdas y en la fosa de los conde¬nados que en los bosques y lugares salvajes de América, puesto que la servidumbre y los trabajos manuales eran cosas a las que ningún caballero podría acostumbrarse nunca y que ello sólo po¬día obligarles a convertirse en sus propios verdugos, cosa que sería muchísimo peor, y que, en vista de todo ello, no quería ni oír hablar de deportación. Hice cuanto pude para persuadirle y uní a mis argumentos las lágrimas, la más poderosa de las armas femeninas. Alegué que la infamia que representaba una ejecución pública era mu-cho peor para el ánimo de un caballero que todas las mortifica¬ciones que pudiera tener que soportar en el extranjero y que la deportación significaba por lo menos una posibilidad de seguir vi¬viendo mientras que la horca era el final de toda esperanza. Añadí también que no le costaría mucho granjearse la amistad del capi¬tán del barco, pues suelen ser hombres de buen humor y de cierta alcurnia, y que su dinero no tardaría en permitirle abrirse un camino cuando llegase a Virginia. Me miró pensativo y creí adivinar que carecía de dinero, pero me equivoqué, pues su mente estaba enfocando otra cuestión. -Acabas de insinuar, querida, que tal vez haya algún medio para evitar el viaje por lo que cabe suponer la posibilidad de so¬bornar a alguien aquí. Preferiría entregar doscientas libras para evitarme el destierro que cien libras para ser puesto en libertad al llegar a América. -Dices esto, querido, porque no conoces aquello tan bien como yo. -Es posible que sea así -replicó él-, pero no por ello dejo de creer que tú harías lo mismo a no ser porque tu madre, según me dijiste, vive en América. Contesté que lo más probable era que mi madre hubiese muer¬to hacía ya muchos años y en cuanto a mis demás parientes en aquellas tierras no los conocía siquiera. Debido a los infortunios que me habían reducido a tan mísera condición durante los últi¬mos tiempos, no había mantenido correspondencia alguna con ellos, y por consiguiente cabía esperar una fría acogida por parte de mis familiares si les hacía mi primera visita como presa de¬portada, así es que si iba allí, estaba dispuesta a no comparecer ante ellos. No obstante, eran muchos los planes que me había forjado y que me proporcionaban cierta resignación. En cuanto a él, si se veía obligado a partir, yo cuidaría de aleccionarlo para que nunca hubiera de convertirse en un sirviente, sobre todo si no le faltaba el dinero, ya que éste era el mejor amigo en tales situaciones. Sonrió y me dijo que él no había dicho que tuviera dinero. Lo interrumpí para decirle que no había interpretado bien mis pala¬bras y que yo no esperaba ninguna ayuda monetaria por parte de él, sino que, por el contrario, aunque yo no lo poseyera en cantidad, más bien lo añadiría al suyo para que tuviera más me¬dios para desenvolverse en caso de tener lugar la deportación. El me contestó con el mayor afecto diciéndome que no con¬taba con una cantidad muy importante, pero que nunca me nega¬ría nada si yo se lo pedía, y me aseguró que no tenía el menor inconveniente en hablar conmigo de tales asuntos y que lo que más le interesaba era lo que yo le había insinuado antes porque en su país sabía desenvolverse muy bien, pero que en otro lugar se convertiría en el ser más ignorante y desgraciado del mundo. Le contesté que se atormentaba en vano y que si tenía dinero, de lo cual yo me alegraba mucho, no sólo podría evitar la servi¬dumbre que se suponía debía ser la consecuencia de la depor¬tación, sino que conseguiría empezar una nueva vida en la que no habría fracaso alguno, siempre y cuando aplicase a ella un mí¬nimo de esfuerzo. No podía dejar de recordar que era lo que yo le había recomendado tantos años antes, proponiéndoselo para que sirviera de mutuo amparo para los dos y de punto de partida para arreglar nuestras existencias. Añadí entonces que para de¬mostrarle mis razones y también para convencerle de las proba¬bilidades de éxito, vería como yo me libraba de la pena de la de¬portación y, una vez libre, me iría con él por mi propia volun¬tad y llevándome el dinero que me hubiese bastado para subsis¬tir sin ayuda de nadie. Dije también que nuestros infortunios ha¬bían sido tan grandes que los dos teníamos que hacernos a la idea de abandonar nuestro país para ir a vivir donde nadie pudiera atormentarnos con nuestro pasado y donde no existieran recuer¬dos de la prisión ni de los terrores de la celda de los condena¬dos. Una vez allí podríamos contemplar con mayor tranquili-dad el desastre de nuestra vida anterior sabiendo que nuestros enemigos nos habían olvidado por completo y que podíamos vivir como habitantes de un mundo nuevo sin que tuviéramos que dar explicaciones a nadie. Utilicé tantos argumentos y contesté tan atinadamente a sus obstinadas objeciones que me abrazó y me dijo que lo había convencido, que seguiría mis consejos y que se sometería a su suerte con la esperanza de contar con mi apoyo y con una com¬pañera tan buena en su miseria. Sin embargo, volvió a recordarme lo que antes yo había men¬cionado, o sea, la cuestión de evitar el viaje, lo cual, según me dijo, sería lo mejor de todo. Repliqué que ya lo vería y que podía estar convencido de que haría cuanto estuviese en mi mano por evitarlo, que si fracasaba en mi empeño sería porque la im¬posibilidad habría sido absoluta. Después de nuestra larga entrevista nos separamos con unas muestras de afecto y ternura iguales, si no superiores, a las de nuestra despedida en Dunstable. Entonces comprendí el motivo de que en aquella ocasión él no hubiese querido llegar más allá de Dunstable y por qué, cuando nos despedimos allí, me dijo que no convenía que me acompañara más trecho en dirección a Lon¬dres, como hubiera sido su deseo. He observado que la historia de toda su vida constituiría un relato más placentero que la de la mía; no obstante, nada más extraño que el hecho de haber practicado su calamitosa profesión durante veinticinco años sin haber sido capturado obteniendo los mayores éxitos, viviendo a veces regiamente, retirándose durante largas temporadas acom¬pañado de un mayordomo y sentándose a menudo en los cafés para oír de boca de sus mismas víctimas las historias de sus ha¬zañas acompañadas de toda clase de detalles que permitían identi¬ficarlas sin lugar a dudas. Al parecer, así vivía en Liverpool en los tiempos en que contrajo su desdichado matrimonio conmigo por dinero. Si yo hubiese sido la mujer rica que aparentaba, estoy segura de que hubiera seguido llevando una vida tan apacible como honrada. Dentro de su infortunio, tuvo la suerte de no hallarse en el lugar donde fue perpetrado el robo por el que se le había encar¬celado, por cuyo motivo ninguna de las víctimas pudo recono-cerlo o acusarle. Pero cuando fue capturado con el resto de la banda, un campesino charlatán juró que él estaba presente y, dada la posibilidad de que hubiera otros testigos, decidióse man-tenerlo en prisión. Sin embargo, se le había ofrecido la deportación gracias, según creo, a la intercesión de algún personaje influyente que insistió en que la aceptase con preferencia a un juicio. Por mi parte, sa¬biendo que existía el peligro inminente de que comparecieran otros testigos, di la razón a su amigo e insistí un día tras otro para que no demorase por más tiempo su respuesta. Por fin, y no sin grandes dificultades, dio su consentimiento, pero como la deportación no había sido decretada por un tribu¬nal, como en mi caso, topó con un serio obstáculo que le impe¬día la proyectada fuga. Su buen amigo, el que había intercedido por él, había garantizado personalmente su partida asegurando que no regresaría antes de expirar su condena. Este inconveniente dio al traste con todos mis planes, pues las gestiones que había iniciado para conseguir su fuga resultaron in¬útiles, a no ser que yo lo abandonase y lo dejara partir solo. Mi marido protestó y dijo que prefería correr el albur del juicio, aun¬que sabía que éste sólo podía significar la horca. Pero volvamos a mi relato. De acuerdo con la sentencia, se acercaba ya el día de mi partida. Mi maestra, que continuaba de¬mostrándome su fiel amistad, había tratado de obtener mi per¬dón, pero no podía hacerse nada sin un desembolso demasiado oneroso para mis medios, y entonces pensé que si me quedaba sin dinero, a menos que volviera a dedicarme a mis anteriores acti¬vidades, me vería en una situación peor que la de ser deportada, puesto que me constaba que en América podría vivir, pero en mi país ocurriría lo contrario. El buen sacerdote hizo también todo lo que pudo, en otro sentido, para evitar mi deportación, pero se le contestó que sus primeras súplicas habían salvado mi vida y que ya no podía pedir más. Lamentó profundamente mi partida, pues, según me dijo, temía que yo pudiera olvidar los buenos propósitos que me había hecho en vísperas de mi ejecu¬ción y que tanto alentaron sus excelentes consejos. Aquel hom¬bre piadoso sufría al pensar en aquella posibilidad. Por otra parte, yo no solicitaba ya tanto su presencia, aunque supe ocultarle los motivos, y hasta el último momento supo tan sólo que yo partía deshecha por la aflicción. A principios de febrero fui embarcada con otros siete convic¬tos en un mercante que zarpaba rumbo a Virginia, fletado por un comerciante, y cuyo punto de partida era Deptford Reach. El funcionario de la cárcel nos entregó al capitán y éste le firmó el correspondiente recibo. Pasamos la primera noche en la bodega, confinados de tal modo que temí perecer por sofocación, y la mañana siguiente el barco descendió por el río hasta llegar a un lugar llamado Bubby's Hole, medida tomada de acuerdo con el comerciante, según se nos explicó, para evitar toda posibilidad de huida. Sin em¬bargo, cuando el buque levó anclas se nos permitió una mayor libertad de movimientos y pudimos subir a cubierta, aunque no a la que estaba reservada para el capitán y los pasajeros. Cuando noté que zarpábamos por el ajetreo de los marineros y el movimiento del barco, tuve una desagradable sorpresa, pues temí que nos hiciéramos ya a la mar y que nuestros amigos no pudieran despedirse de nosotros. Después me tranquilicé al observar que el barco anclaba de nuevo, y poco después se nos comunicó que a la mañana siguiente tendríamos permiso para subir a cubierta y recibir a nuestras amistades, si es que tenía¬mos alguna. Pasé aquella noche sobre las duras tablas de la cubierta, igual que los demás pasajeros, pero después pudimos disponer de unas pequeñas cabinas en las que podrían dormir los que dispusieran de los enseres apropiados y de algún espacio para colocar baúles o maletas de ropa los que los tuviéramos, pues algunos de los convictos no tenían ni una camisa para ponerse ni un solo peni¬que en sus bolsillos. Sin embargo, no tardaron en acomodarse todos, en especial las mujeres que consiguieron algún dinero de los marineros a cambio de lavarles la ropa y gracias a ello pudie¬ron adquirir lo más necesario. Cuando subimos a cubierta la mañana siguiente, pregunté a uno de los oficiales del buque si se me permitiría mandar una carta a mis amigos informándoles acerca del paradero del barco y pidiéndoles algunas cosas que me eran necesarias. El hombre, que me parece que era el contramaestre, se mostró muy amable y cortés al decirme que gustosamente me concedería este favor o cualquier otro que le pidiese, siempre y cuando estuviera den¬tro de sus posibilidades. Le dije que no deseaba nada más y él me explicó que el barco llegaría a Londres aprovechando la pró¬xima marea y que desde allí podría enviar mi carta. Por consiguiente, cuando zarpó el barco, el buen hombre vino a decírmelo y me preguntó si había escrito la carta, en cuyo caso él cuidaría de que fuese enviada. Como es lógico, yo estaba bien preparada a este respecto, pues disponía de antemano de papel, pluma y tinta y había escrito ya una carta dirigida a mi aya maestra, a la que adjunté otra para mi esposo sin que indicara en ella que se trataba de mi marido. En la de mi maestra indi¬caba el paradero del barco y le rogaba que me mandara unas cuan¬tas cosas que tenía preparadas para el viaje. Al entregar la carta al contramaestre le di un chelín indicán¬dole que era para el mensajero y rogándole que la mandase tan pronto tocáramos tierra. También pedí que el mismo mensajero cuidara de traerme la respuesta con objeto de saber si me mandaban mis cosas, aña¬diendo que si el barco partía antes de que obraran en mi poder yo estaría perdida. Tuve la precaución, al entregar la carta al contramaestre, de que éste supiera que yo era una presa algo más acomodada que las demás y así dejé que viera que mi bolsa estaba muy bien pro¬vista. El resultado fue que desde entonces me dispensó un trato muy distinto al que en otras circunstancias hubiera merecido a bordo, pues aunque desde un principio se había mostrado cortés debido más bien a la natural compasión hacia una mujer desdichada, a partir de entonces redobló sus atenciones y procuró que yo me sintiera mucho más a mis anchas a bordo del barco. Entregó puntualmente la carta a mi maestra y me trajo la res¬puesta por escrito, y al darme el mensaje me devolvió el chelín. -Tomad vuestro chelín -me dijo-, pues la carta la he en¬tregado yo mismo. La sorpresa me dejó sin palabras, pero al cabo de un buen rato pude decirle: -Sois muy amable, señor. Os ruego que por lo menos os co¬bréis el coche que os ha conducido hasta allí. -De ningún modo -replicó él-. Ya me considero suficien¬temente pagado. ¿Quién es aquella dama? ¿Vuestra hermana? -No, señor, no nos une ningún parentesco, pero es una buena amiga. Es la única amistad que tengo en este mundo. -Pues no abundan mucho tales amigas. Por vuestra causa llo¬raba como si fuera una chiquilla. -No me extraña -dije-. Estoy segura de que sería capaz de dar cien libras por sacarme de este atolladero. -¿De veras? -exclamó él-. Por la mitad de esta suma, yo sería capaz de proporcionaros un medio de escapar. Había bajado la voz para que nadie pudiera oírnos. -¡Pobre de mí! -me lamenté-. Una vez en libertad, si me volvieran a detener me costaría la vida. -No es probable, porque supongo que una vez fuera del barco sabríais adoptar vuestras precauciones. Pero esto ya no me incumbe a mí. Dicho esto, abandonamos el tema por aquel momento. Entretanto, mi amiga, fiel hasta el último instante, había en¬tregado personalmente la carta a mi esposo y había recogido la respuesta de éste, y al día siguiente vino al barco con una colcho¬eta marinera y las sábanas necesarias, todo muy completo pero sin lujos innecesarios. También me trajo una especie de cómoda, apta para los viajes por mar, con todo cuanto pudiera yo necesitar y en una de sus esquinas había un cajón secreto que contenía todo mi dinero. Es decir, la mayor parte de mi capital; puesto que el resto había decidido dejarlo en casa para enviármelo más tarde en forma de los objetos que pudiera precisar para aposentarme. Pensé que en América el dinero no era una cosa tan primordial, toda vez que eran muchas las compras que se hacían pagando en tabaco y no valía la pena de llevarme todo mi capital de una sola vez. Pero mi caso era especial. Por una parte, no podía marcharme sin dinero ni enseres, y por otra, siendo una pobre convicta que iba a ser vendida tan pronto desembarcáramos, llevar conmigo un exceso de bienes representaba el peligro de que la gente se quedara con ellos. Esto acabó de decidirme a llevar solamente una parte de mis ahorros y confiar el resto a mi maestra. Ella me trajo muchas otras cosas, pero no era prudente que yo me mostrase a bordo bien provista en exceso, por lo menos hasta que conociera el talante de nuestro capitán. Cuando mi maestra subió a bordo creí que iba a morirse allí mismo. Su co¬razón se desgarró al verme y al pensar que iba a separarse de mí, se echó a llorar tan desconsoladamente que durante un buen rato no pudo pronunciar palabra. Aproveché aquellos momentos para leer la carta de mi esposo, y debo confesar que me dejó perpleja. Me decía en ella que estaba dispuesto a marcharse, pero que sería imposible recibir su in¬dulto con el tiempo suficiente para embarcar conmigo. Lo que era aún peor es que dudaba de si le permitirían embarcar en el bu¬que que él quisiera o si lo embarcarían en cualquier otro, entre¬gándolo en custodia al capitán junto con otros convictos. Mos¬traba claramente su desesperación ante la probabilidad de que no pudiéramos vernos hasta llegar a Virginia, si es que no lo impe¬día un naufragio o una desgracia. Terminaba diciendo que si no podía reunirse conmigo se consideraría la persona más desdicha¬da de la Tierra. Todo esto me resultó muy lamentable y de momento no supe qué actitud adoptar. Expliqué a mi maestra lo que me había dicho el contramaestre, y ella me aconsejó que me pusiera de acuerdo con él. Pero esto no me interesaba hasta poder saber si mi esposo vendría conmigo o no. Por último, me vi obligada a contar a mi maestra toda la verdad, ocultándole tan sólo que el preso era mi marido. Le dije que entre los dos habíamos lle¬gado a un provechoso acuerdo para marcharnos juntos y que él disponía de dinero. Después le expliqué detenidamente lo que me había propues¬to hacer cuando llegásemos a América: trabajar la tierra, criar ganado y, en resumidas cuentas, enriquecernos sin correr más aventuras. Y como si se tratara de un gran secreto añadí que nos casaríamos tan pronto como pudiéramos reunirnos a bordo. Al oír todo esto, la anciana se alegró sinceramente y a partir de aquel mismo instante se dedicó con ahínco a conseguir que mi marido pudiera salir de la cárcel con el tiempo necesario para viajar en el mismo barco que yo. Lo consiguió por fin, aunque con grandes dificultades y sin poder evitar que el traslado se efectuara bajo la condición de convicto, a pesar de que no lo era aún, puesto que no había sido juzgado. Esto representó una seria mortificación para él. Al ver que nuestro destino estaba ya decidido y que los dos nos hallábamos a bordo de un barco a punto de zarpar para Virginia, yo para ser vendida allí por un período de cinco años y él con la condición de no volver nunca a Inglaterra, su ánimo se derrumbó y se mostró muy abatido. La mortificación de ser embarcado como preso lo incomodó mu¬chísimo, puesto que al principio se le había asegurado que via¬jaría como un caballero que gozase de libertad. De todos modos, al llegar a su destino, no sería vendido como nosotros, y por esta razón tuvo que pagar su pasaje al capitán. Nuestra primera actividad consistió en comparar los respecti¬vos capitales. Mostróse muy sincero conmigo y me confesó que al ingresar en la prisión llevaba la bolsa bien provista, pero que su estancia en la misma como caballero y, sobre todo, los sobor-nos necesarios para aliviar su caso le habían costado muy caros. En resumidas cuentas, su capital había quedado reducido a ciento ocho libras, la mayor parte de ellas en oro. Con la misma honradez yo le di cuenta de mis disponibilida¬des, o sea, de lo que había decidido llevar conmigo, pues estaba resuelta, pasara lo que pasara, a dejar una reserva en manos de mi maestra. Si yo fallecía, lo que mi marido recibiría no era una cantidad despreciable y lo que me guardaba mi maestra pasaría a poder de ella que tanto lo merecía. El dinero que tenía para el viaje ascendía a doscientas cuaren¬ta y seis libras y unos cuantos chelines. Por consiguiente, entre los dos sumábamos trescientas cincuenta y cuatro libras, capital bien menguado para comenzar con él una nueva vida. Lo peor era que nuestra fortuna consistía en dinero, y todo el mundo sabe que el dinero resulta de poca utilidad en las plan¬taciones. Bien sabía yo que el suyo era todo el que le quedaba, pero mi caso era distinto. Yo poseía de setecientas a ochocientas libras en metálico cuando el desastre se abatió sobre mí, y había dejado trescientas en poder de la más fiel de las amigas. Además de esto, poseía algunos objetos de gran valor, en particular dos relojes de oro, unas piezas de vajilla de plata y varios anillos. Mi maestra había puesto todos estos objetos en una cómoda, junto con el dinero, y con esta pequeña fortuna y mis sesenta y un años a cuestas me lancé a la conquista de un nuevo mundo, con el aspecto aparente de una desdichada convicta desposeída de todo y que debía a la deportación haber escapado al patíbulo. Mis ropas eran sencillas y ajadas, pero estaban limpias y bien remen¬dadas, y a bordo nadie sabía que yo poseyera ningún objeto de valor. Pero yo tenía algunos trajes de gran calidad y disponía de ropa blanca en abundancia. Ordené que fuesen empaquetados en dos grandes cajas y las embarqué, no como bienes personales míos sino consignadas a mi verdadero nombre y destinadas a Virgi¬nia. Me hice extender los conocimientos de embarque y metí en las cajas la plata, los relojes y todo lo que tenía de valor, con excepción del dinero que metí en el cajón secreto de la cómoda, donde nadie podría encontrarlo a no ser que hicieran astillas el mueble. Al subir a bordo mi esposo, tres semanas más tarde, su mira¬da expresaba indignación y la cólera hervía en su interior. Había llegado al muelle en compañía de otros tres huéspedes de Newgate y había sido procesado. Expuso sus quejas a los amigos que lo habían ayudado con su influencia, pero éstos replicaron que bastante habían hecho ya y que sus informes eran tan pési¬mos y aún seguían empeorando que podía darse por satisfecho si no volvían a acusarlo por otros delitos. Esta respuesta lo aquie¬tó un poco, pues sabía perfectamente lo que podía haber ocu¬rrido, y no le faltaban razones para ello. Vio también el buen paso que había dado al aceptar la deportación, y al calmarse su ira su aspecto mejoró, empezó a alegrarse y cuando yo le expresé mi contento por tenerle de nuevo a mi lado, me abrazó y recono¬ció con gran ternura que yo le había dado el mejor consejo po¬sible. -Querida -me dijo-, me has salvado la vida dos veces. De ahora en, adelante, tú lo dispondrás todo y yo siempre seguiré tus consejos. El barco había empezado ya a llenarse. Varios pasajeros su¬bieron a bordo y por tratarse de personas honradas y que habían pagado su pasaje, se les asignó acomodo en los mejores camaro¬tes y en otras partes del barco mientras nosotros, los convictos, éramos alojados en cualquier rincón de las bodegas. Pero cuando llegó mi esposo, yo hablé con el mismo contramaestre que me había demostrado su buena voluntad al llevar personalmente mi carta. Le dije que me había prestado ya muy valiosos servicios sin percibir recompensa alguna por mi parte y mientras le ha¬blaba le metí una guinea en la mano. Entonces le conté la llegada de mi marido a bordo y que tanto él como yo, antes de nuestros actuales infortunios, habíamos sido personas de muy distinta alcurnia de los desdichados que nos acompañaban y que deseá-bamos que él se enterase si cabía la posibilidad de que el capitán nos permitiera gozar de algunas de las comodidades existentes a bordo. Añadí que, en justa retribución, nosotros sabríamos co¬rresponder debidamente a sus desvelos. El hombre aceptó la gui¬nea con visible satisfacción y prometió ayudarnos. Después nos aseguró que el capitán, que era uno de los hom¬bres más simpáticos del mundo, se avendría a procurarnos cuan¬to pudiéramos necesitar y, para mayor tranquilidad nuestra, añadió que cuando subiera la marca hablaría con el capitán acerca del asunto. La mañana siguiente, habiéndome levantado un poco más tarde de lo que tenía por costumbre, subí a cubierta y vi al con¬tramaestre que estaba trabajando entre los demás marineros. Me entristecí y avancé hacia él para hablarle. El también me vio y salió a mi encuentro, pero sin darle tiempo para hablar, le dije sonriendo: -Tengo la impresión, señor, de que os habéis olvidado de nosotros. Observo que estáis muy ocupado. -Venid conmigo y veréis si os he olvidado -replicó con presteza. Me acompañó hasta la toldilla y entró en un camarote donde un caballero estaba escribiendo, con una gran cantidad de pape¬les sobre su mesa. -Esta es la dama de que os ha hablado el capitán -dijo el contramaestre. Y volviéndose hacia mí me explicó: -Me he ocupado de vuestro asunto hasta el punto de haber visitado al capitán, repitiéndole al pie de la letra todo cuanto me pedisteis para que, junto con vuestro esposo, pudierais gozar de algunas comodidades durante el viaje. El capitán me ha orde¬nado que hablara con este caballero, que es el segundo de a bor¬do, para que os enseñásemos todo cuanto pueda serviros de alo¬jamiento adecuado. También me dijo que no seríais tratados co¬mo temíais al principio, sino con el mismo respeto que se debe a los demás pasajeros. Entonces me habló el segundo de a bordo y, sin darme tiempo para' que expresara mi agradecimiento al contramaestre por su amabilidad, confirmó todo lo que éste había dicho, añadiendo que el capitán tenía especial satisfacción en mostrarse amable y caritativo, en especial con aquellos que estaban siendo víctimas de algún infortunio. A continuación me enseñó varias cabinas, algunas de las cuales daban a la toldilla y otras al entrepuente, pero que comunicaban también con la toldilla destinada a los pasajeros, y me permitió elegir la que más me agradara. Escogí una contigua al entrepuente y que disponía de lugar suficiente para instalar la cómoda y nuestras maletas, así como una mesita para comer. El segundo me dijo entonces que el contramaestre había dado tan buenas referencias de mí y de mi esposo, en cuanto a nuestro buen comportamiento, que tenía órdenes de consultarme si de¬seábamos comer con él durante todo el viaje, como hacían los demás pasajeros. También podíamos elegir entre adquirir pro¬visiones por nuestra cuenta o compartir los alimentos de la des¬pensa general. Le di las gracias y le rogué que el capitán decidiera lo que le pareciese más oportuno. Después le pedí permiso para retirarme y comunicar las buenas noticias a mi esposo, que no se encontraba muy bien y no había salido aún de su cabina. Mi esposo, que todavía se resentía de la indignidad que según él había tenido que sufrir y que seguía mostrándose hosco e intra¬table, se animó de tal modo al oír mi relato que volvió a ser el de antes y en todo su ser se reflejó un nuevo vigor. No cabe duda que los espíritus más fuertes son los que, al sufrir una aflic¬ción, se muestran más predispuestos a la desesperación. Cuando se hubo recuperado de su sorpresa, mi esposo subió conmigo y dio gracias al segundo de a bordo por la amabilidad que había tenido con nosotros y le rogó también que hablase con el capitán y le ofreciese el pago anticipado de nuestro pasaje y de todas las comodidades que nos dispensaba. El segundo dijo que el capitán llegaría al atardecer y que entonces hablaría con él. Efectivamente, el capitán subió a bordo aquella misma tarde y comprobamos que era el hombre afable y cortés que el contra¬maestre nos había descrito. Por su parte, se mostró tan encan¬tado de la conversación de mi marido que no quiso que nos alo-járamos en la cabina que habíamos elegido, sino que nos cedió otra que comunicaba directamente con la toldilla. Tampoco se mostró desconsiderado ni demostró demasiada avidez, puesto que por quince guineas nos solucionó nuestros pasajes incluyendo el camarote y la comida. Cenamos en la mesa del capitán y pasamos una velada deliciosa. El capitán se había instalado en otra parte de la toldilla, pues había cedido la «casa redonda», como llamaban a su camarote, a un rico plantador que viajaba en compañía de su esposa y tres hijos. Estos cinco pasajeros comían aparte. Había también otros pasajeros corrientes, alojados en el entrepuente, y nuestros anti¬guos compañeros se hallaban encerrados en la bodega mientras el barco estaba anclado y rara vez se les permitía subir a cubierta. No pude abstenerme de contar a mi maestra lo que había ocu¬rrido, pues era justo que ella, que tanto se había ocupado de mí, pudiera alegrarse de nuestra buena suerte. Aparte de ello, nece¬sitaba su ayuda para que me facilitara varias cosas necesarias. Antes no hubiera podido hacer ostentación de ellas, pero enton¬ces, disponiendo de un camarote y de un lugar donde guardar nuestros objetos, encargué en abundancia artículos necesarios para pasar un buen viaje, tales como brandy, azúcar y limones para preparar ponches y obsequiar al capitán como se merecía. También encargué una copiosa provisión de alimentos y bebidas, así como una cama más ancha con sus ropas. En una palabra, es¬tábamos resueltos a que no nos faltase nada durante todo el viaje. Entretanto no me había ocupado aún de lo que pudiéramos necesitar cuando llegásemos a nuestro destino y empezáramos nuestra vida de plantadores. Como yo ignoraba por completo todo cuanto pudiera requerirse, en especial lo referente a herra¬mientas para trabajar la tierra o para edificar, y pensando que allí todo costaría por lo menos el doble, hablé de esta cuestión con mi maestra, y ella visitó al capitán. Refirióle sus esperanzas en cuanto a hallar un camino para sus dos infortunados primos, como nos llamaba ella y conseguir nuestra libertad cuando llegá¬semos a América, y después de este preámbulo explicó al capi¬tán que, a pesar de lo desdichado de nuestra situación, no estába¬mos privados de medios para iniciar una vida de trabajo y que habíamos decidido ser plantadores. Preguntóle a continuación si él podía aconsejarnos sobre este particular. El capitán ofreció inmediatamente sus buenos consejos, le explicó el modo de ini¬ciar este negocio y le aseguró que nada tenía de difícil para las personas industriosas que desearan rehacer sus fortunas. -Señora -le dijo-, en aquel país nada impide a cualquier persona, aun hallándose en peor situación que la de vuestros primos, labrarse un porvenir, siempre y cuando dediquen toda la diligencia y el sentido común necesario para salir airosos en su cometido. Entonces mi maestra y amiga le preguntó qué deberíamos lle¬var con nosotros, y el capitán, a fuer de hombre ducho y veraz, le contestó: -Ante todo, vuestros primos han de procurar que alguien los compre como sirvientes, de acuerdo con las condiciones de su deportación, y después, en nombre del comprador, pueden ir a donde se les antoje. Pueden elegir entre comprar una plantación ya en marcha, o bien adquirir tierras del Gobierno y empezar a trabajar donde les plazca con buenas probabilidades de hacer negocio. Ella le rogó que nos prestara su ayuda y él prometió hacerlo, promesa que cumplió debidamente. También se comprometió a darnos el mejor consejo y a no imponernos nada que se opusiera a nuestros deseos, lo cual era más de lo que podíamos desear. Después, mi maestra le preguntó si sería necesario que nos proveyéramos de herramientas y materiales para nuestro trabajo en la plantación, y él contestó: -Desde luego. Esto es muy importante. Entonces la anciana le rogó que nos ayudara también en aquel punto, y le aseguró que ella nos facilitaría todo cuanto pudiéra¬mos necesitar sin regatear su precio. El capitán le preparó una larga lista de objetos indispensables para un plantador y calculó que vendrían a costar ochenta o cien libras. Mi maestra empleó tanta destreza para comprarlo todo como si hubiera sido un vete¬rano mercader de Virginia, aunque siguiendo mis instrucciones adquirió doble cantidad de todo lo que el capitán había anotado en su lista. Embarcó los objetos a su nombre, hizo extender los corres¬pondientes conocimientos de embarque, y los endosó a nombre de mi marido. Después aseguró todo el cargamento, de modo que nos sentimos protegidos contra cualquier imprevisto. Debí de haber explicado antes que mi marido le entregó todo su capital de ciento ocho libras, casi todo en oro, para efectuar las compras y yo añadí un buen puñado de monedas. Por consi- guiente, no sólo no tuve que tocar la reserva que había entre¬gado a mi maestra, sino que después de embarcado nuestro car¬gamento, aún dispusimos de casi doscientas libras, cantidad más que suficiente para nuestros planes. Contentos y satisfechos al ver el giro que tomaba nuestra si¬tuación, levamos anclas en Bugby's Hole y nos dirigimos a Gravesend, donde el barco permaneció durante diez días más y el capitán se instaló definitivamente a bordo. Mientras permane¬cimos allí, el capitán tuvo con nosotros una atención inesperada, pues nos permitió ir a tierra a dar un paseo con la condición de que le diéramos nuestra palabra de honor de que no trataríamos de escaparnos y de que volveríamos a bordo de buen grado y en su compañía. Era una muestra tan grande de confianza que mi marido se emocionó y, lleno de gratitud, le dijo que él era inca¬paz de devolverle un favor tan inmenso por lo que no podía acep¬tarlo ni tampoco permitir que el capitán corriera aquel riesgo. Después de cambiar una serie de palabras corteses, yo entregué a mi esposo una bolsa que contenía ochenta guineas y él la puso en manos del capitán. -Tomadla, capitán -le dijo-, en prenda de nuestra leal¬tad. Si dejamos de hacer algo que no corresponda a vuestra con¬fianza, podéis quedárosla. Y seguidamente desembarcamos. En realidad, el capitán podía estar tranquilo en cuanto a una posible fuga por nuestra parte, pues habiendo tomado ya nues¬tras medidas para establecernos en América no hubiera sido ra¬cional intentar quedarnos en Inglaterra poniendo con ello en peligro nuestras vidas. Por consiguiente bajamos a tierra con el capitán y cenamos juntos en Gravesend pasando una velada muy feliz. Nos quedamos a dormir en la misma posada y volvi¬mos a bordo con él a la mañana siguiente. Aprovechamos la oca¬sión para comprar diez docenas de botellas de cerveza de buena calidad, vino, unos cuantos pollos y varias cosas más que pudie¬ran resultarnos útiles a bordo. Mi maestra y amiga nos acompañó y paseó con nosotros hasta llegar al muelle y lo. mismo hizo la esposa del capitán con la que volvió más tarde. La pena que experimenté cuando me separé de ella fue mayor que si hubiera sido mi madre. Nunca más vol¬ví a verla. El tercer día se levantó viento del Este y zarpamos el 10 de• abril. No atracamos en ningún otro puerto hasta que, al azotarnos una fuerte galerna frente a las costas de Irlanda, el bar¬co se vio obligado a anclar en una pequeña bahía, cerca de la desembocadura de un río cuyo nombre no recuerdo. Me dijeron, sin embargo, que pasaba por Limerick y que era el río más cau¬daloso de Irlanda. Al vernos inmovilizados allí por el mal tiempo, el ca¬pitán, que seguía siendo el hombre jovial y agradable de siempre, volvió a acompañarnos a tierra. Fue un rasgo de ama¬bilidad en atención a mi esposo, pues, éste no soportaba bien los embates del mar y solía marearse, en especial cuando el oleaje era tan violento. Allí volvimos a hacer un nuevo acopio de pro-visiones, especialmente carne de buey, de cerdo, de cordero y varios pollos, y el capitán encargó también seis barriles de car¬ne para reforzar la despensa del barco. Permanecimos allí cinco días y cuando el tiempo fue más apacible nos hicimos de nuevo a la mar y cuarenta y dos días después avistábamos las costas de Virginia. Al acercarnos a tierra, el capitán me llamó y me dijo que, a juzgar por nuestras conversaciones, yo tenía familiares allí y no era la primera vez que desembarcaba en aquel país. Por consi¬guiente, me suponía conocedora de las costumbres de los habi¬tantes al disponer de los convictos cuando éstos llegaban. Repli¬qué que no conocía esta costumbre y que, en cuanto a mis pa¬rientes, podía estar seguro de que no me presentaría a ninguno de ellos mientras yo fuese una pobre presa. Por lo demás, nos poníamos por completo en sus manos para que él nos ayudase tal como nos había prometido. Me dijo que yo debía encontrar alguien que viniera a comprarnos y que respondiera de nosotros ante el gobernador de la región, si éste se interesaba por nuestras personas. Le aseguré que haríamos lo que él nos indicara, y él habló con un colono amigo suyo para que comprase dos sirvientes, mi marido y yo. Así fuimos vendidos y desembarcados con nues¬tro dueño. El capitán vino con nosotros y nos acompañó hasta una especie de taberna donde nos prepararon un ponche de ron y pasamos un rato muy alegre. Poco después, el colono nos entregó un certificado de libertad y una carta en la que aseguraba que le habíamos servido fielmente, y quedamos libres para diri¬girnos a donde más nos agradara. Por este favor el capitán nos pidió seis mil medidas de tabaco, diciéndonos que era para aquel conocido suyo. Las compramos en el acto y además le regalamos veinte guineas, cosa que lo dejó plenamente satisfecho. No sería adecuado entrar aquí en descripciones de la parte de Virginia en la que nos establecimos, y esto por diversos mo¬tivos. Bastará con decir que nos adentramos en el río Potomac y pensamos instalarnos allí, aunque después cambiamos de idea. Lo primero que hice después de haber desembarcado todas nuestras propiedades y de ponerlas a buen recaudo en un alma¬cén que alquilamos con una casita en el villorrio donde nos dejó el barco, fue interesarme por el paradero de mi madre y más tarde por el de mi hermano, aquel infausto personaje con el que me casé, como ya he explicado. Unas investigaciones discretas me permitieron averiguar que mi madre había fallecido y que mi hermano (y marido) vivía aún., lo que no me alegró mucho, preciso es confesarlo. Pero aún había noticias peores. Mi herma¬no se había marchado de la plantación en que vivía antes y en compañía de uno de sus hijos se había instalado en otra muy cercana al lugar donde nosotros habíamos desembarcado y alqui¬lado el almacén. Al principio me sentí un poco alarmada, pero traté de tran¬quilizarme pensando que no podría reconocerme. En cambio, yo tenía gran curiosidad por verlo, siempre y cuando pasara inad¬vertida para él. Para conseguirlo, pregunté cuál era la plantación en que vivía y, haciéndome acompañar por una mujer del mismo pueblo, me dirigí a ella como si sólo quisiera dar un vistazo a los alrededores. Por fin llegué tan cerca que pude ver su casa. Pregunté a la mujer quién era el propietario de aquella planta¬ción y ella señaló hacia nuestra derecha. -Allí está el caballero a quien pertenece la plantación. El que lo acompaña es su padre. -¿Sabéis cuáles son sus nombres de pila? -Ignoro cuál pueda ser el del anciano, pero el hijo se llama Humphrey. Y según creo, éste es también el nombre del padre. Podrá comprenderse cuál fue la sensación, mezcla de alegría y de espanto, que embargó mi ánimo en aquel momento, pues así estuve segura de que se trataba nada menos que de mi hijo, acompañado de su padre que era mi hermano. Me oculté la cara con la capucha, a pesar de que después de veinte años de ausen¬cia y desconociendo mi presencia en aquellas tierras, era impo¬sible que pudiera reconocerme. Pero aquella precaución fue del todo inútil, pues la vista del caballero había quedado suma¬mente debilitada a consecuencia de alguna enfermedad y apenas si podía ver lo bastante como para andar sin chocar con algún árbol o caerse en una zanja. La mujer que me acompañaba me refirió aquel detalle por pura casualidad, sin sospechar la impor¬tancia que tenía para mí. Mientras ellos se acercaban, yo pre¬gunté: -¿La conoce él, mistress Owen? -Sí -me contestó-. Si me oye hablar me reconocerá, pero apenas puede ver. Fue entonces cuando me explicó su enfermedad de la vista que ya he mencionado. Esto redobló mi seguridad y cuando pasaron por delante de mí me quité la capucha. Era un verdadero suplicio para una ma¬dre ver su hijo, un joven apuesto y elegante en la flor de la vida, y no atreverse a darse a conocer y fingir que no se fijaba en él. Cualquier madre que lea estas líneas sabrá comprenderme y adi¬vinará con cuánta angustia tuve que contenerme, cuáles fueron los impulsos de mi alma que pugnaba por lanzarse entre sus bra¬zos y cómo se retorcieron mis entrañas mientras dudaba, como sigo dudando ahora al no saber cómo expresar con palabras ta¬maña agonía. Cuando hubo pasado, permanecí anonadada y muy temblorosa, mirándolo hasta que se perdió de vista. Después, sen¬tándome sobre el césped junto a un lugar que yo había marcado, fingí tomarme algún reposo y, colocándome de espaldas a mi acompañante y acercando el rostro al suelo, prorrumpí en sollo¬zos y besé la tierra que había pisado mí hijo. No pude ocultar mucho tiempo mi estado de ánimo a la buena mujer, y ésta, al darse cuenta, creyó que no me encontraba bien, cosa que me vi forzada a admitir. Me ayudó a levantarme dicién¬dome que el suelo estaba cubierto de humedad y nos marchamos de aquel lugar. Mientras regresábamos, sin dejar de hablar de aquel anciano y de su hijo, tuve .que experimentar un nuevo motivo de tris¬teza. La mujer inició un relato con el que, sin duda, pretendía distraerme. -Entre los vecinos circula una historia muy curiosa acerca de lo que le ocurrió a este caballero donde vivía antes. -¿Qué es ello? -pregunté. -Cuando era joven se fue a Inglaterra y allí se enamoró de una muchacha, una joven de belleza sin par, se casó con ella y la trajo aquí para que la conociera su madre, que entonces aún vivía. Pasaron unos años y nacieron hijos, uno de los cuales fue el joven que acaba de pasar con él. Al cabo de mucho tiempo, hablando la madre de las desventuras que le habían acontecido en Inglaterra, su nuera empezó a sentir gran sorpresa e inquie¬tud, y al cabo de un rato una serie de detalles le demostraron, sin duda alguna, que la anciana era su madre y que, por consiguiente, el hijo de ésta se había casado con su propia hermana. Toda la familia se quedó horrorizada y la confusión fue tan grande que poco faltó para que ocasionara la ruina de todos. La joven se negó a seguir viviendo con él, y el hijo, marido y hermano a la vez, estaba desesperado. Finalmente, su esposa se marchó a In¬glaterra y nunca más ha vuelto a saberse de ella. No es de extrañar que este relato me impresionara profunda¬mente, pero resulta imposible describir mi desasosiego. Fingí asombrarme mucho ante aquella historia e hice numerosas pre¬guntas que la mujer supo contestar con un gran aplomo. Des¬pués pregunté detalles acerca de aquella familia, inquiriendo có¬mo había muerto la madre, o sea mi madre, y a quién había dejado sus bienes. Mi interés no era infundado, puesto que mi madre me había prometido con toda solemnidad que cuando muriese me dejaría algo y que no modificaría su voluntad mien¬tras yo viviera. De un modo u otro tenía que agenciarme lo que era mío, sin que pudiera evitarlo mi hijo ni mi hermano y es¬poso. La mujer me dijo que no sabía exactamente la naturaleza del legado, pero que había oído comentar que mi madre había dejado una importante suma en metálico, garantizada por la plantación, para que fuese hecha efectiva a su hija si alguna vez se sabían noticias de ella, ya fuese en Inglaterra o en otra par¬te, y que el legado había sido puesto bajo la custodia de su nieto. Era aquélla una noticia extraordinaria y el lector podrá ima¬ginar la alegría que me produjo. Al propio tiempo empecé a pen¬sar cómo, cuándo y dónde me daría a conocer, y si sería mejor revelar mi identidad o abstenerme de hacerlo. Tratábase de un problema que no sabía cómo resolver, como tampoco sabía qué actitud adoptar. La duda me acometió de día y de noche. No podía dormir ni sabía mantener una conver¬sación. Mi marido se dio cuenta y se inquietó por mí, pero todos sus esfuerzos para distraerme fueron en vano. Insistió para que le confiara mis inquietudes, pero yo traté de disimular hasta que, por fin, después de importunarme sin cesar, me vi obli¬gada a inventar una historia que no dejaba de tener una cierta base de veracidad. Le conté que estaba intranquila porque había llegado a la conclusión de que deberíamos instalarnos en otro lugar y cambiar nuestros planes, puesto que si nos quedábamos en aquella región yo no tardaría en ser reconocida. Expliqué que, al morir mi ma¬dre, unos parientes habían venido a vivir en las inmediaciones de nuestra casa y que para evitar que descubrieran mi identidad, cosa que dadas nuestras circunstancias resultaba bastante incon¬veniente, tendríamos que marcharnos. Añadí que no sabía qué hacer y que aquella duda era la que fomentaba mi melancolía. Mostróse de acuerdo conmigo en que no convenía que nadie me reconociera en la situación en que nos hallábamos y me ase¬guró que él estaba dispuesto a trasladarse a otro lugar cualquiera, e incluso a otro país si yo lo consideraba necesario. Pero enton¬ces se presentó otra dificultad: si nos marchábamos a otra colo¬nia, yo no podría continuar mis averiguaciones acerca del legado que me dejó mi madre. Tampoco podía revelar el secreto de mi primer casamiento a mi nuevo esposo porque no era una his¬toria para ser contada e ignoraba las consecuencias que podría tener si lo hacía. Y por otra parte, era casi imposible llegar al fondo del asunto sin pregonarla por toda la comarca revelando quién era yo y la triste situación en que me veía. Durante mucho tiempo seguía sumida en aquella zozobra y mi estado llegó a intranquilizar a mi marido. Adivinaba mi in¬quietud y advertía que yo no me franqueba con él para hacerle partícipe de mis preocupaciones, y a menudo se lamentaba de que yo no quisiera confiar en él impidiendo con ello que pudiera aliviar mis pesares. Lo cierto es que hubiera podido confiarle cualquier otra cosa, pues no había un esposo mejor que él en todo el mundo, pero no sabía cómo explicarle un hecho tan monstruoso, y al no poder contarlo a nadie, la carga se me hacía insoportable. Dígase lo que se quiera acerca de la dificultad del sexo débil en mantener un secreto, mi vida es una clara demos¬tración de lo contrario. Pero tanto si se trata del sexo débil como del fuerte, un secreto tan grave debe ser compartido siempre con un confidente, con un amigo íntimo, al que poder comunicarle la alegría o el pesar, según sea el caso. De lo contrario, su peso va aumentando y llega a convertirse en insostenible. Nadie po¬drá contradecirme en dicho punto. Esta es la causa de que tantas veces hombres y mujeres, incluso hombres dotados de las mejores cualidades, se hayan sentido débiles en este aspecto y no hayan podido ocultar la carga de una alegría secreta o de un pesar íntimo, viéndose obligados a reve¬larlo únicamente para descargar sus conciencias y liberar sus mentes de aquella presión. No es una insensatez hacerlo ni una falta de reflexión, sino un desahogo natural, pues, si estas per¬sonas hubieran seguido luchando mucho tiempo contra aquella opresión, habrían llegado a hablar en sueños revelando su se¬creto, sin parar mientes en los que pudieran oírlo. Esta necesi¬dad natural se manifiesta a veces con tanta vehemencia en las mentes de aquellos que se han hecho culpables de alguna villa¬nía atroz, como por ejemplo los que han tomado parte en un ase¬sinato, que se ven obligados a confesar sus culpas a pesar de que las consecuencias han de ser forzosamente desastrosas para ellos. Aunque sea cierto que la Divina Justicia es la que debe adjudicarse el mérito de todas estas revelaciones y confesiones, no deja de ser verdad también que la Providencia, que suele actuar valiéndose de medios naturales, emplea para ello las mis¬mas causas naturales para conseguir tan extraordinarios efectos. Gracias a mi larga experiencia en el mundo del crimen y de los criminales, podría citar notables ejemplos. Conocí en Newgate a un individuo que a base de sobornos conseguía salir casi cada noche para cometer sus robos, comunicando después sus activi¬dades a ciertos funcionarios de la ley para que éstos devolvieran los géneros robados a la mañana siguiente y cobraran una recom¬pensa. Aquel hombre sabía que contaría en sueños todo lo que había hecho y explicaría lo que había hurtado como si estuviera despierto y no hubiese peligro alguno en lo que decía. Y para así evitarlo se metía en su celda o se hacía encerrar por algunos de los guardianes cómplices para que nadie pudiera oírlo. En cambio, si podía explicar lo que había hecho a algún compañero, a algún otro ladrón o a los que podían ser calificados de patronos suyos, no le ocurría nada y podía dormir tan pacíficamente como cualquier persona honrada. Como esta historia pretende realzar los valores morales y ser¬vir de instrucción, advertencia y consejo a todos los lectores, es¬pero que toda esta disgresión acerca de la gente que se ve for¬zada a revelar los mayores secretos, propios o ajenos, no sea considerada superflua. A pesar de aquel peso que oprimía mi alma, seguí esforzán¬dome en hallar una solución, pero el único alivio que pude con¬seguir fue revelar a mi esposo lo que consideré necesario para convencerlo de la imperiosa necesidad de trasladarnos a otro lu¬gar. El paso siguiente consistió en decidir en cuál de las colonias inglesas nos estableceríamos. Mi marido desconocía por comple¬to el país y carecía de toda idea acerca de la localización geográ¬fica de todas sus regiones. En cuanto a mí, ignorante hasta el momento de escribir este libro incluso del significado de la pala¬bra «geografía», poseía tan sólo una somera documentación gra¬cias a las largas conversaciones sostenidas con personas que iban o venían de distintos lugares. Pero me constaba que Maryland, Pennsylvania, East y West Persey, Nueva York y Nueva Ingla¬terra se hallaban al norte de Virginia y que, por consiguiente, su clima era más frío, cosa que a mí no me convenía en abso¬luto. Siempre había preferido los lugares cálidos y al entrar en la vejez aún me interesaba más evitar el frío. Por tanto, pensé en marcharnos a Carolina, única colonia meridional que los ingleses poseen en el continente americano, y así lo convenimos. Tenía también en cuenta que desde allí me sería fácil desplazarme a Virginia cuando juzgase oportuno realizar averiguaciones acer¬ca de la herencia de mi madre y darme a conocer para exigirla. Una vez tomada esta decisión, propuse a mi marido que nos marcháramos con todos nuestros bienes a Carolina y que nos instaláramos allí. Mi esposo accedió en seguida, convencido, por mis reiteradas afirmaciones, de que en Virginia corría el peligro de ser reconocida. Así, pues, conseguí ocultarle mis verdaderos motivos. Pero no tardé en topar con una nueva dificultad. El asunto más importante seguía atormentándome y no me decidía a aban¬donar aquella región sin llevar a cabo algunas pesquisas sobre la herencia de mi madre. Tampoco me avenía a marcharme sin darme a conocer a mi primer marido (y hermano) y a mi hijo. 1,0 único que me interesaba era hacerlo sin que se enterase mi marido actual y sin que aquéllos supieran que yo había vuelto a casarme. Después de mucho reflexionar pensé enviar a mi marido a Carolina con todos nuestros enseres y seguirle yo después, pero comprendí que aquello era imposible. Debido a su desconoci¬miento de aquellas tierras y de los métodos empleados para es¬tablecerse allí, el pobre hombre no sabría cómo desenvolverse. Después pensé en marcharnos los dos con parte de nuestros bie¬nes y volver yo después a buscar el resto cuando estuviéramos instalados, pero supuse que él se negaría a separarse de mí y quedarse solo. El motivo era evidente. Mi marido era un caba¬llero de pura cepa y, en consecuencia, no sólo un incapaz sino también un indolente, y una vez instalados toda su actividad consistiría en pasear por los bosques con su fusil cazando como si fuera un indio en vez de atender el negocio de la plantación. Como puede verse, las dificultades que se me presentaban eran insoslayables y yo no sabía qué hacer. Pero cada vez se me hacía más irresistible mi deseso de darme a conocer a mi marido y hermano, puesto que me atosigaba el pensamiento de que si no lo hacía mientras él viviera, sería en vano que después tratara de convencer a mi hijo de que yo era su madre, y con ello me despojaría a la vez de su ayuda y afecto y de lo que mi madre hubiera podido dejarme en su testamento. Por otra parte, no me parecía muy adecuado identificarme ante ellos en mi situación, tanto en lo que se refería a estar casada con otro hombre como al hecho de ser una delincuente deportada por las autoridades de Inglaterra. Teniendo en cuenta estos dos factores, comprendí que era completamente indispensable marcharme de aquellos lugares y presentarme a mi hermano y marido y a mi hijo bajo otro aspecto y como si procediera de otro sitio. Dadas estas consideraciones, seguí insistiendo ante mi marido acerca de la absoluta necesidad de abandonar nuestro hogar junto al río Potomac antes de que alguien parase mientes en nosotros. En cambio, si nos marchábamos a otra parte, siempre podríamos gozar de la reputación de una familia honrada dedi¬cada a explotar una plantación, puesto que a los habitantes no podía dejar de agradarles que la gente acudiese a sus tierras para enriquecerlas, ya fuese comprando plantaciones o iniciando otras nuevas. De este modo podíamos tener la seguridad de ser obje¬to de un amable y cálido recibimiento sin que hubiera ningún peligro de ser reconocidos. Le dije también que, a pesar de tener parientes en aquellas in¬mediaciones y de no atreverme a correr el riesgo de ser recono¬cida por ellos y de que se enterasen de los motivos de mi llegada, también tenía mis motivos para suponer que mi madre, fallecida allí, me había dejado algo, tal vez de considerable importancia y valía la pena que yo llevara a cabo algunas averiguaciones. Y desde luego, no podía hacer nada sin exponerme a la curiosidad pública, a menos que nos alejáramos de allí. Después, una vez establecidos, yo podría volver para visitar a mi hermano y a mi sobrino, darme a conocer, reclamar lo que era mío y al propio tiempo conseguir que se me hiciera justicia de buen grado y sin obstáculo alguno. En cambio, si lo intentaba entonces, no podía esperar otra cosa que disgustos y una posible acogida con insultos y afrentas que él, mi esposo, no podría tolerar. Además, en caso de que se me exigieran pruebas legales de que yo era la hija, tal vez me viera obligada a entablar un recurso en Ingla-terra, y si lo perdía podría despedirme de todo. Con estos argu¬mentos, y después de haber informado a mi marido de todo cuan¬to necesitaba saber, decidimos marchamos y fijar nuestra mora¬da en otra colonia. Desde el primer momento, fue Carolina el lu¬gar elegido. Con este objeto nos enteramos de los buques que se dirigían a Carolina y no tardamos en averiguar todos los pormenores necesarios. En el otro extremo de la bahía, o sea en Maryland, había un barco procedente de Carolina, cargado de arroz y otros artículos, que debía regresar a su punto de origen antes de conti¬nuar hasta Jamaica con su cargamento. Al enterarnos de ello, alquilamos una chalupa y, con un saludo final al Potomac, nos dirigimos hacia Maryland con todos nuestros bienes. Fue un viaje largo y poco placentero y mi esposo aseguró que le sentaba peor que la travesía desde Inglaterra, puesto que el tiempo era pésimo, el mar estaba embravecido y nuestra em¬barcación era tan pequeña como incómoda. Además, cuando habíamos remontado cien millas del Potomac y nos hallábamos en un lugar llamado Westmoreland Country, como este río es el más importante de Virginia (he oído decir que es el ma¬yor río del mundo y que desemboca en otro río), el tiempo adquirió un cariz francamente amenazador y a menudo corrimos serios peligros. Aunque se le dé el nombre de río, el Potomac es en algunos lugares tan ancho que al encontrarnos en el centro no podíamos ver tierra por ningún lado, y ello en un trayecto de muchas leguas. Después tuvimos que atravesar el gran río o bahía de Chesapeake, que es donde desemboca el Potomac con una anchura de casi treinta millas, y desde allí pe-netramos en unas aguas mucho más extensas cuyos nombres des¬conozco. En total, recorrimos unas doscientas millas a bordo de una diminuta y vetusta chalupa con todos nuestros tesoros, y si nos hubiera ocurrido algún accidente nos hubiéramos quedado en la más absoluta miseria. Aun suponiendo que hubiésemos per¬dido nuestros bienes, pero salvado nuestras vidas, habríamos quedado desvalidos en aquellos remotos lugares en los que no teníamos ni un solo amigo. Sólo al pensar en ello sigo horrorizán¬dome. Después de cinco días de navegación llegamos a un lugar lla¬mado, según creo, Phillip's Point, pero sólo para enterarnos de que el buque de Carolina había zarpado hacía tres días, después de haber embarcado su cargamento. Ello nos causó el consiguien¬te disgusto, pero yo dispuesta a no dejarme desalentar por nada, dije- a mi esposo que si no podíamos marcharnos a Carolina y toda vez que la región en la que nos hallábamos parecía ser muy fértil y acogedora, podíamos echarle un vistazo y si nos gustaba quedarnos allí. Desembarcamos sin perder tiempo, pero no conseguimos ha¬llar ningún alojamiento ni tampoco un almacén donde poder guardar nuestros objetos. Sin embargo, conocimos a un honra¬do cuáquero que nos habló de un lugar situado a unas sesenta millas al Este, o sea cerca de la boca de la bahía. El vivía allí y nos aseguró que podríamos instalarnos tanto para trabajar en alguna plantación como para buscar algún sitio más conveniente. Nos invitó con tanta amabilidad y su aspecto era tan honrado que accedimos a marcharnos en su compañía. Una vez allí adquirió para nosotros dos servidores, una mujer inglesa que acababa de desembarcar de un barco llegado de Li¬verpool y un negro, ayuda del todo indispensable para cualquiera que pensara establecer su negocio en aquellas tierras. El honrado cuáquero nos ayudó desinteresadamente y cuando llegamos a la región que nos había indicado nos buscó un lugar adecuado para nuestros enseres, así como un alojamiento para nosotros y para nuestros criados. Después de un par de meses de gestiones, y siempre guiados por él, adquirimos un extenso terreno, pro¬piedad del gobernador de la región, y allí iniciamos nuestra plantación. Con ello descartamos por completo toda idea de dirigirnos a Carolina, puesto que allí habíamos sido muy bien recibidos, contábamos con un alojamiento muy conveniente hasta que pudiéramos disponer de una vivienda propia, y dis¬poníamos de tierras, así como de troncos y otros mate-riales para construir una casa, todo ello gracias a los buenos ofi¬cios del cuáquero. Al cabo de un año poseíamos ya casi cincuenta acres, en parte cercados y en parte plantados de tabaco. Teníamos además un huerto y suficiente cantidad de maíz, verduras y pan para alimen¬tar a nuestros criados. Entonces fue cuando persuadí a mi esposo para que me per¬mitiera volver a la bahía para saber noticias de mis parientes. El accedió de muy buena gana, pues el negocio lo absorbía y podía dedicarse también a la caza, cosa que le encantaba. A me¬nudo comentábamos satisfechos nuestra situación, más feliz no sólo que nuestra temporada en Newgate, sino incluso que nues¬tros períodos más prósperos en las viles actividades a que nos habíamos dedicado los dos. Nuestro negocio iba viento en popa. Compramos a los propietarios de la colonia nuevas tierras por valor de treinta y cinco libras, suficientes para iniciar una plantación que daría trabajo a cincuenta o sesenta personas y que, bien cuidada, bastaría para mantenernos durante los años que nos pudieran quedar de vida. En cuanto a descendencia, mi edad avanzada no me permitía ha¬cerme ninguna ilusión. Pero nuestra buena suerte no terminó aquí. Como he dicho, crucé la bahía para volver al lugar donde se hallaban mi pri¬mer marido y hermano y mi hijo, pero en vez de dirigirme al mismo pueblo donde habíamos vivido antes, atravesé otro río importante llamado Rappahannock con objeto de llegar a la plantación por el otro extremo. Las tierras de mi hermano eran muy extensas y atravesando un arroyo navegable que desembo¬caba en el Rappahannock, desembarqué muy cerca de ellas. Estaba decidida a presentarme en seguida a mi hermano y ma¬rido y decirle quién era, pero no sabiendo cuál sería su reacción ante mi inesperada visita, resolví mandarle antes una carta reve¬lándole mi identidad y asegurándole que no iba para causarle molestia alguna acerca de nuestras pasadas relaciones, sino que pensaba dirigirme a él como una hermana a su hermano supli¬cándole su ayuda en caso de que mi madre me hubiera recor¬dado en su testamento, no dudando que sabría hacerme justicia al tener en cuenta que había ido desde tan lejos para averiguar aquel detalle. Añadí algunas frases tan tiernas como gentiles mencionando a su hijo que era también mío. Como no me cabía ninguna culpa por haberme casado con él, así como tampoco a él por haberse casado conmigo, ya que ninguno de los dos estaba enterado de nuestro parentesco, le escribí que esperaba que me permitiría sa¬tisfacer mí apremiante deseo de ver por una sola vez a mi único hijo y expresarle mi cariño maternal que nada ni nadie habían conseguido sofocar. Estaba segura de que al recibir esta carta la entregaría inme¬diatamente a su hijo para que la leyera, toda vez que la enfer¬medad de sus ojos le impediría leerla por sí mismo. Pero ocurrió algo aún más favorable, puesto que a causa de la debilidad de su vista, había encargado a su hijo que abriera todas las cartas que llegasen dirigidas a él, y no encontrándose en la casa el anciano cuando llegó mi mensajero, mi carta fue puesta en el acto en manos de mi hijo, y fue éste quien la abrió y la leyó. Al momento llamó al mensajero y le preguntó dónde estaba la persona que le había entregado aquella carta. El mensajero le indicó el lugar, distante unas siete millas de la hacienda, y mi hijo mandó ensillar en seguida un caballo y, acompañado por dos criados y del mensajero, salió a mi encuentro sin perder un instante. Júzguese cuál sería mi consternación cuando volvió el mensajero y me explicó que el anciano no estaba en casa, pero que su hijo venía a verme. Mi confusión fue indecible, pues ignoraba si venía en son de paz o de guerra, y no sabía cuál debía ser mi actitud. Poco tiempo tuve para reflexionar, pues mi hijo llegó pisándole los talones al mensajero, y apenas entró en la casa me pareció oírle preguntar quién era la dama que lo había mandado, y al señalarme el hombre a mí se acercó, me cogió en sus brazos y me besó estrechándome con tanta pasión que me privó del habla. Pude notar que respiraba convulsamente, como un niño pequeño que tratara de sofocar sus sollozos. No acierto a describir la alegría que embargó mi alma cuando comprendí que no acudía a mí como un extraño, sino como el hijo que se reúne con su madre a la que no había llegado a cono¬cer. Lloramos los dos un buen rato, hasta que por fin él recuperó el habla. -¡Querida madre! -exclamó-. ¿Es verdad que seguís vi¬viendo? Nunca hubiera creído poder ver vuestro rostro. Yo no pude articular palabra alguna. Después de recobrarnos un poco de nuestra emoción, pudi¬mos conversar y él me contó lo ocurrido. No había enseñado la carta a su padre ni le había hablado de ella. La herencia de su abuela se hallaba bajo su custodia y me la entregaría sin obs¬táculo alguno. En cuanto a su padre, me dijo que estaba enfermo del cuerpo y del espíritu, que se mostraba iracundo y tornadizo, que estaba casi ciego, y que no podía hacer nada. Añadió que como dudaba de cuál sería su actitud en un asunto tan delicado como aquél, había preferido acudir él personalmente, aparte de su irresistible deseo de verme, y que pensaba dejar en mis ma¬nos la cuestión de si convenía o no revelar mi identidad a su padre. Tan prudentes y sensatas fueron sus explicaciones que me con¬vencí de que mi hijo era un hombre de -sentido común y que no tenía necesidad de mis consejos. Contesté que no me extrañaba que su padre fuese tal como él me lo había descrito, puesto que su mente presentaba ya señales de extravío aun antes de mar¬charme yo y el principal motivo de mi marcha fue mi negativa a dejarme persuadir de que ocultásemos nuestro parentesco y siguiéramos viviendo como marido y mujer después de enterar¬me yo de que él era mi hermano. Puesto que él conocía mucho mejor que yo el estado actual de su padre, yo me uniría de bue¬na gana a cualquier iniciativa que él quisiera señalarme. Por todo eso le aseguré que me era indiferente ver a su padre, puesto que ya lo había visto a él, y que la mejor noticia que podía darme era la de que el legado de su abuela se hallaba en sus manos, lo cual, dada su rectitud, me garantizaba que yo sería tratada con justicia. Pregunté cuánto tiempo hacía que había muerto mi ma¬dre y dónde falleció, y él me refirió tantos detalles acerca de la familia que no me quedó la menor duda de que yo era real¬mente su madre. Mi hijo se interesó después por mí, y yo le expliqué que vivía en Maryland, al otro lado de la bahía, y que me había instalado en la plantación de un conocido que había venido de Inglaterra en el mismo barco que yo. Añadí que no disponía de alojamien¬to en el lugar donde me encontraba entonces. Mi hijo me rogó que fuese a su casa y que viviera con él, si así lo deseaba, para siem¬pre. Por lo que a su padre se refería, no reconocía a nadie y nun¬ca sospecharía mi identidad. Yo reflexioné unos instantes y contesté que no creía oportuno vivir bajo el mismo techo que su padre y tener siempre presente el recuerdo de lo que tan duro golpe había asestado a mi vida. Aunque me gustaría disfrutar de la compañía de mi hijo, en aquella casa me hallaría siempre bajo el temor de traicionar mi verdadera identidad al hablar y no me sería posible evitar alguna palabra que pudiera descubrir todo el asunto, cosa que no me convenía lo más mínimo. Mi hijo reconoció que tenía razón. -Pero entonces, querida madre -me dijo-, tendréis que vivir tan cerca de mí como os sea posible. Después me acompañó, montada en su caballo, hasta la plan¬tación contigua a la suya, donde fui acogida con tanta amabilidad como si se hubiera tratado de su propia casa. Después de instalar¬me allí, volvió a su hogar, asegurándome que el día siguiente volveríamos a hablar de nuestros asuntos, pero antes me presen¬tó como si yo fuese su tía y encargó a sus colonos que me trata¬ran con los mayores miramientos. Dos horas después de su par¬tida, me mandó un muchacho negro para que cuidara de mí y provisiones ya preparadas para mi cena. Por tanto, me encontré en un nuevo mundo y empecé a lamentar en mi fuero interno haber traído conmigo a mi marido de Lancashire. No obstante, este mal pensamiento no caló en mi corazón, pues quería de veras a mi marido y siempre lo había amado. Aparte de ello, él se había hecho merecedor de mi afecto. La mañana siguiente, apenas me había levantado cuando mi hijo vino a verme. Después de dirigirme unas palabras cariñosas, me entregó una bolsa de piel con cincuenta y cinco monedas españolas de las llamadas pistolas, diciéndome que aquello servi¬ría para cubrir mis gastos de viaje, toda vez que, aunque no quería ser indiscreto, suponía que yo no había traído mucho dinero conmigo, ya que no era usual disponer de grandes canti¬dades en aquel país. Después sacó el testamento de su abuela y me lo leyó, enterándome de que me había dejado una pequeña plantación en York River, que es donde había vivido ella, con el personal y ganado que le pertenecía, poniéndolo todo bajo la custodia de mi hijo para que él me lo entregara a mí si des¬cubría que yo seguía con vida, a mis herederos si tenía descen¬dencia o a cualquiera a quien yo hubiese nombrado heredero mío. Los beneficios que produjera aquella plantación pasaban a ser propiedad de mi hijo hasta que yo apareciera. De lo con¬trario, todo debía ser para él o para sus herederos. Me dijo que aquella plantación, aunque situada lejos de sus tierras, no se había arrendado y que la dirigía un mayoral que también se ocupaba de otras posesiones de su padre; que dicho mayoral había trabajado de firme, y que él mismo iba allí tres o cuatro veces al año para echar una ojeada. Le pregunté cuál podía ser el valor de la plantación y me contestó que si yo de¬seaba arrendarla me entregaría unas sesenta libras anuales, pero que si yo prefería vivir en ella creía que podría hacerle rendir casi ciento cincuenta libras. Pero al comprender que yo prefería instalarme en el otro lado de la bahía o que tal vez querría regre¬sar a Inglaterra, se ofreció para dirigirla él personalmente, como hacía con la suya, y me expresó su convicción de que podría mandarme tabaco suficiente a Inglaterra como para permitirme obtener un beneficio de un centenar de libras anuales o tal vez más. Todo ello me parecía increíble, pues no estaba acostumbrada a tales magnificencias. Mi mente me hizo pensar más que nunca y mi corazón se volvió agradecido a la Providencia que tantos prodigios había obrado en mi favor, a pesar de ser yo uno de los seres más despreciables -que haya vivido bajo la capa de los cielos. Y debo insistir nuevamente que no sólo en esta ocasión, sino cada vez que me sentí embargada por el agradecimiento, mi horrible pasado y mi vida abominable me parecieron más mons¬truosos que nunca y mi aborrecimiento por mis pecados nunca fue mayor que cuando advertí que la Providencia me otorgaba sus favores a pesar de que yo correspondía a ellos con las más negras villanías. Pero dejo al lector que medite sobre estas reflexiones mías, que bien lo merecen, y vuelvo a los hechos. El cariño de mi hijo y sus amables ofrecimientos me arrancaron lágrimas cada vez que habló conmigo. En realidad, yo apenas podía conversar con él, pues tenía que callarme una y otra vez a causa de los sollozos que anudaban mi garganta. Por fin pude expresarle mi felicidad al obtener lo que él me había estado guardando. Le dije también que, puesto que él era mi único hijo y que mi edad me impedi¬ría tener descendencia aunque volviera a casarme, deseaba que él me procurase los medios para redactar un testamento en el cual sedó dejadla todo a él y a sus herederos. Aproveché la oca¬sión para preguntarle, sonriendo, cuál era el motivo de que si¬guiera siendo soltero. Su respuesta fue pronta v vehemente. Me contestó que las mujeres aptas para esposas no abundaban mu¬cho en Virginia y me pidió que si yo regresaba a Inglaterra le enviara una esposa desde Londres. Esto fue lo más importante de nuestra conversación del pri¬mer día, el mejor que había pasado en toda mi vida y que tantas satisfacciones me reportó. El siguió viniendo a verme cada día y pasó largos ratos conmigo. En varias ocasiones me acompañó a visitar amistades suyas y en todas partes fui recibida con el mayor respeto. También cené varias veces en su propia casa to¬mando precauciones para evitar que su padre me viera. Le hice un regalo eligiendo lo que tenía más valor entre mis cosas. Fue uno de los dos relojes de oro que ya he mencionado antes y que yo guardaba en mi cómoda. Había tenido la precaución de llevarme el mejor de los dos y se lo entregué el tercer día, diciéndole que carecía de valor, pero que deseaba que lo guardara como una prueba de mi cariño. Me guardé mucho de contarle que lo había sustraído del bolsillo de una dama que salía de una capilla londi¬nense. Lo tomó titubeando, como si dudase en quedárselo o no, pero yo insistí y le obligué. Su valor no era, en realidad, muy inferior al de la bolsa llena de monedas de oro español que él me había entregado, sin tener en cuenta que en América fácilmente valdría el doble de lo que pudiese costar en Londres. Mi hijo lo besó y me aseguró que era un recuerdo del que no se separaría jamás. Pocos días después me trajo los papeles del testamento y vino acompañado por un escribano. Yo los firmé de buena gana y se los entregué cubriéndolo de besos porque nunca existió un ca¬riño mayor entre una madre y un hijo. El día siguiente me trajo otro documento firmado y sellado por él en el que se comprometía a administrar por mi cuenta mi plantación ponien¬do en ello su mayor empeño y remitiéndome las ganancias cuando yo lo indicara. También me garantizaba un beneficio de cien libras anuales. Me informó que habiendo cerrado el trato antes de la cosecha, yo tenía derecho a los beneficios de aquel año, y acto seguido me pagó cien libras en monedas españolas de a ocho y me pidió un recibo por aquel año dándolo por terminado en j Navidad. El siguiente se extendería hasta el mes de agosto. Permanecí allí cinco semanas y me dolió mucho tener que marcharme. Mi hijo me hubiera acompañado gustoso, pero yo no quise permitirlo. No obstante, me cedió una chalupa de su propiedad, semejante a un yate, que le servía para sus negocios y también para sus excursiones. Yo acepté y después de las más afectuosas muestras de cariño nos despedimos y al cabo de dos días llegué sana y salva al pueblo de nuestro amigo el cuáquero. Para nuestra plantación llevaba tres caballos con sus corres¬pondientes arreos, unos cuantos cerdos, dos vacas y muchas co¬sas más, todo ello regalo del hijo más amable y afectuoso que r haya podido existir. Expliqué a mi marido todos los detalles del viaje, aunque diciéndole que había visto a mi primo y no hablándole, como es natural, de mi hijo cuya existencia ignoraba. Al principio, le dije que había perdido mi reloj y él lo consideró como una gran desgracia, pero después le expliqué las gentilezas de mi primo y lo de la plantación que había heredado de mi ma¬dre y que él había tenido bajo su custodia a su cuidado compro-metiéndose él a rendirme cuentas exactas de sus beneficios y por último le entregué las cien libras en metálico consideradas como los beneficios del primer año. Enseñándole al mismo tiempo la bolsa de piel que contenía las monedas españolas, le dije: -Y aquí tienes, querido, mi reloj de oro. Tan cierto es que el cielo ejerce los mismos efectos en todos los corazones cuando las mercedes se prodigan sobre ellos que mi marido alzó los brazos y exclamó en un rapto de alegría: -¡Esto es un don providencial para un ser tan desgraciado como yo! Después le conté todo lo que había traído a bordo de la cha¬lupa aparte de aquellos regalos, o sea los caballos, los cerdos y las vacas, además de otros bienes para la plantación. Todo ello acrecentó su sorpresa y le colmó de dicha, y a partir de aquel momento estoy convencida de que se convirtió en un hombre arrepentido y enteramente reformado. Podría escribir una histo¬ria aún más larga que ésta para demostrar esta verdad y aunque dudo que resultase tan distraída como la que hace referencia a nuestras ruindades, he pensado hacerlo. Pero como ésta es mi historia y no la de mi esposo, continúo la narración de mis andanzas. Seguimos trabajando de firme en nuestra plantación y gracias a la ayuda y a los buenos consejos de los amigos que nos ganó nuestra buena conducta, en especial los del buen cuáquero que se convirtió en un compañero tan fiel como generoso, obtuvimos grandes provechos. Como contába¬mos con medios suficientes para empezar y aún pudimos incre-mentarlos con ciento cincuenta libras más, aumentamos el nú¬mero de nuestros sirvientes, construimos una excelente vivienda y cada año cultivamos una buena porción de tierra. El segundo año escribí a mi maestra y amiga participándole con júbilo nues¬tro éxito y le indiqué que me enviase el dinero que yo le había dejado, que ascendía a algo más de doscientas cincuenta libras, en especies, cosa que ella efectuó con su habitual eficiencia y fide¬lidad, llegando todo felizmente a nuestro poder. En el cargamento había toda clase de ropas, tanto para mi es¬poso como para mí, y tuve buen cuidado en comprarle a él todas aquellas cosas que yo sabía le entusiasmaban: dos pelucas largas de gran calidad, dos espadas con empuñadura de plata, tres o cua¬tro magníficas escopetas de caza, una excelente silla de montar tapizada de rojo con sus fundas y sus pistolas, en una palabra, todo lo que se me ocurrió para halagarle y para ayudarle a recupe¬rar su talante de siempre, o sea el de un cumplido caballero. Tam¬bién encargué una gran cantidad de artículos para nuestro hogar y ropa blanca para los dos, así como algunos vestidos para mí, aunque pocos, pues ya había venido muy bien provista de ellos. El resto del envío consistía en herramientas de todas clases, arreos para los caballos, utensilios, trajes para los criados y ropas de lana, tejidos de sarga, medias, zapatos, sombreros y otras prendas adecuadas para los sirvientes, todo ello siguiendo las instrucciones del cuáquero. Todo este cargamento llegó en perfectas condiciones, y además tres criadas, mozas robustas es¬pecialmente elegidas por mi amiga, muy a propósito para aque¬llas tierras y para las tareas que tendrían que llevar a cabo. Una de ellas nos llegó por partida doble, pues habiendo tenido un lío con uno de los marineros antes de llegar a Gravesend, dio a luz un hermoso chiquillo siete meses después de su llegada a Amé¬rica. Como puede suponerse, mi esposo se quedó muy sorprendido al recibir todo aquel material, y al hablar después' conmigo me dijo: -Querida mía, ¿qué significa todo esto? Mucho me temo que hayamos incurrido en deudas. ¿Cuándo crees que podremos pagarlo? -Esposo mío --,contesté-, está todo pagado. Seguidamente le conté que ignorando lo que podía suceder nos en el transcurso de nuestro viaje y considerando a lo que podían exponernos las circunstancias de aquellos momentos, no me había llevado todo mi capital, sino que había dejado una parte en poder de mi amiga. Puesto que ya nos habíamos estable¬cido y que estábamos bien instalados, había ordenado que nos fuera remitido, como él había podido ver. Se quedó estupefacto y durante un buen rato estuvo contan¬do con los dedos sin decir palabra. Por fin, me dijo: -Vamos a ver, tenemos en primer lugar doscientas cuarenta y seis libras en dinero contante y sonante; después, dos relojes de oro, varios anillos de brillantes y piezas de plata; una planta¬ción en York River que nos da un beneficio de cien libras anua¬les; además, ciento cincuenta libras en plata y una chalupa carga¬da de caballos, vacas, cerdos y provisiones. Siguió contando con los dedos y empezó otra vez por el pul¬gar. -Y ahora un cargamento que en Inglaterra ha costado dos¬cientas cincuenta libras, y aquí vale el doble. Bueno, ¿qué te pa¬rece? ¿Quién dijo que me había equivocado cuando me casé con¬tigo en Lancashire? Ya sabía yo que me había casado con una mujer rica, y muy rica a fe mía. Realmente, estábamos en buena posición y nuestra fortuna iba más en aumento cada año, pues nuestra plantación prospera¬ba sin cesar. Al cabo de ocho años llegó a darnos un beneficio de trescientas libras anuales. Un año después hice mi primera 'visita a la bahía para ver a mi hijo y recibir el pago anual de los beneficios de mi gran planta¬ción, y apenas había desembarcado me enteré de la inesperada noticia de que mi marido había fallecido y que había sido ente¬rrado dos semanas antes. Debo confesar que aquella muerte no me desagradó, puesto que me permitiría presentarme en todas partes con mi verdadera personalidad, o sea, como una respetable mujer casada. Por consiguiente, antes de despedirme de mi hijo le insinué que tal vez contraería matrimonio con un caballero que poseía una plantación cercana a la mía, y aunque me consideraba en perfecta libertad para casarme, todavía tenía ciertas dudas temiendo que mi pasado pudiera revivir y atormentar a mi es¬poso. Mi hijo, que seguía siendo el mismo muchacho cariñoso y espléndido, me atendió de nuevo en su casa, me pagó cien libras y cuando me marché me colmó de regalos. Poco, después, le comuniqué que me había casado y le invité para que viniera a vernos. Mi esposo le escribió también una carta muy amable manifestándole sus deseos de conocerlo. Pocos meses después vino z vernos y dio la casualidad de que llegó casi al mismo tiempo que el cargamento de Inglaterra. Yo le hice creer que todo aquello pertenecía a mi esposo y no a mí. Debo indicar que al enterarme de la muerte de mi esposo y hermano, confesé espontáneamente a mi esposo actual todo el asunto y le aclaré que el pretendido primo era mi propio hijo, nacido de aquel desdichado matrimonio. Mientras me escuchaba se mostró muy tranquilo, y más tarde me dijo que de haber seguido viviendo mi hermano él hubiera aceptado la situación con la misma serenidad. -No fue culpa tuya ni suya -me dijo-. Fue un error impo¬sible de evitar. Únicamente me reprochó mi intención de ocultarlo y seguir viviendo con él cuando sabía ya que era mi hermano. Esto, según él, fue lo más feo del asunto. Con esto quedaron allanadas todas las dificultades y los dos seguimos disfrutando de una vida agradable, rodeados de todas las comodidades imaginables. Hemos llegado ya a nuestra vejez. Yo he regresado a Ingla¬terra, a mis setenta años, lo que significa que mi marido tiene ya sesenta y ocho. Por mi parte he cumplido sobradamente el perío¬do fijado para mi destierro. A pesar de las desdichas y miserias que mi marido y yo hemos pasado, nuestra salud es excelente. El se quedó en América algún tiempo para cuidar nuestros negocios. Al principio, yo tenía la intención de volver allá para reunirme con él, pero a instancias suyas he tenido que alterar esta deci¬sión, pues él ha resuelto volver a Inglaterra donde pensamos pa¬sar lo que nos queda de vida haciendo penitencia por las faltas cometidas durante nuestras accidentadas existencias. Escrito el año 1683.

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